El perro y el hombre. Yo tengo dos. Cuando llego a mi casa no tengo que llamarlos. Escuchan la guagua y ambos corren como si se tratase de una carrera. Uno se llama Gift y el otro Lilo. A Gift le tengo varios apodos: cangurito, por lo alto que brinca, conejito, por las orejas, y caballito, por como corre. Lilo es pequeño y se mete por donde quiera, así que a veces le digo ratoncito. En la casa ellos son mi colita. Van conmigo a la cocina, se sientan frente a la estufa y tengo que moverlos hacia el lado para poder cocinar. Van conmigo al baño y se acuestan en la alfombra. Voy al cuarto y se meten debajo de la cama. Me siento a ver televisión y ellos también se sientan. ¡Qué increíble la capacidad de los perros para lograr que uno no se sienta solo! Qué seres tan leales. No importa las veces que uno los regañe, ellos siempre perdonan cualquier reclamo que uno les haga, aunque sean ellos quienes tengan la razón.
Porque la verdad es que a veces uno los regaña sin un motivo real. Luego de un mal día de trabajo, por ejemplo, uno llega de mal humor y encuentras que el perro se comió tu zapato. ¿Acaso él tiene culpa de que hayas dejado los zapatos en el medio y los hubiera usado como un juguete? Así nos pasamos la vida a veces, esquivando responsabilidades y lanzando culpas. También son capaces de entender y comprender cuando uno está triste, frustrado, enojado o feliz y comparten el sentimiento con uno. Recuerdo una ocasión en la que estaba pasando por una situación difícil. Estaba acostado en la cama, algo lloroso. Gift se acercó a mí y me miró profundamente, ladró, como si estuviera hablándome, y me dio un lengüetazo. Su acto fue para mí mejor que mil palabras. Lo abracé y me sentí mejor. ¿Cuánto podemos aprender nosotros, los seres humanos, de los perros?