Los adoquines de la calle San Sebastián conducen a una residencia que a primera vista aparenta normalidad. Al pasar el umbral de la entrada, enseguida abofetea el latido artístico. Los cuadros de pintura, las losas del piso, la escalera estrecha de madera, el olor quemado de las luces y el súbito soplo de la brisa que circula por los techos de San Juan, abren el espacio para un escenario teatral.
Desde el techo, la noche se embriaga de nubes con pocas estrellas. Una sucesión de tendidos eléctricos, bombillas y techos descuidados sirven de pared de fondo para la azotea viva. Está viva porque respira. Respira porque engendra arte.
Micro-teatro en la Azotea es una propuesta que nació en el 2012 bajo el sello creativo de la dramaturga Alejandra Ramos y el director teatral Heriberto Feliciano. Siguen el ejemplo de una iniciativa que germinó en las azoteas de Madrid, donde transformaron los escenarios teatrales, en claro desafío a las estructuras del mercado. La idea se propagó a las azoteas de Argentina, Francia, Alemania y ciudades como New York, y poco a poco surgieron una por una obras ajustadas al poco espacio, a los retos físicos del tiempo, a la escasa utilería y a los ruidos de la ciudad.
Con esta tendencia se desnuda el escenario y el foco se dirige a los actores, a la visión técnica y artística, y al texto. En Micro-teatro en la Azotea, las piezas se mantienen frescas y al día, aportando lo mismo un pedazo de realidad para humanizar, como un debate social para pensarnos. Surge entonces una alternativa teatral con la idea de volver a la semilla, a la raíz del teatro, donde nada es más importante que contar una historia.
En el interior de la azotea viva, azota el viento. Está coronada con pequeñas luces de colores, se escucha la música de timbales, que luego cambiará a guitarras secas. Los espectadores ocupan las sillas de patio que apuntan a una esquina de la azotea, un espacio de piso verde, desnudo, donde solo habitan un inodoro, un cenicero, un cajón y encima de este, un cuerpo envuelto en una sábana.
En la segunda mitad de su tercera temporada, Micro-teatro en la azotea estrena dos piezas escritas por Alejandra Ramos y dirigidas por ella y Heriberto Feliciano. Una es violenta y agresiva, la otra es chistosa y humana. Se apagan las pequeñas pupilas de luces, se apagan la música y los rostros. Cientos de ojos se concentran en el espacio vacío. Silencio. Empieza la función.
Mirko: la estética de la cárcel
El actor y bailarín Norberto Collazo se tiende en el piso y prende un cigarrillo. Se para y muestra su torso desnudo, atravesado por un tatuaje de un crucifijo. Sus dreadlocks se mueven agitadamente, mientras pelea con la luz. Se encuentra en la celda de una cárcel y habla a la figura inmóvil envuelta en la sábana.
“Muchas veces cuando caminaba por las calles, pensaba que me ahogaba”. Mirko es un hombre condenado a 15 años de cárcel por asesinato en defensa propia. La complejidad de la obra se centra en la zona de confort, en el refugio cómodo que ha encontrado en la celda de la prisión. “A veces pienso que estar aquí es lo mejor que me ha pasado”, manifestó el convicto a quien Collazo ha prestado el cuerpo.
La dramaturga Alejandra Ramos relata el surgimiento de la historia: “La situación surge de una inquietud mía social. El conflicto actual de la pena de muerte es algo que me cuestiono todos los días. Me pongo en el papel de la familia de víctima, o camino del otro lado, y sé que hasta que no me toque, no podría decidir”. El también actor y bailarín, influyó en el rumbo que tomó el monólogo. “La pieza la escribí especialmente para Norberto, tomando en consideración su físico, su capacidad de movimiento, incluso sus tatuajes”, compartió.
La coreografía y los movimientos ásperos y precisos de Collazo, formularon un lenguaje mudo de la violencia. El trabajo de imagen, el diseño de luces y el cuerpo en movimiento se funden en una estética viva de la experiencia en la prisión y los pasos que llevaron a ella.
Las luces tenían voz propia en la propuesta, pues completaron el lenguaje violento y conmovedor de la situación de Mirko. El diseñador de luces Carlos Harrison habla de la conexión con el actor. “La acción me lleva a estar con Norberto. Muchas veces los cues no estaban cuando yo los tenía ya configurados, sino cuando me daba el feeling para tirarlos. A veces se supone que le contestara, o si no, lo tiraba con él, porque su acción y la mía eran simultáneas”, dijo Harrison.
Cosas en común: de la risa a lo humano
Cosas en común es una de esas historias pequeñas y humanas. Narra el encuentro de dos ciegos en una plaza pública. La conversación demuestra una vez más la maestría de Alejandra Ramos en captar la belleza del lenguaje cotidiano, sencillo, humano, pero con mucha precisión e ingeniosidad.
Felipe de Caguas (Julio Ramos) entra por una esquina tocando el triángulo, y Manuel de Ponce (Gabriel Leyva) ocupa la otra esquina tocando las claves. Ambos ciegos se enredan en una conversación que es un deleite para el público. Las carcajadas sonoras y limpias brotaban de las gargantas de todos los espectadores, que acompañaban la situación cómica y real a la que se enfrentan ambos personajes.
“¿Qué cosa Julio y Gabriel no han hecho? De ciegos. De ahí salieron los personajes y yo solo los puse a hablar”, cuenta con seguridad la dramaturga. La autora devela su proceso: “Trabajo mucho con la escritura automática. Escribo y después le doy la primera lectura, y mientras ensayamos, tengo la suerte de co-dirigir también, y eso me facilita reescribir el texto mientras lo voy probando. Esta palabra aquí no, quito esto, déjame alargar más esto, y lo voy trabajando”.
La experiencia actoral
El director, Heriberto Feliciano, asegura que esta estética impone un reto a los actores “desde la interpretación, que tiene que ser lo más creíble posible, hasta la proyección, porque tenemos de enemigo el viento, los aviones, la calle, la guitarra, todo lo que pasa”.
Ambos actores asumen el reto. Mantener el ritmo, alzar la voz para ser escuchado y actuar con los ojos cerrados en escena, fueron algunos de los retos para Julio Ramos. “Te permite un trabajo más realista en un lugar muy distinto”, reconocío Ramos.
Para Gabriel Leyva, la actuación se hace más íntima, “es como ver a tu mamá tendiendo ropa en el patio, tan cercana, tan real”. Además, le gusta porque su meta como actor es alcanzar un sentido de verdad. “Es ser creíble, ser verdadero, y lo que esté diciendo que sea desde el alma. Y más en un texto como en el de Alejandra, que es como ir a una plaza de Río Piedras, y sentarse a escuchar a dos ciegos, los ves y los conoces. Es real, orgánica”, concluyó el joven actor.
Los secretos del techo y el viento
Para Feliciano, lo que hace diferente este proyecto es que es totalmente independiente y se nutre de la ayuda que la gente les pueda brindar. Harrison alude a los instrumentos caseros, todos hechos a mano o reciclados, las consolas, las bombillas.
“Es una experiencia muy linda y única, porque es teatro hecho por mis compañeros… en un techo”, dice Gabriel Leyva entre risas. Además, le ha conmovido la idea de trabajar en [el Viejo] San Juan. “Hay cierta magia en la comunidad, en el edificio, en la azotea, que me encanta porque crea un momento bien íntimo”, añadió con su sonrisa inacabable.
“A mí me encanta el reto, y creo que estamos lanzándonos retos constantemente, para que la gente que llega hasta la azotea vea el espectáculo completo, desde el cielo, las estrellas, hasta [la micro-obra], así que hay que cuidar el trabajo para que la gente siga apoyándonos”, concluyó Feliciano.
El mundo alrededor sigue intacto. Los carros metálicos se enfilan sobre los adoquines de la calle, las casas descansan unas contra otras, marrones, azules, rosadas, amarillas, levantadas con sus balcones y sus techos. Las luces no cambian. Pero esa azotea respira.