La elección de Barack Obama representó para muchos en y fuera de Estados Unidos una transformación en la complicada narrativa racial norteamericana. Con tan potente signo, algunos se atrevieron a hablar de que había comenzado una era postracial para el país. El arresto de Henry Louis Gates, profesor distinguido de Harvard, en días pasados; las vistas de confirmación de la jueza Sonia Sotomayor, el postrado ritual de la muerte mediática de Michael Jackson y el cuestionamiento sobre la “condición estadounidense” de Obama, obligan a moderar las campanas al vuelo echadas quizás prematuramente. No se me malentienda. La victoria del pasado noviembre fue un evento monumental que remite a profundos cambios demográficos y sociológicos en el país. Los votantes “latinos” y afroamericanos votaron abrumadoramente a favor de Obama así como lo hicieron grandes números de gente joven y mujeres – minoritarias o blancas-. Se trató de una campaña modélica en términos de movilización tecnológica, financiera y de organización energizada por el discurso y el carisma de un extraordinario candidato. No minimizo que los propios republicanos cavaron mucho de su tumba electoral con un candidato presidencial decrépito, una candidata vicepresidencial ignorante y demagógica y una administración en ejercicio que había precipitado una crisis económica segunda sólo a la Gran Depresión e involucrado al mundo en una guerra ilegítima y vergonzosa. Pero es evidente que esa voluntad de cambio que trajo a Obama a la Casa Blanca todavía no penetra las capas profundas del racismo, de la intolerancia y del miedo al otro que aquejan a Estados Unidos y que resurgen a la menor provocación. Yo creo que eso era lo que estaba en la mente del presidente Obama cuando decidió contestar como lo hizo a la pregunta de Lynn Sweet del Chicago Sun-Times en la conferencia de prensa que convocó para hablar sobre su proyecto de reforma de salud. Fue la última pregunta y no tenía que ver con el tema urgente que Obama quiere resolver antes de que termine el año. Aunque pensándolo bien, tiene que ver: la raza y las desigualdades son vectores significativos en la discusión sobre salud en Estados Unidos. En argot deportivo, el presidente pudo haber evadido la curva pero no lo hizo. Y contestó de manera personal (lo cual es perfectamente legítimo) pero con respeto a las circunstancias generales del caso, sobre lo que le pasó a su amigo “Skip”Gates. Era necesario que el presidente comentara porque lo que le pasó a Gates se replica en Estados Unidos de manera desproporcionada y continua, cuando se refiere a afroamericanos y latinos. Era necesario, incluso, que tildara de estúpida la conducta de los policías que acudieron al domicilio del profesor Gates y que lo arrestaron a pesar de que no era un ladrón sino el dueño de la casa. Pensé que una cosa era ser el más “cool” y otra, tener horchata en las venas. La segunda intervención presidencial, un día después de que contestara la pregunta de Lynn Sweet, mostró a un Obama yendo sobre sus pasos. La única conducta cuestionable por excesiva no era ya la de los policías de Cambridge sino también la suya y la de Gates. El presidente habló entonces de un “teaching moment”: el evento nos enseña, entre otras cosas, que la raza sigue siendo un elemento problemático en los comportamientos y percepciones privadas y públicas. Por supuesto no se arreglará con una cerveza pero supongo que quizás haya algo que tres hombres puedan lograr si comparten una Samuel Adams en Casa Blanca. Melissa Harris-Lacewell, profesora de Ciencias Políticas en Princeton, habla de una ansiedad racial exacerbada que tiene como sus referentes políticos próximos al Censo decenal de 2010 y a las elecciones de 2010 que renuevan la Cámara y algunas gubernaturas. Respecto al Censo, nos recuerda sobre sus profundas implicaciones: de los números depende mucha de la distribución de asignaciones federales y también la posibilidad de redefinir los límites de los distritos congresionales para ventaja a uno u otro partido. Razas y etnias son protagonistas en el realineamiento estadístico. Quizás estos cálculos entraron en la nueva composición de lugar del Presidente. Nada de esto cancela el dolor: el del esposado Henry Louis Gates; el de los afroamericanos, aunque el episodio en Cambridge no les asombre; el de los latinos, que vimos algunas de sus más sinuosas reencarnaciones cada vez que un senador republicano interrogaba a la “wise latina” nominada para el Tribunal Supremo. El de Obama, a quienes los fundamentalistas de las armas, de las Escrituras y de la blancura insisten ahora en llamar “el keniano”.