
Dos cuenta atrás, tan diferentes en la forma como unidas en el fondo, están activadas en Bahréin. La primera, para orgullo de las autoridades, computa los días que quedan para que el campeonato de la Fórmula 1 tenga lugar, señalando así que la normalidad ha vuelto a la isla y atrayendo el regreso de las empresas internacionales que huyeron de la inestabilidad. La segunda, para vergüenza de su régimen, suma los días que permanece con vida el disidente Abdulhadi al Khawaja, el más reputado de sus defensores de Derechos Humanos, retornado tras años en el exilio para participar en la primavera bahreiní y condenado a cadena perpetua por inestabilizar el reino.
Comenzó su huelga de hambre el 8 de febrero, y más de 60 días después, su estado hace temer un desenlace fatal en las próximas horas.
El estado de salud de Khawaja y la represión de las manifestaciones en demanda de reformas políticas e igualdad social alenta la indignación de los bahreiníes, que ven cómo el régimen de los Khalifa insiste en su mensaje de normalidad para atraer la carrera automovilística que debe tener lugar en el circuito de Shakir, al sur de Manama, en una zona chií donde se producen protestas contra la familia reinante –desde hace 200 años- casi a diario. Y casi a diario se producen heridos, los muertos ya rondan los 80 en un año de manifestaciones ahogadas en sangre y gases lacrimógenos, y los jóvenes se radicalizan mientras el Gobierno de Manama finje que no ocurre nada.
“Se está gastando una barbaridad en compañías de relaciones públicas para mejorar la imagen de Bahréin, se está gastando una barbaridad en atraer a la Fórmula 1. Pero no hay ninguna voluntad de cambiar la situación para la población”, lamenta el activista Nabil Rajab, presidente del Centro de Bahréin para los Derechos Humanos (BCHR) y del Centro del Golfo para los Derechos Humanos, además de asesor regional en varias ONG internacionales.
Ha pasado un año desde el inicio de las protestas bahreiníes, que en febrero de 2011 aprovecharon el contexto revolucionario árabe para tomar un nuevo impulso pese a que desde hace décadas exigen reformas políticas tan básicas como que se permita elegir libremente el Parlamento –parte es designado a dedo por la familia real- y una igualdad social que equipare a la mayoría chií de la población –en torno al 70%- con la privilegiada minoría suní, en el poder. A la primera se le niegan trabajos, ayudas sociales y cargos de responsabilidad, mientras la segunda vive en la opulencia.
En lugar de dar pasos hacia la resolución del problema, el régimen optó por la confrontación, pidiendo tropas a sus aliados del Consejo de Cooperación del Golfo, imponiendo un estado de emergencia que permitió detener a casi un millar de personas y aplicando juicios de dudosa legalidad que llevaron a personajes de la talla de Al Khawaja, durante años responsable de la ONG internacional Front Line Defenders y cofundador de BCHR, a prisión de por vida. Manama ha desestimado la petición de Dinamarca –país del que Khawaja es nacional tras pasar allá una década exiliado, huyendo de la represión– de enviarle al país nórdico a cumplir su pena en condiciones seguras, alegando que no se dan las circunstancias necesarias para entregarle en custodia.
El primer ministro danés califica el estado de Al Khawaja de “crítico”. Ahora se teme que las autoridades ordenen que sea alimentado de forma forzosa.
“Un año después, la situación está mucho peor”, evalúa Rajab. Si en la represión contra la acampada de la Plaza de la Perla de marzo de 2011, que duró un mes, fallecieron 35 personas, las víctimas ya son más del doble.
“Ahora no se dispara a los manifestantes, sino que se inundan las marchas y las casas de activistas con gases lacrimógeno. Así que muere más gente que antes por efecto de los gases. Unas 30 personas han muerto por gas, tenemos más de 75 fallecidos desde el inicio de la revolución”.
La cifra puede quedar desbordada en un corto plazo de tiempo si prosigue la radicalización de la protesta, mezcla del malestar y del sectarismo azuzado por el régimen.
“Hay gente que ha empezado a usar cócteles molotov y hay zonas que se están radicalizando como producto de la frustración. Estoy completamente en contra de algo así, pero sé por qué ocurre. No se puede pretender maltratar a la gente, registrar sus casas, robarles el dinero, arrasar sus lugares de culto, humillarles y al mismo tiempo pedirles que sean pacíficos”, reflexiona Rajab en una entrevista mantenida con Periodismo Humano en Beirut.
“Dicho esto, lo que esa gente usa son piedras y cócteles molotov contra un Ejército. Y no me extrañaría que, si esto sigue así, terminen utilizando armas. La gente está siendo secuestrada y violada, y eso enfada a la población”.
El activista, reconocido con los premios Ion Ratiu Democracy 2011 y Silbury 2011 por su defensa de los Derechos Humanos, ha sufrido en numerosas ocasiones la represión de su régimen. Su casa ha sido asaltada con gases, ha sido detenido y golpeado en infinidad de ocasiones y se le ha prohibido salir del país en otras muchas.
“Al final, se han dado cuenta de que cada vez que algo así sucede hago más ruido que cuando no me pasa nada”, dice con ironía.
El silencio, sin embargo, no caracteriza a Rajab, quien el año pasado lanzó una exitosa campaña para impedir la celebración del campeonato de Fórmula Uno. Esta vez, la eficacia de los activistas, que llevan solicitando el boicot de la carrera desde principios de año, está por ver. El patrón de la F1, Bernie Ecclestone, insiste en que se dan las condiciones para celebrar el evento si bien la prensa británica ha destapado que a centenares de empleados de la carrera se les ha emitido un doble billete desde China, donde se celebra el Gran
Premio previo a su viaje al Golfo: uno para volar a Bahréin y un segundo con destino a Europa, en caso de que la carrera sea cancelada.
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