
“Después de todo, no se está mal aquí…”, dijo el hombre a su esposa, desde el estómago del cocodrilo en donde tenía lo mejor de los dos mundos. Allí tendrá tiempo de no preocuparse por las cosas de afuera y hasta acariciará un futuro muy prometedor para sí. En ese suceso, el individuo encuentra la oportunidad de su vida para que reseñen su nombre en las enciclopedias: por fin el mundo sabrá quién es él, anotarán todo lo que les diga, y les enseñará una lección muy importante con su propio ejemplo a todos los que se acerquen a oírle desde la panza de la bestia: que hay que ser sumiso al Destino y a los decretos de la Providencia.
Dostoievski escribió este cuento fantástico largo, adelantándose a los cuentos de García Márquez, en el que un funcionario es engullido por un cocodrilo, y una vez allí se acostumbra vivir dentro de las fauces del reptil. Contrario a Jonás, que rogó por salir del vientre del pez, el funcionario siguió administrando los asuntos de su vida desde allí adentro, pero no sin una buena razón. Antes de pensar abrirle la panza al cocodrilo, el mismo afectado dice a sus amigos que hay que tener en cuenta el problema económico que implicará abrirle la panza a la bestia que se lo ha tragado. De este modo, el tragado mismo pone un obstáculo antes que una solución.
Rafael Hernández Colón se parece al tragado, pero también se parece, en lo contumaz y empecinado, al domador alemán del cocodrilo, cuando dice que no va a aflojarlo ni por tres mil rublos. El ex gobernador, acostumbrado a vivir dentro de la mucosidad del Estado Libre Asociado, ha salido con esa apología de que vivir dentro de un cocodrilo es el mejor verano del mundo y se ha delineado un objetivo: del mismo modo que Padre Abraham destruyó el independentismo, así Rafaelito se propone, muy a lo Gedeón, destruir la idea de que este trapo de Isla no puede llegar a ser otra cosa más de lo que ha sido desde que Moisés fundó el monoteísmo imperialista.
¿Dónde se ha visto esto antes? En Macondo. Úrsula, después de los años de lluvia ininterrumpida, se percató que los sucesos en el tiempo eran cíclicos: aquí en Rafael tenemos a Muñoz Marín, otra vez, repitiéndose en la historia a punto de ser arrasada por las hormigas y la cólera del huracán. Pero como sabemos, aunque Úrsula intentó por aquella época restaurar la casa y devolver todo a su gloria original, todo acabó en una ilusión vana y nada de lo que hizo la matrona espantó la ruina.
Dostoievski escribió esa aventura fantástica como un pasatiempo divertido en el que quiso imitar una obra de Gogol. Admitió divertirse, pero el grandioso ruso entendía el arte de escribir más como un sufrimiento de hígado que como una felicidad soleada en las orejas, y sería la única vez que se enredaría en un disparate maravilloso. También su cuento fue mal leído como una alegoría de una situación particular y evitó desde entonces el género fantástico. Pero gracias a este disparate de Dostoievski, ahora se puede ver perfectamente, a grandes rasgos, la fantástica comedia protagonizada por el orondo Rafael: el único que fue adolescente y ha envejecido, cana a cana, bajo el cielo que tendió nuestro gran Patrón San Luis Muñoz Marín, que una vez proclamó: “El ELA durará cuanto el pueblo quiera que dure”.
Pero se equivocó el “Chofer del Whisky Norteamericano”, como lo adjetivó un furioso Neruda. Rafaelito ha dicho, desde las fauces del cocodrilo, que un nuevo ELA es posible. Que el chicle sin azúcar puede masticarse y perpetuarse, hasta que de sí mismo un día le brote el azúcar de nuevo. Posible, por supuesto, pero sin salir del cocodrilo, porque desde allí adentro él quiere ver cómo se vende y se estudia su libro ELA: Naturaleza y Desarrollo, en donde está la táctica lambona que usó para ganarse el favor del Pater Noster. Allí, dentro del cocodrilo, habrá que inventarse el chicle y el azúcar, y después empezar a masticar y seguir masticándolo hasta que tengamos de nuevo la necesidad de inventar el chicle y el azúcar, y así por los siglos.
Pero, ¿sorprende que Rafael diga lo que dice a los populares, como un Yiye Ávila que anuncia el tiempo decisivo y final? Cuando le notifican a un amigo que Iván acabó dentro de un cocodrilo, el amigo responde que él siempre se esperó que acabase así. Uno de los problemas que observan con permitir que Iván se quede lo más campante dentro del cocodrilo es que se contagie la holgazanería: si uno puede pasarse la vida dentro de un cocodrilo, ganando un sueldo sin hacer nada, acabará medio mundo buscando un cocodrilo en donde irse a vivir.
¿Y qué han hecho los políticos nuestros en su paraíso gástrico? Ser gobernantes que se ganan un sueldo por vestirse de amarillo y hacer nada en la colonia en donde pueden aprovechar y, en cambio, hacen mucho por ellos mismos: nombramientos judiciales de sus hijitos, ventanas al mar de sus apartamentos en Condado, extensión de franquicias de gasolina, estrellatos en televisión, campitos de golf y clubes privados en Dorado. Así han estado echando sus verjas oligárquicas un poquito más allá, sonriendo muchas veces ante las cámaras que ya no estamos en los tiempos en los que Muñoz mostraba su catadura de buey abatido, sin abrevaderos de narcóticos poéticos.
Algo que descubre el terco Iván dentro del cocodrilo es que es un cuerpo vacío: sin corazón, intestinos ni huesos, y deduce que, naturalmente, todo cocodrilo fue hecho para comer hombres. El cocodrilo vive y es rellenado por aquel tragado que insiste en seguir viviendo en su interior, tal como el que se ha encontrado bastante bien en la vacuidad de la colonia.
No provengo de los tiempos de las luchas independentistas. Nací un 4 de julio en una especie de limbo asociado: no suscribí el fervor popular de mis abuelos, tampoco el penepeísmo de mis vecinos, que con palmas aclamaban la entrada del que viene en el nombre del Señor, y me balanceé muchos años en una risa superficial indiferente a las luchas políticas, oyendo leyendas mal contadas de tenientes de la policía homofóbicos y caballos que rompían los soles truncos de Fortaleza.
Pero quiero que el ELA llegue a su crepúsculo, que esto se joda de verdad y se caigan los cincuenta elefantes sobre la tela de la araña, y que hablemos de los Otelos y los Julio César y todas las demás figuritas teatrales de Shakespeare, con la irreverencia que se merecen. Si es más saludable, que establezcamos para todos un Damnatio Memoriae.
Los zapatos que Muñoz Marín le dio a mis abuelos tarde que temprano perdieron sus suelas, y el ELA: hace rato perdió su suela subiendo la jalda arriba. No hay que agradecerle nada a los que solo trabajaron para sí. Con o sin suela, hay que seguir andando, hacia algún otro punto cardinal del mundo, siempre que sea fuera de la boca del cocodrilo.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.