Por Fernando Picó
Cuando estaba investigando y redactando un libro sobre la historia de Carolina, la gente me preguntaba: “¿Carolina, tiene historia?” De tal cuestionamiento hablé en el prefacio de ese libro, San Fernando de la Carolina: Identidades y Representaciones. Pero cuando diez años más tarde me encontraba trabajando en un libro sobre Santurce en las décadas de los 1930 y los 1940, eran otras las preguntas.
La gente, la mayoría de la cual ya no residía en Santurce, quería saber si tal o cual sitio o incidente de su juventud aparecerían en el libro. “¿Vas a mencionar los cantantes en El Nilo en la 22?” “¿Vas a hablar de El Esquife?” “¿Te recordaste de poner algo sobre la Central High?” “¿Y los bailes de bomba, van a estar?”
Ese apego por unas memorias fugaces de los años mozos mostraba que no todo del Santurce en su época dorada era irrecuperable. Allá, en las urbanizaciones y los centros comerciales de la periferia metropolitana, se cultivaba una memoria selectiva de un Santurce de vecindarios, de colmados que fiaban y sus mensajeros llevaban la compra pedida por teléfono a la casa, de farmacias donde se tertuliaba de noche, de cines de 50 centavos la entrada y barberías donde se leía y comentaba el periódico El Imparcial.
La gente con esas memorias ocasionalmente regresa a las calles de sus andanzas juveniles, y vuelve atribulada porque no encuentra los ecos de sus risas, las huellas de sus correrías.
Escribir Santurce requirió eludir los lazos que tendía la nostalgia y tratar de atisbar un pasado que no era ni tan idílico como lo evocan los memoriosos, ni tan triste como lo pintaban sus detractores. Los Libros de Novedades de la Policía de Puerto Rico y los censos federales de 1930 y 1940 resultaron ser los mejores instrumentos para desempolvar ese pasado y traer a la luz sus perfiles. En los censos, cuyas planillas familiares son ahora accesibles, uno podía ver la instantánea de un hogar en un momento dado en el tiempo, las edades, las ocupaciones, la escolaridad, el desempleo y los parentescos.
En los Libros de Novedades de los cuarteles de Barrio Obrero, Parada 15, Calle Loíza y Parada 19, las querellas, las denuncias, los arrestos, los niños realengos, los ancianos errantes, los fuegos, las manifestaciones y huelgas, los mítines políticos y las celebraciones se confunden y se suceden. El Libro de Novedades te da cruda, sin procesar y como llega de la calle, la querella, la denuncia, la noticia del arresto, la provocación y la alteración a la paz. Desde el ojo del retén, tú miras la calle y registras sus impulsos, y las palabras citadas textualmente del borracho te hacen escuchar los rencores, los miedos, las aspiraciones y los desafíos del trabajador el sábado por la noche.
La información que recogí fue abundante; tanta, quizás, que pudiera haber escrito tres libros en vez de uno. Me interesó la gente, no las estructuras ni las instituciones: quiénes eran los santurcinos entonces, dónde vivían, en qué se ocupaban, cómo se relacionaban entre sí, cómo transgredían, cuáles eran sus imaginarios, calendarios y rutinas.
El libro resultante, Santurce y las Voces de Su Gente, ha chocado a algunos por la vulgaridad y crudeza del lenguaje, pero si uno quiere escuchar las voces de toda la gente y las cita directamente, es inevitable que la alteración a la paz, la violencia doméstica, el abuso y la manifestación pública contrasten vivamente con la cita azucarada de la página social del periódico, el pensamiento mesurado expuesto en la carta al editor o el lenguaje publicitario de los comercios.
Alguna gente hubiera querido que uno se quedase en el Condado y Miramar; pero yo creo que ya han figurado bastante en otros libros. Hubo quien esperase más lenguaje religioso o político, que se hablase más de música y arte, que se celebrasen las glorias de los hipódromos o las competencias de pista y campo de las escuelas. Hay mucha tela ahí para otros libros, y hay cancha amplia para muchos otros autores.
Pero no quiero hablar de los libros que no escribí, sino del que es, y lo que significó para mí, escribir Santurce.
Ser el más pequeño en una familia en que todos leían y hablaban de lo que leían era un reto para un niño de cuatro años. A esa edad entré en el kindergarten de Violeta Biascoechea, inaugurado en 1945 frente a mi casa. Aprendí a leer entonces, pero no en el kindergarten. El Imparcial llegaba todos los días a casa, pero eran los sábados y los domingos cuando yo era el primero en recogerlo. Buscaba el generoso suplemento de los muñequitos y miraba ávidamente los recuadros. En cuanto alguna de mis hermanas desayunaba, yo pedía que me leyera lo que decían mis personajes favoritos: Brick Bradford, el del Globo del Tiempo, El Fantasma, el Príncipe Valiente, Roldán el Temerario.
Yo retenía lo que me leían. Un día una de ellas me dijo que si quería entender los muñequitos que aprendiera a leer, y oyendo lo que me leía empecé a ver en las letras sus palabras. Me las memorizaba. Así aprendí a leer, no en la escuela, sino en casa.
Aprendí a leer por mi cuenta porque me interesaban los héroes sabatinos y dominicales y soñaba compartir sus aventuras, viajar con Brick Bradford y Diana en el Globo del Tiempo, seguir al Fantasma (que también tenía su Diana) por las veredas de África, donde había leones y elefantes, ir a torneos con el Príncipe Valiente, desafiar con Roldán el poder de Mongo el Emperador. De soñar e imaginar entonces vino el deseo de escribir.
Comparado al mundo de mis héroes, Santurce me parecía entonces muy seguro y rutinario. No había invasores ni naves espaciales, ni aztecas con sus disfraces totémicos. Las rutinas eran predecibles.
Por la Family Court pasaban los billeteros, los dulceros, los amoladores, los vendedores de escobas y escobillones. A la casa llegaban los dependientes del colmado, los carteros, los repartidores de periódicos, los limosneros. Para todos había espacio, atención, deferencia o indiferencia, según la ocasión. Llegaban las visitas, las informales, que mi padre atendía en el balcón, las formales, en la sala. Todo esto era antes de la televisión.
De niño yo no me fijaba en ese Santurce, ni veía en él nada extraordinario, nada comparable a la finca de café de la abuela en Cayey, mucho menos a las aventuras que empezaba a leer en los libritos que mi padre me compraba en la librería Rodríguez Nieves en San Juan.
Si yo quería escribir no era sobre las carretas de caballo vendiendo Fuerza, ni sobre la farmacia, el colmado, el cine, o la zapatería en la calle Loíza. Lo que me parecía rutinario no tenía atractivo para quien quería viajar en el Globo del Tiempo.
Tuve que crecer y alejarme de aquel mundo, vivir en otros países, conocer otros escenarios, estar mucho tiempo fuera, y finalmente, como Ulises, llegar de vuelta, y encontrar que todo estaba trastocado. Ya no había vecindario, ni colmado, ni cine, ni zapatería, ni barbería. Todo el mundo se había mudado, el flamboyán en la esquina había desaparecido, y ya no gritaban “¡Fuerza! ¡Fuerza!” en la calle Loíza, y lo que era peor, la casa donde yo había vivido los primeros 18 años de mi vida había desaparecido en un fuego.
Desde entonces quise escribir Santurce, no para idealizar lo que había perdido, ni para lamentar el paso de lo que, a fin de cuentas, era efímero, sino para celebrar un momento en la historia, y reconocer que el viaje necesario en el Globo del Tiempo lo había emprendido sin darme cuenta.
El autor es historiador y profesor en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.