La semana pasada el joven puertorriqueño Esteban Santiago, se convirtió en el nuevo foco del terror y el miedo en los Estados Unidos.
El veterano de la guerra de Irak no pudo más con las voces que oprimían su mente y decidió acallarlas descargando su pistola semiautomática de nueve milímetros contra los que imaginaba eran sus enemigos en un aeropuerto en el estado de Florida.
Cinco personas muertas y otras seis heridas fue el saldo inicial de esta nueva secuela de la llamada “Guerra contra el terrorismo” que amenaza con cobrarse otra vida: la del propio Santiago, a quien las autoridades estadounidenses decidirán próximamente si le aplican o no la pena de muerte, a pesar de su evidente estado de salud mental.
Santiago no ha sido el único veterano que ha vuelto con la mente deshecha de la “Guerra contra el terrorismo” que se ha lidiado en Irak y Afganistán durante el presente siglo. Son varios los excombatientes que han regresado de esos conflictos portando el terror que han sembrado en tierras lejanas a su homeland. Véase los casos de Gavin Long, exmarino de la guerra de Irak y Micah Johnson, veterano de la guerra de Afganistán quienes asesinaron a varios policías en Estados Unidos el año pasado.
Los tres perpetradores tienen algo en común: pertenecen a grupos minoritarios en Estados Unidos; minorías marcadas por la marginación y la pobreza.
Sí, la llamada guerra contra el terror también se vive en “casa”, si por casa entendemos la tierra donde habitan nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros padres y amigos. Esa insulsa lucha ha retornado a su lugar de origen cual bumerán.
Los frentes de batalla se expanden y llegan a casa porque al llevar a soldados jóvenes a una cruenta guerra para los que no han sido suficientemente preparados, sus cabezas y corazones estallan ante el horror vivido e infligido. La situación se complica cuando el sistema que los lleva a combatir por intereses y causas difusas, los abandona y desecha cual excedente en una cadena de producción en masa cuando claman auxilio.
Pero Estados Unidos no ha sido el único que ha recibido el golpe del bumerán del terror. También Europa lo ha sentido, no solo por los atentados recibidos en su propio suelo que ha segado la vida de decenas de sus ciudadanos, sino por el arribo a sus fronteras de millares de hombres, mujeres y niños que huyen despavoridos de los conflictos bélicos de sus países de origen, presos también de la llamada guerra contra el terror.
Pasando balance sobre este conflicto bélico, que las principales potencias económicas han emprendido desde el 2011, la entidad Reporteros Sin Fronteras cuestiona en el artículo “Verdad y mentira de la guerra contra el terror” qué se ha conseguido. Varios años de cruentos enfrentamientos, cientos de miles de muertos y millones de refugiados “¿Y todo ese terror, para conseguir qué?”, se preguntan.
El inventario del saldo publicado por el portal español elmundo.es hace unos años atrás, estremece. En el artículo “La factura de 11 años de guerra contra el terrorismo” publicado en el 2012, ese diario informa que hasta ese entonces en Irak habían muerto 4,446 soldados estadounidenses, 179 británicos y 139 de otras nacionalidades.
Asimismo, indica que aunque nadie conoce con exactitud la cifra de los muertos iraquíes, un equipo de investigadores de la Universidad Johns Hopkins, en un estudio publicado en la revista médica The Lancet, situó esa cifra en 600,000.
Por otro lado, en Afganistán, habían caído para esa fecha 2,114 estadounidenses y otros 1,059 de otras nacionalidades. El reportaje explica que por la pobre infraestructura de ese país es muy difícil saber las cifras de muertos del bando contrario y los civiles.
Afirma que las dos guerras ya han costado al contribuyente estadounidenses 1.37 billones de dólares. A esto también habría que añadir el aumento en el precio del petróleo y el gasto en Estados Unidos en seguridad doméstica, así como la pérdida de derechos civiles relacionados con la garantía a la privacidad e integridad física.
En su ensayo “La sociedad del riesgo”, el sociólogo alemán Ulrich Beck dice que en nuestras sociedades globalizadas los riesgos afectan más tarde o más temprano a quienes los producen o se benefician de ellos”. Por tanto, afirma Beck, “los riesgos muestran en su difusión un efecto social de bumerán, pues también golpean a sus centros de su producción”. Enfatiza que “caen en el remolino de los peligros que desencadenan y de los que se benefician”.
Su apreciación parece una nítida descripción de lo que experimenta con mayor frecuencia la sociedad estadounidense a partir del presidente George W. Bush haber iniciado la guerra contra el terror en el 2001. Los tres incidentes mencionados anteriormente parecen darnos una clara señal de ello.
Sin embargo, cuando ocurren tragedias como las protagonizadas por estos tres veteranos de guerra inmediatamente se le busca al victimario un lazo con los grupos radicalizados islamistas, pasando por alto el verdadero epicentro de estos focos de violencia a los que rápidamente califican como actos de terrorismo.
En el caso de Long y Johnson mucho tuvieron que ver sus actos violentos con la impunidad con que se efectúan crímenes raciales contra la población negra, otra forma de promover el terrorismo doméstico.
Curiosamente, previo a sus acciones, Long grabó un video donde advertía a su audiencia que si algo le sucedía no quería que se le representase como un afiliado al Estado Islámico, un grupo extremista que surgió tras la guerra de Irak y Siria y que al igual que Al Qaeda, se distingue por la perpetración de violentos actos contra civiles.
“I’m affiliated with the spirit of justice”, dijo Long. “Nothing else”, afirmó (The Guardian;18 de mayo de 2016).
Por otro lado, en los casos del club nocturno Pulse en Orlando (donde murieron 49 personas) y del centro para discapacitados en San Bernardino California (donde murieron 14 personas), pareció primar la Ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente). En estos últimos dos incidentes los perpetradores fueron vinculados al Estado Islámico.
Violencia engendra violencia
En su brillante ensayo “La nueva guerra contra el terror”, el filósofo y crítico social estadounidense Noam Chomsky plantea que “el terror es el uso calculado de la violencia o de la amenaza de violencia para lograr objetivos políticos o religiosos a través de la intimidación, la coerción, o la provocación de miedo”.
En ese texto Chomsky expone que fue el propio Estados Unidos quien irrigó el semillero de las primeras células del terror allá para la década del 1980, cuando Rusia buscaba plantar bandera en Afganistán.
De acuerdo con él para ese entonces la Agencia Central de Inteligencia federal (CIA, por sus siglas en inglés) logró organizar un “increíble ejército mercenario” de unos 100,000 hombres, juntando a los mejores asesinos, fanáticos islamistas radicales de África del Norte y Arabia Saudita. A menudo los llamaban los afganis, porque muchos de ellos, como Bin Laden, no eran afganos.
Más tarde esos mismos grupos se volvieron contra Estados Unidos, cuando este país estableció bases militares permanentes en Arabia Saudita, lo que consideraron como una afrenta, una herejía contra su fe, pues es ahí donde se encuentran los sitios más sagrados del Islam. Su primer gran golpe fueron los atentados contra Washington y Nueva York en septiembre de 2001.
En casos como estos se hace más vigente que nunca la célebre frase del político mexicano Benito Juárez: “Entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. No conocer al otro, no valorar sus costumbres culturales y religiosas y pretender apropiarse de sus riquezas fue el caldo de cultivo de este terror doméstico que nos asedia y que gira y gira en torno nuestro como un bumerán.