Casi dos millones de universitarios estadounidenses requieren atención psicológica.
Los problemas por abusos de sustancias han dado paso a la depresión, las autolesiones e intentos de suicidios. La eliminación del estigma de las enfermedades aumenta la demanda de ayuda, pero faltan profesionales en los campus.
Estados Unidos reflexiona estas semanas si Jared Loughner, autor de los disparos que causaron la muerte de 6 personas y dejaron heridas a otras 13 en Tucson a principios de enero, y Seung-Hui Cho, responsable de la masacre de Virginia Tech en 2007, fueron estudiantes con problemas mentales que se resbalaron por las rendijas de un sistema de atención fallido en sus respectivas universidades o síntomas de un problema más amplio. El diez por ciento de los universitarios estadounidenses requieren ayuda psicológica, según un estudio realizado durante el curso académico 2008-2009 por la Asociación de Psicólogos de Universidades. Son 1.8 millones de estudiantes en todo el país. El reto no es sólo el número de alumnos: cada vez son más, cada vez necesitan ayuda más continuada y cada vez presentan trastornos más graves.
La mitad de los estudiantes que requieren ayuda -un 52 por ciento- tienen problemas relacionados con relaciones sentimentales, problemas de identidad, académicos, etc. Pero otro 48 por ciento sufre problemas más graves. Ansiedad, depresión, pensamientos suicidas o falta de control sobre sus impulsos, con importantes consecuencias para su vida académica. La mayoría reciben tratamiento con éxito. Un 7 por ciento, sin embargo, no pueden ir a clase sin asistencia psiquiátrica constante.
Al rescate están los equipos de psicólogos, psiquiatras y terapeutas de los centros de salud de las universidades. Combaten la creciente demanda de ayuda a pesar de los recortes por la crisis económica y la aparición de nuevos tipos de pacientes. Si hace una década apenas había estudiantes diagnosticados con problemas psiquiátricos, ahora sí. Si entonces predominaba el abuso de sustancias tóxicas, ahora predominan los intentos de suicidio, autolesiones y víctimas de abusos sexuales.
Más estudiantes, menos ayuda
El Centro de Salud de American University, en Washington, ha visto un incremento del 20 por ciento en el número de pacientes en sólo dos años. Pero la crisis ha congelado los presupuestos -incluso en las universidades privadas- y no hay inversión en servicios de salud. Hay nueve psicólogos en plantilla y 25 residentes de psiquiatría sirven a una comunidad de 12.000 alumnos. Hace dos años cualquier estudiante que necesitara atención psiquiátrica a largo plazo podía recibir todas las sesiones de terapia que necesitara. Ahora sólo tienen personal para 20 sesiones por curso académico. Cuando el estudiante necesita más, la universidad tiene que recomendarle un psiquiatra o terapeuta de otro centro médico.
“Nuestro objetivo principal es ayudar a los estudiantes a que consigan sus objetivos académicos y responder en momentos de crisis que surgen inevitablemente tanto en sus vidas personales como profesionales”, explica Tim Calvey, director adjunto para Prevención y Asistencia del Centro de Salud de American University. Sin embargo, las peticiones de ayuda psicológica continuada se multiplican. A los estudiantes con ansiedad o depresión se suman los que ya recibían tratamiento antes de entrar en la universidad.
El trabajo de Calvey, además de la atención a pacientes en consulta, también está en las aulas, las residencias de estudiantes y con los profesores. A comienzos de cada semestre, organiza talleres para aumentar el nivel de conciencia sobre problemas mentales en la comunidad universitaria. Los tres grupos con más demanda son talleres para manejar el nivel de estrés, conocimiento personal -para afrontar el primer año fuera de casa o problemas en las relaciones personales- y uno lanzado este mismo año, para víctimas de abusos sexuales.
El perfil de paciente con el que más trabajan es un estudiante de primer curso (18 años) que tiene que ajustarse a la vida en el campus, fuera de casa. Algunos vienen de otros países y muchos de los estudiantes norteamericanos, según Calvey, son los primeros miembros de su familia que acceden a la universidad. “El nivel de presión con el que llegan es muy alto”, comenta. “Desarrollan estrés, ansiedad o depresión y muchas veces termina afectando a sus estudios”.
Pero en los últimos años, la consulta de Calvey -como en muchas de todo el país- ha visto que cada vez llegan pacientes con problemas mentales crónicos y severos. Son estudiantes que recibían tratamiento antes de llegar a la universidad y que hace unos años no habrían podido continuar con su educación, pero ahora la medicación se lo permite.
El estudio muestra que el 25 por ciento de los pacientes universitarios toma medicación para tratar sus problemas psiquiátricos. El aumento es notable en los últimos años. En 2000 eran el 17 por ciento de los pacientes. En 1994, el 9 por ciento.
Enfermedades y trastornos sin estigma
“Cada vez está menos estigmatizado el hecho de necesitar atención psicológica o psiquiátrica, por lo que son los estudiantes los que vienen, no les cuesta decir que necesitan ayuda”, comenta Calvey. Pero al mismo tiempo, el entorno actual les impide desarrollar su vida académica al completo.
“Se sienten presionados por la tecnología, el ritmo tan rápido que ha cobrado todo, los requisitos académicos y el nivel de competencia por conseguir un buen trabajo o entrar en determinados programas”.
El deterioro de ese estigma hace que los estudiantes informen al centro de salud si perciben que uno de sus compañeros necesita ayuda o está en problemas. Sin embargo, los médicos de la universidad perciben que esto no puede aplicarse a toda la comunidad. Los estudiantes de color, sin recursos o de culturas en las que la salud mental es un tabú, todavía están lejos de acudir a una simple consulta.
Y como en otras situaciones, eliminar el estigma no elimina el problema. Para una estudiante de American University diagnosticada con depresión y que prefiere no ser identificada, la falta de estigma sobre las enfermedades y trastornos mentales no ha mejorado la situación de los estudiantes.
“Nadie tiene información sobre esto y nadie sabe cómo ayudarte. No es como cuando te rompes un brazo y pueden ayudarte o te operan y pueden ir a verte al hospital. Hay menos estigma porque todo el mundo cuenta si están tomando esta u otra pastilla o si van a terapia, pero eso no hace que la gente hable de cómo evitar que llegues hasta ahí o qué soluciones hay”, lamenta la estudiante.
Según Calvey, uno de los retos de los centros de consultas es precisamente la prevención. Que los estudiantes sepan qué recursos existen y a dónde acudir cuando necesitan ayuda.
El 16 de abril de 2007, Seung-Hui Cho, un alumno de Virginia Tech disparó causando la muerte de 32 personas en el campus de la universidad, antes de suicidarse. La comunidad había intentado anteriormente que accediera a recibir ayuda psicológica, aunque la universidad no puede revelar si fue tratado o no. La mayoría de los centros universitarios norteamericanas reaccionaron creando un plan de emergencia. Pero no era solo un plan de evacuación o el protocolo de reacción para un caso similar. Han desarrollado planes a seguir cuando un estudiante muestre signos de aislamiento, dificultad para participar en la vida académica, problemas en las clases o que pueda suponer una amenaza para su propia seguridad o la de los demás.
“Desgraciadamente, el comportamiento humano no es predecible”, comenta Calvey. Es la conclusión a la que han llegado cientos de profesionales que desde 2007 se preguntan qué podía haber hecho la comunidad universitaria para prevenir una situación así. 103 universitarios se suicidaron en el curso 2008-2009 en todo Estados Unidos, pero sólo 19 de esos casos habían llegado a los centros de atención psicológica del campus. La Asociación de Psicólogos de Universidades estima que uno de cada 12 estudiantes ha diseñado un “plan para suicidarse”.
¿Víctimas o amenaza?
“Siento que con lo que ha pasado los últimos años la gente está confundiendo las dos cosas. Pero simplemente porque padezcas depresión no quiere decir que vayas a ser violento. Hay más probabilidades de que te hagas daño a ti mismo que a cualquier otra persona”, comenta la estudiante.
Calvey afirma que la universidad ha visto un aumento de las referencias por parte de otros estudiantes y profesores cuando sienten que un compañero podría necesitar ayuda o tener un episodio violento: “Desde la masacre en Virginia Tech cada vez trabajamos más para detectar a ese tipo de estudiantes”.
Definen el primer síntoma como “una pérdida de contacto con la realidad que les rodea”.
“Hemos creado un sistema que permite a cualquier estudiante o profesor enviarnos un mensaje para alertar de un estudiante que necesita ayuda”, explica. A partir de ahí, los profesionales del centro identifican al estudiante y empiezan a contactar con su entorno, recaban toda la información posible, contactan con él o con su familia y determinan los pasos a seguir. Todo ello sorteando una red de reglas de confidencialidad, trabas legales y la burocracia de las aseguradoras médicas privadas.
Sin embargo, la primera visita está lejos de ser la solución final. Algunos estudiantes no tienen cobertura sanitaria, por lo que no pueden financiar la medicación o las sesiones de terapia. Otros tienen el seguro privado de su familia, pero rechazan la atención médica para que no aparezca en su historial o sus padres sepan que están recibiendo ayuda.