En Latinoamérica saben muy poco de la dimensión en la que vive Puerto Rico; es que como a veces no aparece nuestra bandera en los diccionarios de todas las banderas del mundo, ¿pues a quién se le recrimina eso? Me limito a los dos países en los que transcurrí entre junio y julio de este año: Colombia (Bogotá y Barranquilla) y Chile, la parte más odiada y la que dicen los del norte y los del sur que no es Chile: el afrancesado Santiago.
Me tocó innumerables veces – sobre todo a taxistas – contarles el cuento increíble y frondoso de Puerto Rico, una isla cerca de Cuba y de Juan Luis Guerra; un país cuyos habitantes no saben conjugar verbos en español, según suponen, y que The New York Times es nuestro periódico principal. Do you understand? Tampoco saben cómo demonio los portentosos gringos se ganaron la Isla. Algunos consideran que dado que tenemos una de las ciudadanías más envidiadas del mundo y el dólar, somos parte de Estados Unidos en un completo espectro de inclusión y libertad comercial y que hasta que tuvimos algo que ver con el ascenso de Obama a Casa Blanca.
Me tocaba explicarles los hechos desde el estallido del Maine hacia acá: la venta en París, el limbo del 1900, los discursos estrangulados de Albizu, la Masacre de Ponce, los gobernadores militares designados por el Congreso, la transición de la Ley Foraker a la Jones, la concesión de la ciudadanía americana por razones bélicas y la consecuente aparición de “Luis Muñoz Gusano”, como Neruda lo denominó.
Ellos se asombraban: «¿Entonces ustedes son un pastel de maracuyá comprado por USA?», me preguntaban. Yo no quería contaminar las elementales conclusiones a las que ellos llegaban y le seguía sacando los hechos ferales que sabemos: estamos bien hundidos ahora, quizá seamos recordados como la Atlántida de este siglo; las decisiones de la Corte Suprema le pueden romper los espejuelos al gobernador; recién se empieza a decir que las leyes de cabotaje son inmorales; Hillary se ha propuesto retóricamente como nuestra Evita Perón y todos saben que si mañana Estados Unidos quiere, mañana mismo nos venden a China o al Vaticano, por encima de todos los piojos respetables que vociferen algo.
«¿Pero por qué los puertorriqueños no se indignan?» Esa pregunta ha nacido montones de veces en este intrincado siglo de circos fugaces, pero la formuló un taxista argentino radicado en Chile, verdaderamente atónito. Ellos me habían dado la respuesta, los chilenos quiero decir, porque yo casi pregunté lo mismo acerca de las atrocidades de la dictadura de Pinochet y me respondieron que la gente no se empantalonó como debían empantalonarse porque entendían que las supuestas torturas (pues nada era contundentemente verdadero bajo la dictadura) eran necesarias para el progreso: tener un televisor en la sala y cosas así.
Perfecto, miren, el puertorriqueño absorbe su realidad inamovible y perfecta en términos estomacales muy simples: podemos comer cuajito y McDonald’s tiene servicarro, Walmart ostenta los precios más bajos, podemos ir a Walt Disney World cuando nos dé mucha nostalgia, y Walgreens está siempre cerca “para darte una mano”. Señores taxistas: ante semejante cornucopia provista para nuestra hambre, nuestra higiene, nuestro aburrimiento y nuestra salud, ¿qué demontres importa si somos o no somos una fucking colonia?, piensa sin verbalizarlo el que lee Primera Hora. De hecho, el término “colonia” es un término jurídico cuyo peso sólo es grave en las tertulias de la universidad; para los de Ciencias Sociales y los de Humanidades es blasfemia, aberración geométrica. Fuera del cuadrángulo, allá, en el sobreseído Commonwealth, donde “la plebe es Roma” y las carreras cortas prometen empleos a tutiplén: el término jurídico es un trasto sin resonancia que a nadie conmociona. A ese puñado de boricuas trogloditas que comen serpientes: es como darles el cuento de Jorge Luis Borges El Inmortal para que lloren; no van a llorar ni van a ver el pozo en medio del laberinto.
Asimismo, hay algo que comprenden bien los taxistas de Latinoamérica: que Marc Anthony y todos nuestros ruidosos artistas de potos enormes y gafas inextricables han alcanzado esos sitiales de gloria, no por talento propio ni vozarrón, sino porque el magnánimo poder de Estados Unidos les ha dado esa visibilidad. Eso es verdad: ellos son visibles; la isla que come corned beef, no. Por eso en la Isla están levantando un monumento tremebundo a Cristóbal Colón más grande que la Estatua de la Libertad: a ver si nos ven al otro lado del horizonte.
Un estudiante de Derecho de la Universidad de Chile me dijo que una profesora les refirió el hecho de que la política en la Isla del Encanto es tan patética que Daddy Yankee fue el moderador de un debate pre-elecciones. (Después investigué la veracidad de lo referido: en efecto, fue organizado por el Sistema Universitario Ana G. Méndez). Aquel anuncio inverosímil debió conmocionar al aula repleta de la facultad de Derecho. Pero, ¿se esperaba menos? Una isla en la que los reguetoneros deciden la veleidad política de quién será el nuevo terrateniente coronado es como encontrarse en un desierto una “tierra madre de monstruos”, como sucede a un viajero en un cuento de Borges. Yo no recuerdo eso de Daddy Yankee, le respondí, porque de verdad no lo recordaba. Seguramente pasé indiferente por esa alfombra sin trascendencia de la historia puertorriqueña, pero no me causaría sobrecogimiento en dar para atrás en los anales históricos y encontrar extravagancias como un Mesías subiendo en una grúa a las alturas desesperado por los votos católicos y evangélicos; y más adelante de los sucesivos espejismos eufóricos: a una mujer lívida vestida de amarilla gritando por encima de la música 1 2 3 Fuerza Positiva…Estamos con Sila. Esa que decía «Mira qué linda» y todos los otros pelagatos honorables que condecoraron los cuatrienios, todos ellos que entraron a los cierres de sus campañas con música de Star Wars y bebieron té en Fortaleza, nos llevaron a los estertores de hoy: He aquí la Grecia del Caribe que todavía no se conoce como colonia.
¿Quién entiende que una isla compre más barato el café importado que el café que se siembra en sus propias cordilleras? Se rumora que se vienen abajo las haciendas cafetaleras. La última la paga el diablo, pensaron montones de senadores antes de recogerse en sus retiros soleados con sus nietos. Aquí, rojos y azules, han sabido muy bien repartirse las culpas. Los azules honran a un José Celso Barbosa anterior a su decepción con Estados Unidos, y los rojos se acometen entre ellos en el fangal del “estatus quo” que les dejó su padre Abraham como herencia. Hay mucho profesor también que trema ante la idea de que la muerte entre en Palacio.
Sí, respondí a todos los taxistas que conocí en Latinoamérica: todo ese bullicioso melcocho irreal de próceres y salseros y senadores asfixiados y papeles dormidos y detonaciones y desfalcos, todo eso es el latifundio lleno de monumentos millonarios del que provengo al que le queda un pulmón en funcionamiento.
¿No es bello este actual triperío? El diccionario tiene la acepción aceptada: “tripero”, que es un vendedor de mondongo. Sin embargo, aquí se usa como: reguero de tripas, tal como tan bien se entiende y lo usa Luis Sepúlveda en su novela: Un viejo que leía novelas de amor
¿Por qué habríamos de indignarnos y ser testarudos hacia la voluntad del Congreso? Mejor bailamos cheche colé para mayor gloria de Dios y de los hombres. Los colombianos vociferan algo contra su situación actual muy cerca de lo que nos toca a todos los habitantes de la isla cuarteada: “Este país es un verguero”. En consecuencia, no podemos pedir otra salsa para bajarnos el voluptuoso pollo que nació a fuerza de estrógeno. Y este verguero de tripas nos lo vamos a comer completito: molleja, corazón, hígado, intestinos, vesícula, estómago, ácidos y todo lo adiposo que viene adentro. Yes sir, yes ma’am, haga espacio: porque hasta la mierda viene incluida.