La muerte de Hugo Chávez Frías (1954-2013), víctima de un cáncer, cierra un capítulo de la política venezolana en el que el autoproclamado como líder bolivariano supo conjugar, durante los 14 años de su mandato, la tradición caudillista propia de la región con un discurso populista articulado en torno a la defensa de los más desfavorecidos.
Extrovertido y mediático, su retórica incendiaria le convirtió en uno de los líderes más controvertidos y carismáticos de América Latina de los últimos años y en un actor importante de la política internacional.
Nacido en Sabaneta, en el centro agrícola del estado de Barinas, fue un alumno estrella de la academia militar hasta llegar a comandante en 1991.
Un año después, se dio a conocer en Venezuela y el resto del mundo tras perpetrar, junto a otros oficiales, un fallido golpe de Estado para derrocar al entonces presidente Carlos Andrés Pérez. Tras permanecer dos años en la cárcel, obtuvo el indulto presidencial a cambio de que abandonase el ejército.
Lejos de dejar la esfera pública, Chávez supo reciclarse y lanzar su carrera política, presentándose a las elecciones presidenciales de 1998. Con un discurso centrado en la justicia social y las políticas en favor de la clase trabajadora, conectó a la perfección con una sociedad venezolana cansada de la élite gobernante y que lo aupó al Palacio de Miraflores, para ya no descabalgarlo hasta su muerte.
Comenzó entonces la era Chávez en Venezuela, marcada por una particular forma de entender el socialismo del siglo XXI, con el que creyó continuar la revolución iniciada por Simón Bolívar.
El goteo de decisiones polémicas fue una constante durante sus mandatos, como la nacionalización de diversos sectores de la economía, la expropiación de terrenos en nombre de redistribución de la riqueza o la modificación constitucional que le permitió optar a la reelección indefinidamente.
El líder bolivariano fundamentó gran parte de su proyecto político en los ingresos derivados de la industria petrolífera, que le permitieron implementar una amplia agenda de programas sociales en vivienda, salud o educación, que resultó decisiva para mantener la devoción entre los sectores menos pudientes.
Otro de los ejes fundamentales sobre los que cimentó su retórica populista fue la lucha contra el capitalismo y el “imperio yanqui”, en la que encontró aliados naturales en países como Siria, Irán o Cuba. Vínculos que en ocasiones le costaron la reprobación de parte de la comunidad internacional. En especial su alianza con Fidel Castro, en quien Chávez encontró un mentor, referente político y un apoyo fundamental en la defensa de sus políticas.
Amado y odiado casi a partes iguales, Chávez polarizó a la opinión pública tanto en su país como en el extranjero. Sus defensores le idolatraban por considerarlo un ferviente defensor del sistema democrático y de la clase trabajadora. Por contra, sus detractores veían en él poco menos que a un caudillo populista que tenía secuestrada la democracia de su país, para ponerla al servicio de su ego y de una clase política corrupta.
El máximo exponente de esta polarización se produjo en el año 2002, cuando los enfrentamientos entre simpatizantes y contrarios a Chávez, enmarcados en una huelga general que duró tres días, terminaron con varios muertos. Todo ello desembocó en un golpe de estado orquestado por la oposición que mantuvo a Chávez fuera del poder durante 48 horas. Finalmente, la presión internacional y el masivo apoyo popular y de una parte del ejército que recibió el líder bolivariano lo devolvieron a la presidencia.
Tras sobrevivir a cuatro elecciones presidenciales, a un referendo de revocación e incluso a un golpe de estado, Chávez perdió la batalla de la vida frente al cáncer después de más de dos años de lucha contra la enfermedad.
A pesar de sus esfuerzos por dejar atada la continuidad de su revolución, al nombrar como sucesor a Nicolás Maduro, la muerte de Chávez abre un abismo en la política de Venezuela que dibuja un futuro incierto en el país, cuyas incógnitas solo podrá disipar la voluntad del pueblo venezolano.