Fernando -como le llamé siempre luego de que ofició mi ceremonia matrimonial- usaba un adjetivo que intercalaba muchas veces en las conversaciones coloquiales con los estudiantes: “reguerete”.
Almorzábamos lengua mechada en una fonda de Puerta de Tierra, a donde convidaba al corillo de estudiantes pelaos que investigaban diariamente en el Archivo General de Puerto Rico (ARGPR), cuando la escuché por primera vez de su voz corpulenta. A diferencia del significado literal del adjetivo, en aquel momento la usó para significar “cantidad” y no “desorden”. Se refería al inmenso caudal de historias que podríamos armar y narrar usando los ricos repositorios documentales de nuestro archivo y biblioteca nacional. Claro, siempre advirtió que de antemano definiéramos nuestros temas de investigación con preguntas pertinentes.
Su fiel y cotidiana adhesión a la investigación de archivo –antes de tener carnet de conducir le vi llegar al archivo en la guagua número 1 incontables veces – y su infranqueable compromiso con los marginados, le hizo el historiador más familiarizado con fuentes documentales imprescindibles para escribir la historia de las gentes sin historia. Es él quien pone en escena el registro de jornaleros enlibretados, quien destaca la importancia del enjundioso fondo de juicios verbales, y quien alerta sobre la importancia del Fondo de la Policía y sus series de Novedades y Querellas, entre otras. Su encuentro de estos fondos fue un hito en un momento en que la historiografía puertorriqueña rompía en claro con lo que se llamó la historia del procerato y, con cierto cinismo- la vieja historia.
Siempre dispuesto a compartir pistas que te llevaran a salir de los laberintos de la investigación, y siempre abierto a sugerirte nuevos temas, Fernando ayudó a definir nuevos ángulos teóricos y metodológicos a los estudiantes y nunca renunció a aceptar aquellos temas de investigación que para la historiografía del main stream parecían descabellados o poco pertinentes.
En sus cursos de historiografía y crítica histórica Fernando fue un consecuente postulante de que la buena narración y la poiesis no estaban reñidas con la sustentación documental y el rigor del cuestionamiento a la evidencia. En su evolución epistemológica, Picó reconoció las trampas ocultas que pone el lenguaje escrito al momento del historiador representar el pasado. Pero razonaba que la evidencia documental era importante para imprimirle al relato fortaleza y grados de veracidad. Igual, pensaba que las notas al pie de página no eran alardes de sabiondez o estrategias de copistas medievales, sino códigos abiertos a sus campos de lectura, transferencias de pistas, ángulos y referencias para los nuevos investigadores.
Su profundo amor y compromiso con la enseñanza y los estudiantes podía llevarlo a ofrecer una clase con su guayabera blanca completamente empapada de un aguacero tropical vespertino, o manchada de un sopón de gandules con bacalao que se le volteó sin querer al mediodía. Así lo hizo antes de la clase, un día que me invitó almorzar en el antiguo comedor de la facultad para dialogar sobre mi propuesta doctoral. Su obligación era tal, que rehusó mi oferta de llevarlo a Caimito por una guayabera limpia, pues la clase era a la 1:30 pm.
Su devoción y su profundo respeto a no subestimar la inteligencia del desfavorecido lo llevó a desarrollar, a contracorriente y salvando miles de escollos burocráticos, el proyecto de Confinados Universitarios. Su primera etapa, a principios de los 1990, comenzó en el Anexo 292 de Bayamón. Luego lo extendió a varios pueblos de la isla que tenían esa ideal combinación que solo un visionario cómo Fernando podría descubrir: instituciones universitarias cercanas a instituciones penales.
Por eso, y muy calladamente, llevó el proyecto a varios otros penales, incluyendo Punta Lima en Naguabo y El Mangó en Humacao. A ambas cárceles trasladó a confinados de máxima seguridad que querían comenzar o terminar sus grados de bachillerato. Los muchachos -como les llamaba-, apostaban al proyecto, con todo y la carga moral de sus delitos, porque sabían al dedillo que las instituciones carcelarias- por ineptitud o falta de voluntad- jamás podrían rehabilitarlos. Fernando, por su parte, entendió a fondo que un confinado, aun remolcando sus delitos, podía dar el paso a la libertad individual y a la responsabilidad personal y social por medio de la educación. Todo esto lo hizo sin protagonismos y a hurtadillas, ingeniándoselas para convencer a las autoridades penales y universitarias de la humanidad del proyecto y de sus beneficios sociales.
Hace poco, encontrándome en Radio Universidad, alguien me tocó a la espalda. Cuando voltee, me encontré una sonrisa con el resplandor de un rostro enorgullecido. La persona me preguntó- ¿Te acuerdas de mí?- Era Ismael Cruz Cruz, un exconfinado, convertido hoy en todo un profesional, egresado del programa de comunicaciones de la Universidad de Puerto Rico en Humacao.
Ese reguerete de Fernando es su legado, hoy constituido ejemplarmente por un inmenso caudal de provocaciones historiográficas y conversaciones desafiantes con el taller del historiador, pero sobre todo inmensamente rico de amor a la academia y a la Universidad de Puerto Rico y de abnegación sin límites al servicio del otro.
¡Qué descanse en paz!