
El reloj que no tengo debería dictar la hora en que todos los niños de mi País entran al salón de clases. Junto a mis compañeros de trabajo tomo lo que, según la señora que me lo vendió, debería ser un café. Por suerte, unos pinos nos protegen del sol que más adelante nos espera.
Aguardamos en un patio grande y verde, para encontrarnos con el grupo de tercer grado de la Escuela Elemental Laboratorio de la Universidad de Puerto Rico (UPR). Cuando nos encaminamos al salón que los alberga, comienza a salir una hilera de criaturas, en sus manos cargan con unas cajas que parecen estar pintadas por ellos mismos.
Cuando le pregunto a una niña qué lleva en sus brazos, me dice que esa es su “cajita del amor”. Ella misma la forró y pintó. Adentro contiene diversos regalos que espera le gusten a la niña que pronto será la dueña de aquella caja.
Vamos camino a Villas del Sol, como parte de una iniciativa de un grupo de maestros de la Escuela Elemental de la UPR, junto a líderes comunitarios de la comunidad toabajeña. Todavía no llega la guagua que nos llevará a las Villas. Los niños de entre 7 y 8 años, como es de prever, rompen la fila y comienzan a mirarnos con curiosidad. Varios son retratados y grabados por los lentes de Diálogo.
Unos se ‘pasman’, otros hacen caso omiso de las cámaras. Algunos Impertinentes rayos de sol se cuelan por entre los pinos, los evito con la mano. Al poco rato llega tarde la guagua que nos llevará a nuestro destino.
Este intercambio pretende forjar un puente entre los niños de la Escuela Elemental de la UPR y los chicos de Villas del Sol. Ya una de las líderes comunitarias de la comunidad, Laura Motta, había ido a la Escuela para conversar con los niños e intercambiar impresiones sobre las carencias y necesidades de su comunidad.
La distancia socioeconómica entre ambos grupos de niños es obvia. A pesar de ser una escuela pública, la Elemental de la UPR, cuenta con hijos de gente –en su mayoría –bien acomodada. Afortunadamente, a la regla la confirma su excepción.
Adentro de la guagua y sin arrancar todavía le pregunto a uno de los niños qué vamos a hacer allá. Sonríe y le falta un diente: “le vamos a dar pam pam a los guardias y vamos a jugar con los niños”.
Estos niños saben, y mucho. Conocen del atropello, la utilización excesiva de la fuerza, la marginación de la cual Villas del Sol ha sido víctima. Quienes pagan los platos rotos, como siempre o casi siempre, son los infantes. Joan, la maestra del tercer grado, se asegura de que todos estén adentro y sólo entonces se enciende el autobús. En la guagua, la risa y los gritos de los niños anuncian el comienzo del día.
Detrás de mi asiento, Laura, una niña de la escuela, me cuenta atropelladamente de su abuelo de 73 años que pesca jueyes, de su encantamiento por las películas, de que encuentra aburridas las galletas María y que nunca ha ido hacia donde nos dirigimos, pero siempre ve las fotos de Villas del Sol en el periódico y se lo imagina.
Afuera el paisaje cambiaba, las casas, como si les hubiesen dado ‘chiquitolina’, se reducían en tamaño, la cosa ya no era tan verde como en la Escuela. Todo cambia, en contraste con el resto del paisaje. Estamos a punto de llegar y Laura me tironea de un hombro y me dice que aquello que ahora veía era como lo imaginó.
En la Villa
La guagua estacionó frente a un graffiti que lee: “La policía de Toa Baja en Villas del Sol no hace nada”. Al bajarnos había alrededor de 11 niños, algunos con sus madres, esperando quién sabe qué. Se saludaron. La maestra Joan hacía más fácil el trabajo y los presentaba.
Un perro con los ojos rojos, cansado quizá, correteaba sin mucho ánimo a un gallo. Laura Motta nos recibió y condujo, junto con el resto de gente y niños, a una especie de capilla ocupada por varias sillas colocadas en forma de círculo alrededor de una larga mesa.
En las mesas había unas cuantas pinturas y con ellas los niños de la comunidad pintan sus pancartas que leen: “Demandamos paz y respeto”, “Rechazamos la división entre los latinoamericanos”. Al rato llegó Maritza de la Cruz, quien es portavoz de Villas del Sol y ante la mirada absorta de los niños le daba alimento de su pecho a su criatura.
En torno a la mesa, la maestra intercala a los niños y, con paciencia, se van desatando los nudos que los separan y no los dejan compartir como en el fondo quisieran. Cantan canciones, se presentan nuevamente, se van relajando, pero no del todo.
A la pregunta de la maestra sobre qué significa: “Villas del Sol se respeta”, los niños hablan de que no se debe maltratar. Así se suceden las preguntas y llegan las respuestas de los niños de uno y otro lugar. Hablan de la necesidad de un hogar, de parar el abuso, del derecho a jugar. En Laura Motta reconocí un brillo en los ojos que más tarde enjugó con su mano derecha.
Salimos fuera de la capilla y todos los niños agarraron una pancarta y comenzaron a piquetear. Me llamaron la atención los mensajes que habían en las carteles improvisados. Mientras por a un lado habían textos escritos que exigían el derecho de vivir dignamente, en el reverso se anunciaban celulares, lujos y enseres eléctricos, a los que estos niños quizá no tengan nunca acceso. El sol arreciaba y se reflejaba en los pequeños charcos que se formaron en el cuarteado piso de tierra.
Pasada aproximadamente una hora, llegó el Pastor que todos esperaban y que pondría a los niños a jugar. En efecto, ataviado con una guitarra y un radio, el Pastor hizo sudar, saltar, reír a los pequeñines por un largo rato como para que todos terminaran exhaustos y alegres. Tanto niño jugando, por la simple alegría de jugar, era suficiente para que el tiempo allí no importara.
Luego de acabado el juego, un niño me llamó la atención. Me enteré que se llama Kelvin. ¿Puede un niño ser viejo? Difícil saberlo, pero este lo parecía. No jugó nunca, miraba al resto como desde otra distancia, que él quizá tampoco sepa explicar. Muchos de estos niños han tenido que envejecer antes de tiempo. No es extraño verlos cargar pailas de agua para ir al baño, cuidar a sus hermanitos, estar en la noche sentados a la luz de una vela o desvelados por las pesadillas que genera la violencia.
Me aparto un tanto de la gente y observo el deterioro en mi entorno, los pedazos de maderas, zinc.. la basura desparramada. Luego de andar por un camino de tierra llego al caño que está detrás de la comunidad. Huele raro.
Vuelvo a la capilla y me ofrecen pizza. Con dos pedazos quedo inflado. Luego de la comida, llegó la hora de la repartición de regalos. Las “cajitas del amor” cambiarían de dueño. Los niños de San Juan entregan sus “cajitas” a sus pares de la comunidad toabajeña, en tanto los chicos de Villas del Sol le entregan unos obsequios a sus visitantes.
Los jóvenes, aunque distintos, cada vez se sentían menos distantes. Surgieron los abrazos de parte y parte. Cuando llegó la hora del adiós cobró fuerza el anticipo de nostalgia, provocado por los afectos que acababan de nacer.
Los unos en la guagua y los otros a la entrada de Villas del Sol, se despidieron como pudieron, hasta que la visibilidad así se los permitió. Villas del Sol se hacía cada vez más pequeña ante nuestra mirada y, a medida que avanzábamos, las casas y edificios curiosamente comenzaban a crecer.