Y hablando de Dios. El calor se le hizo tan insoportable que un día de esos se compró una heladera de carnes, de las que son bajitas y blancas como el hielo que se les pega en las paredes. Tomó un porrón plástico de cuatro y medio galones y acabó con la tortura de las cuatro y media de la tarde. La carrocería, sometida al sol todo el día, hacía que adentro del carro el aire y los asientos llegaran a temperaturas inverosímiles. Tan altas eran esas temperaturas que cuando Herminio entraba en el auto para manejar hasta casa las peores escenas de violencia se le regaban por todo el inconciente. Como no reconocía los recuerdos en su cabeza pero seguía sintiendo un gran malestar espiritual debido al vapor que le atacaba sin tregua los poros, imaginó que la mejor manera de aliviar aquella afrenta era quitarse la piel todos los días a las cuatro y media de la tarde. Antes de montarse abría las ventanas, pero no era suficiente. Mientras el aire caliente de afuera lograba remover el aire infernal, estancado y testarudo de dentro, él hacía juegos mentales tratando de no sentir. Pero la piel es la piel y cuando se vio obligado a aceptar que su imaginación no daba resultado, optó por recurrir al hielo. Se inventó su propio sistema de enfriamiento. Todas las mañanas sacaba uno de los dos porrones llenos de agua hecha hielo y lo acomodaba en el carro detrás del asiento del conductor. Lo ponía dentro de una bandeja de metal que antes había servido para cocinar carne horneada y que ahora le servía para contener el sudor de su invento. Manejaba hasta el trabajo y estacionaba el auto en el mismo estacionamiento sin árboles disponible para los empleados. Allí dejaba a Lex o a Lutor (porque le había puesto nombre a cada uno de sus porrones) batallando entre el ser y no ser hielo en la inclemencia de clima que se formaba en aquella caja de metal y que bien podía cocinar un cerdo entero antes de que el pequeño hombre hubiese introducido su estratagema. (Cuando llegaba a casa metía el porrón de plástico en la heladera. Abría el “friser”. Los vientos helados que salían de adentro le provocaban siempre mucha felicidad, le producían sonrisas que le corrían por toda la piel de su pequeño cuerpo. Metía a Lex en su estado líquido y miraba a Lutor dándole las últimas formas a aquel pedazo de hielo enorme). Cuando Herminio llegaba al carro después de un día lleno de labores, se paraba frente al cacharro de metal que antes le provocaba los momentos más tortuosos de su existencia y abría las puertas de su paraíso. El Caribe entero se podía estar cocinando en su caldo de algas y Herminio recibía las bofetadas más frescas de aire que añoró cualquier caribeño jamás. Se atrevía a abrir la puerta del carro lentamente reproduciendo los encuentros amorosos que se le colaban del inconciente a su mente fresca y a sus pensamientos honrados. Se metía al auto, lo encendía y una vez el aire acondicionado estaba prendido hacían su encuentro dos aires helados dentro de aquel espacio y en otro acto de amor se abrazaban hasta fundirse en uno solo. Herminio, mientras tanto, limpiaba con un paño los sudores del hielo en los cristales. Antes de partir le daba una palmadita amistosa a su perro aguado y con las manos húmedas manejaba hasta casa.