La droga es la nueva plaga que mina los pilares de la juventud palestina. En un lugar que nunca ha sido ruta de traficantes –más organizados en Egipto o Líbano-, donde el Islam mantenía a raya las adicciones, la falta de oportunidades ha acabado por doblegar a los chavales. Seis mil de ellos son consumidores habituales con alto índice de dependencia, según datos de la Universidad de Al Quds (Jerusalén Este).
Apenas un 0,3% de la población de Cisjordania pero, pese a ello, una cifra “alarmante en una zona donde hace 15 años no había ni 300 consumidores”, abundan los expertos. La debacle comenzó lenta luego de la guerra de 1967. Antes, ni rastro. Estos palestinos están, además, enganchados a una sustancia, la heroína, especialmente destructiva, relativamente superada en Occidente, y que encuentra espacio para el negocio en mundos rotos como Palestina. La droga ha pasado de ser un problema a convertirse en una crisis.
Dos son los centros de venta y consumo, fundamentalmente: el cuarto musulmán de la Ciudad Vieja de Jerusalén y las villas que se han quedado aisladas al otro lado del muro de separación de Cisjordania, con Al Ram como foco destacado. Bloqueada en 2006, rodeada de hormigón por tres lados (el cuarto es un checkpoint insufrible), ha pasado de ser una zona próspera, de comercio notable, especialmente valiosa por sus corderos y su piedra, a un reducto de desesperanza.
El efecto de la desconexión es devastador. Un tercio de los negocios ha cerrado en estos años, el paro llega al 75% entre los menores de 24 años (la media es del 56%) y más de la mitad de sus 63,000 residentes carece de permiso para entrar en Jerusalén, por lo que se les niega esa oportunidad de estudio o trabajo. Una estampa parecida se repite en Abu Dis o Al Ezzariya.
“En ese ambiente, lo complicado es seguir en pie con la cabeza fría y los valores intactos”, dice el doctor Yasser Musa, un voluntario que ocasionalmente ayuda en el primer y por ahora único centro de rehabilitación de Palestina, creado en Al Ram por Nihad Rajabi, un ex adicto.
Desde 2007 llevan peleando en una casa medio escondida para sacar del agujero a estos jóvenes, todos hombres.
“Habrá alguna mujer adicta, pero se las esconde”, justifica el médico.
Cuesta dar con el sitio. Pese a su tremenda labor social, este refugio no está del todo bien visto en una comunidad que oculta la droga como un pecado.
“¡Oh creyentes! Los intoxicantes, los juegos de azar, las prácticas idólatras y la adivinación del futuro no son sino una abominación, obra de Satán; ¡evitadlos, pues, para que así prosperéis!”, dice la traducción del Corán de Alican al-Yerrahi y Emin Alzueta en Webislam.
Un mandato muy arraigado, tanto que impide a las familias ver en las drogas un problema, una enfermedad. Es sólo corrupción. Por eso no saben afrontarla cuando le llega a un ser querido.
Sólo 23 drogadictos pueden estar a la vez en este centro, con internamiento de entre uno y tres meses, que es el tiempo medio para “dejar limpio” a un adicto con ciertas garantías.
“No podemos hacer más”, lamentan.
Tienen siempre lista de espera. A veces, son los afectados los que acuden por voluntad propia. Otras, son sus familias las que los impulsan.
“Eso es un gran paso. Antes se pensaba que quien caía en la droga no tenía salvación”, añade Musa.
A eso ayudaba el hecho de que, legalmente, un consumidor sea tratado como un delincuente. En Cisjordania rige una ley jordana de 1975 que sigue encarcelando a quien ingiere drogas.
“Sin centros de asistencia y con esa visión criminal, los miraban como apestados”, abunda.
Dos años llevan va varias ONG y entidades vecinales reclamando a la Autoridad Nacional Palestina que modifique la ley. Parece que el cambio definitivo será en breve, pues el texto ha pasado por el Consejo Legislativo.
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