La palabra proyecto comenzó a rebotarme de mala manera durante una trágica velada en el Santo Domingo del 2001, cuando yo todavía vivía en la Zona Colonial y estaba enamorada de un imposible. A los 25 uno cree que el amor es como en las pelis, cosa del corazón, y que los contratos, el tiempo y las estrellas no deciden nada. Brutica como siempre he sido, caí como una idiota en manos de una artista contemporánea y fui su proyecto predilecto por una semana tras la cual decidió, notificándome durante la apertura de su exposición, que el proyecto afectivo que llevaba a cabo con su esposo valía más la pena que los 16,000 pesos dominicanos que yo ganaba al mes. Por supuesto que ahora todos coincidimos en que aquello fue lo mejor, el año de recuperación incluido, en los que mi corillo bautizó a la susodicha como Lily Munster y en el que me hice de una vez y por todas “Grande”. Grande como una ceiba o un elefante no seré nunca porque nuestra pobre humanidad, a pesar de las resonancias basquetbolistas que permean mi anatomía, no lo permite. Durante los años siguientes enfoqué todos mis recursos en un gran proyecto: repartir los cantos de corazón que me quedaron en destinos a los que acudí con presupuestos diversos, viajes que pudiésemos describir como una acumulación de encendedores perdidos, sin amigos, con hermanos y ensaladas por las que más de uno hubiese entregado sus derechos de primogénito. Todo esto viene porque para usar la palabra proyecto de manera seudodigna se necesita una excusa, o por lo menos un rodeo, para que, ya mareados, los comensales compren el monigote abstracto que hace rato estamos tratando de venderles como si se tratara de un tomate. El monigote (el proyecto) es un encuentro secreto a las 6 de la tarde en el Viejo San Juan. Una gata blanca de 5 meses, que ha sido rescatada de la calle y esterilizada, me será entregada con sus puntos todavía vivos para que yo le ponga un nombre, la meta en el apartamento en el que voy a mudarme sin preguntar si permiten gatos, en fin, la haga mía. Miriam, la mujer que se encarga de alimentar a todos los gatos en Caleta de las Monjas y de llevarlos al veterinario, me vio echándole piropos a la gatica y, al ofrecérmela, me vi, fuera del cuerpo como en un viaje astral, diciéndole que sí, sin calcular las libras de arena con mierda que ahora me tocaría sacar del litter box every day. Obi, que así se llamará la gata, es la cosa más hermosa de toda el área metropolitana y por más de una razón me vendría bien interpretar su llegada como un regalo del cielo, un imán de contentura que Obbatalá me ha puesto en el camino para el bien de mi cabeza y de los que dependen de alguna manera del bien de esta. Fácil sería improvisarle, si mis herramientas poéticas estuviesen a su felina altura, un soneto en el que le llamásemos nube, copo, luz, algodón, almohada, leche, espuma de mar. Pero Obi no es el único proyecto al que ahora tendré que dedicarme, a medio camino entre la noción que de favela tiene un homosexual cincuentón gringo y el rancho de Venevisión de donde salía la abuela de Topacio, el apartamentico en cuestión al que me mudo es el Berlín en el que Albert Speer se hiciera pajas monumentales con Adolf y en algún punto mis eyaculaciones de pintura amarillo pollito donadas por Josie alcanzan el chorro rojo fosforescente de ellos para transformar una maceta sucia en un pequeño altar budista naranja amitabha. En el patio se sembrará de todo y las semillas ordenadas por internet de tomates suizos están de camino. La boca se me hace agua imaginando los tomates, tan grandes que mi mente me traiciona y cita el cuento de unos panitas dominicanos que viviendo cerca de Chernóbil durante la tragedia dan testimonio de fresas como casas y naranjas como carros que los soldados hacían rodar calle abajo, confiscadas en el puesto de fruta de una anciana. La albahaca se la robaré a Amed de una mata que ha bautizado con el nombre de una ex novia y que comparte con él los cigarrillos en el balcón de Río Piedras y los gritos con los que a media noche un loco hereje maldice a Dios y a todo el mundo. El jengibre y el orégano pelú los desenterrará un santero de su terraza en La Ponce a cambio de un favor sexual todavía no establecido, la marihuana es ilegal, la sábila es también de Josie y las habichuelas me las facilita Luzmar. El proyecto principal y alrededor del cual orbitan la gata, los murciélagos y todos mis muertos es la soledad, portal tras el cual la grandeza de las ceibas se yergue, independencia emocional con la que según los pronósticos del calendario maya me lloverá la suerte, el dinero y los flanes hechos por ti. Sin decir este cuerpo es mío, abro huecos en la tierra y deposito semillas, riego, espero paciente y contemplo la lentísima evolución de todos mis proyectos; la cocina se llena hasta el techo de cacerolas que reflejan el fulgor de las ideas que aún no he tenido y que un día, con bocas indecentes, habitarán conmigo este u otro 3 por 3. Obi engorda a base de bolitas secas y agua, y el árbol que junto a mi deck sirve de home a los vampiros empuja con su raíz rompiendo el costado a otro edificio enfermo del Viejo San Juan.