Por: Alexandra Mulero Ortiz
Cuando se habla sobre problemas ambientales, cambio climático o contaminación, rara vez asociamos estos temas con nuestros hábitos alimenticios. Para muchos, la dieta vegana –o el veganismo en general– sigue siendo fuente de broma, dejando a un lado que se trata de una lucha social legítima y hasta primordial.
El veganismo consiste en rechazar alimentos o artículos de origen animal. A pesar de que la mayoría de la población se niega a detener o disminuir el consumo de productos derivados de animales, se ha evidenciado que estos hábitos resultan en una de las principales causas del cambio climático y que tienen efectos nefastos sobre el medio ambiente.
No comer animales o dejar de consumir productos derivados de estos se percibe como un comportamiento contranatura e ilógico. Independientemente de los hábitos alimenticios que tengamos, es necesario evaluar seriamente los problemas ambientales que genera la producción descontrolada de animales para consumo humano.
En primer lugar, es importante reconocer que somos una población en constante crecimiento que sobrepasa los 7.2 billones de habitantes, y cuyo consumo excesivo genera un alto impacto ambiental. Además, nos hemos acostumbrado a la idea equívoca de que todo lo que implique crecimiento, progreso, aumento, y desarrollo es bueno. Para desgracia del planeta, de las especies animales y de las futuras generaciones, dirigimos nuestras vidas con el pensamiento de “mientras más, mejor”. Peor aún, citas como “solo se vive una vez” –y todos sus derivados– resuenan en las sociedades “más desarrolladas”, convirtiéndose en la excusa ideal para consumir sin límites.
Los científicos ambientales Meadows, Jorgen y Meadows mencionan en su libro The limits to Growth: The 30-year update (2004) que desde la Revolución Industrial –ocurrida entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX– el crecimiento exponencial ha sido el comportamiento dominante del sistema socioeconómico humano, particularmente en la producción de alimentos, en el uso de materiales y de energía, y en la generación de basura y contaminación.
Los autores añaden que este crecimiento exponencial –provocado por las demandas de una población que, a su vez, también crece exponencialmente– no va a la par con la capacidad del planeta para regenerar sus fuentes.
Producción masiva para el consumo desmedido
Al hablar de consumo, usualmente pensamos en ropa, zapatos y otras comodidades materiales, pero pocas personas toman en cuenta la comida. Muchos favorecen el consumo de animales o productos derivados de estos por creer que son una necesidad para el cuerpo humano. No obstante, cuando consideramos con detenimiento los hábitos alimenticios de la mayoría de la población, es fácil concluir que el consumo de animales hace mucho dejó de ser una necesidad para convertirse en un lujo y una comodidad.
En términos generales, los científicos Chivian y Bernstein exponen en su libro Sustaining Life: How Human Health Depends on Biodiversity (2008) que la intensificación de la producción de animales se ha asociado con un mayor uso de antibióticos, hormonas y químicos en el ganado, así como un incremento en el uso de los recursos no renovables, en la transmisión de enfermedades entre grupos de animales confinados, en la contaminación ambiental por la cantidad de desperdicios animales que llegan a los suelos y al agua subterránea, y en la acumulación de gases de efecto invernadero.
De igual modo, la deforestación y la degradación del suelo están asociadas a la ganadería y el pastoreo intensivo. Estas prácticas, a su vez, se relacionan con la eutrofización de lagos, ríos, estuarios y aguas costeras, y con la aparición y propagación de enfermedades como criptosporidiosis y salmonela. La producción de ganado y nuestro consumo desmesurado refleja la actitud sostenida, muchas veces inconsciente, de que los recursos del planeta son infinitos. La Tierra, como estructura física, tiene límites, y con el pasar de los años se ha ido evidenciando.
Uno de los ejemplos más claros de esos límites quedó expuesto hace más de 15 años, cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) reportó que 11 de las 15 áreas más importantes para la pesca, así como el 70% de las principales especies de peces, se encontraban sobre o completamente explotados. A pesar de las advertencias, el informe Living Planet Index (2014) afirma que hemos desaparecido mucho más de la mitad de todas las especies marinas conocidas.
Peligros de la pesca y cultivo industrial de peces
Una de las causas ha sido las “capturas incidentales” de la pesca industrial, práctica que actualmente es una amenaza para el medio ambiente. Estas “capturas” son animales que no se pretenden atrapar pero quedan enredados –sin importar la técnica de pesca utilizada– y generalmente se desechan porque no tienen valor para la industria pesquera. El World Wildlife Fund (WWF) estima que, anualmente, las capturas incidentales incluyen más de 300 mil ballenas pequeñas, delfines y marsopas; más de 250 mil tortugas boba (en peligro de extinción) y de tortugas baula o tinglar (en peligro crítico de extinción); 300 mil aves marinas, entre las que se encuentran 26 especies en peligro de extinción; y miles de millones de corales, esponjas marinas, estrellas de mar y otros invertebrados.
Al retirar cantidades exorbitantes de peces de su hábitat estamos afectando gravemente los ecosistemas acuáticos y la cadena alimenticia marina. Los tiburones, por ejemplo, que están en el tope de la cadena alimenticia marina, son una de las especies más amenazadas. Estos suelen quedar atrapados en embarcaciones que van en busca de atún o pez espada y luego los tiran de nuevo al agua, así estén muertos o agonizando. La desaparición dramática de tiburones ha permitido que animales depredadores como la mantarraya se multipliquen, alterando radicalmente su nicho ecológico.
Se piensa que la acuacultura –la producción de animales acuáticos de manera controlada– es la respuesta a los problemas que hemos mencionado. Empero, la realidad es que no existe tecnología sin costo ambiental.
La producción controlada de peces para consumo humano está muy lejos de ser un proceso natural, ya que recurrimos a un mayor gasto de recursos y a una mayor contaminación. Con peces en cautiverio o controlados enfrentamos la necesidad de alimentarlos, de tratar o prevenir sus enfermedades y de disponer de sus desechos.
Los peces cultivados son alimentados, en su mayoría, con granos o alimentos preparados a base de pescado. Dicho de otra manera, hoy, un por ciento de la pesca industrial va destinada a suplir la industria de la acuacultura con pescados salvajes que sirven de alimento al pez controlado. Además, Meadows, Jorgen y Meadows (2004) argumentan que la acuacultura está relacionada con amenazas como el escape de especies cultivadas, la difusión de desperdicios de alimentos y antibióticos, la propagación de virus, y la destrucción de aguas costeras.
Los antibióticos son un componente en la alimentación de los pescados pero también se les puede aplicar mediante inyecciones, como afirma Felipe Cabello en Heavy use of prophylactic antibiotics in aquaculture: a growing problem for human and animal health and for the environment (2006). En consecuencia, la comida que se desperdicia y las heces de los animales que contienen antibióticos pueden ser arrastradas por corrientes hasta localidades distantes. Dicha acumulación de desperdicios puede alterar los cuerpos de agua, generando brotes de alga. Las algas, al utilizar el oxígeno de las facilidades acuícolas, hacen que esas áreas ya no puedan sostener vida marina. Pero la acuacultura y la pesca industrial no son los únicos que afectan directa o indirectamente los cuerpos de agua.
La agricultura industrial y sus efectos ecoambientales
La agricultura industrial –la crianza y procesamiento de animales de tierra– juega una parte importante en la contaminación de cuerpos de agua, así como del suelo y del aire. Las fuentes principales de contaminación son el uso de químicos agrícolas y los desechos de las granjas animales. Los químicos que se utilizan incluyen pesticidas, insecticidas y herbicidas, al igual que fertilizantes sintéticos, hormonas y antibióticos.
Estos se utilizan para la siembra, pero también directamente en la piel o en las plumas de los animales para evitar infecciones. A modo de ejemplo, ya se ha registrado una disminución en poblaciones de aves e insectos a causa de los pesticidas. Irónicamente, de todos los químicos agrícolas que se utilizan en Estados Unidos anualmente, cerca del 37% se aplica en el cultivo que será luego el alimento de los animales criados para consumo humano.
Según el Living Forest Report 2015 de la WWF, la agricultura a pequeña y gran escala es una de las principales causas de deforestación y degradación severa de bosques. La constante intervención en extensas cuadras de terreno alrededor del mundo –ya sea para siembra o para el desplazo de animales– ha hecho los suelos más vulnerables a la erosión eólica y fluvial. De acuerdo a los científicos Chivian y Bernstein (2008) estas situaciones comprometen la productividad del suelo así como su capacidad de sostener diferentes formas de vida.
Muchos deben haber visto noticias sobre la deforestación en el Amazona, pero a duras penas vinculamos ese problema con la producción de carne. Previo al desarrollo de la agricultura humana, los bosques ocupaban entre seis y siete billones de hectáreas de terreno. Hoy, se encuentran en menos de 3.9 billones, afirman Meadows, Jorgen y Meadows (2004).
Las flatulencias y gases de los animales que consumimos, así como las emanaciones químicas del estiércol, contribuyen a la concentración atmosférica de gases invernadero. El uso excesivo de nitrógeno (en, por ejemplo, los fertilizantes) ha creado un sinnúmero de problemas ambientales, climáticos y de salud humana.
Otro ejemplo, para hacernos una idea de los desechos provenientes de las granjas de animales, es el siguiente. Una vaca produce 120 libras de estiércol húmedo a diario, lo que equivale a la excreta de 20 a 40 personas. Podríamos argumentar que la excreta de los animales se utiliza como fertilizante y que, por lo tanto, no representa una amenaza al ambiente. Pero, tomando en cuenta que la actual producción de animales se hace en granjas aisladas y concentrando un alto número de animales en un mismo lugar, los terrenos adyacentes no aguantan tanto fertilizante.
Extrapolando los problemas a una escala global
Los problemas aquí descritos son solo algunos de la larga lista que debe considerarse en relación al consumo de animales. Ni siquiera hemos elaborado sobre las crecientes preocupaciones que han generado las cosechas genéticamente modificadas y el peligro que representan para la biodiversidad. Tampoco sobre el gasto energético implicado en todo el proceso de producción de alimentos: el uso de energía en las granjas y el uso de combustible para transportar, empacar y conservar los alimentos, así como la transportación del alimento que se le da a los animales. Pese a su gravedad, tampoco hemos elaborado sobre el gasto de agua potable que implica la agricultura industrial.
En contraste con todos los problemas planteados, hay quienes afirman que la actual sobreproducción de alimentos se hace en miras de acabar el hambre mundial o asegurar la alimentación del futuro. Sin embargo, según la FAO, 805 millones de personas en el mundo están crónicamente subalimentadas.
Además, Meadows, Jorgen y Meadows (2004) argumentan que si la cantidad total de granos producidos en el mundo para el año 2000 se hubiese distribuido correctamente en vez de haber sido utilizado para alimentar animales, o no se hubiesen podrido entre el transcurso de cosecha y consumo, podía haberse mantenido una población de ocho billones de personas.
A nivel mundial, la disponibilidad de comida per cápita ha aumentado. Esto quiere decir que el problema principal que tenemos no es la falta de comida si no la falta de una distribución equitativa de los recursos, sin considerar, como vimos, que muchos de los granos que se producen van dirigidos a alimentar animales, no personas. El argumento de la seguridad alimenticia también se derrota cuando consideramos la cantidad de comida que se desperdicia en el mundo.
En el caso de la carne y sus productos derivados, las pérdidas y desperdicios en las regiones industrializadas –especialmente en Europa y Estados Unidos– son más severas en los hogares.
Del total de pérdidas y desperdicios registrados por la FAO en el 2011, el desperdicio en los hogares representa casi la mitad. En los países en desarrollo, las pérdidas se distribuyen más equitativamente entre las etapas del suplido de alimentos (producción, transporte, almacenamiento y consumo) pero hay una pérdida más notable en la producción agrícola.
Esto se explica por altos niveles de mortalidad animal provocada por enfermedades frecuentes en el ganado. En el caso de la leche, la que se desperdicia en los hogares de regiones industrializadas representa mucho más de la mitad del total de alimentos pérdidos. Los países en desarrollo reportan pérdidas significativas en la producción agrícola –por enfermedades recurrentes en las vacas– y en el manejo, almacenamiento y distribución.
La sobreproducción de comida está lejos de beneficiar a las poblaciones más necesitadas. Solo ha enriquecido al número reducido de empresas que han monopolizado la producción de semillas, pescado, pollo, huevo, y leche a costa de la explotación ambiental y las comunidades y países más pobres. Las compañías que dicen preocuparse por la seguridad alimenticia privan a agricultores de sus terrenos y, con sus prácticas, abusan de los recursos naturales, haciendo más insegura la alimentación de futuras generaciones.
Soluciones a la vista
La seguridad alimenticia, la biodiversidad y el bienestar humano ya se ven afectados por el cambio climático, cambios que a su vez son producto de las actividades humanas. Podemos asumir que la tecnología, como por arte de magia, nos ayudará a utilizar los recursos naturales con mayor eficiencia. Sin embargo, en una sociedad que valora el consumo y el tener y comer más, la tecnología que se produzca responderá a ese estilo de vida.
Por ejemplo, de acuerdo al Living Planet Index (2014), la mejora de la agricultura mediante el uso de fertilizantes y mecanización ha requerido un mayor uso de combustibles fósiles, aumentando aun más su huella ecológica. El cambio radicaría, pues, en un cambio de valor: de una sociedad de consumo desmesurado a una nueva cultura de “consumo mínimo necesario”, como plantea el escritor y filósofo Enrique Dussel en 16 Tesis de Economía Política (2015).
Para que el planeta pueda sostener vida, sus recursos renovables no pueden utilizarse más rápido que el tiempo que requieren para regenerarse y los no renovables deben conservarse y utilizarse de la forma más cuidadosa posible. Todo lo contrario a lo que estamos haciendo. Pensando que los recursos son infinitos, que podemos comernos todos los animales que se nos venga en gana, hemos abusado de los recursos naturales, con repercusiones muy marcadas sobre el medio ambiente y la salud humana.
Puerto Rico no está exento, como nada ni nadie en el planeta, de estos asuntos. Cuando se habla de fomentar la agricultura, generalmente se refiere a la agricultura industrial. Estas intenciones no solo no consideran otros métodos de producción, sino que, como señala el sociólogo y agricultor Nelson Álvarez Febles, contradicen “numerosos estudios […] que demuestran que las prácticas agrícolas ecológicas y sustentables tienen una enorme capacidad para producir alimentos en cantidad y calidad para aportar a la seguridad y soberanía alimentaria”. De abrir el camino para las prácticas nocivas de la agricultura industrial, nos estamos exponiendo a un mayor número de problemas ambientales y de salud humana.
A pesar de que muchas personas continúan descartando el tema del veganismo, debemos reconsiderar este asunto desde un punto de vista ético. Los chistes trillados, los comentarios cínicos que obvian la opresión que enfrentan los animales a diario y los cambios ambientales, no suenan ni son tan astutos como creen quienes lo dicen.
El fatalismo con el que vemos el consumo de animales, comentando cosas como “la gente no va a dejar de comer carne” o “siempre nos hemos alimentado así” dan por sentado que los seres humanos no tenemos la capacidad de razonar, de cambiar hábitos para nuestro bien y el de las futuras generaciones. Asume que no tenemos la capacidad de ser empáticos ante el sufrimiento de otros seres vivos.
Los problemas mencionados continuarán mientras sigamos asumiendo que las “necesidades” humanas justifican la explotación ambiental y el maltrato animal. Nuestro estilo de vida consumista, atado al actual sistema económico, ha hecho que el medio ambiente y los animales se conviertan en objetos, cosas insignificantes que utilizamos para darnos un “gustito”, permitiendo que sean tratados de la manera más grotesca posible.
No es imposible cambiar nuestros hábitos de consumo. Tenemos una población que cada vez se preocupa más por el deterioro ambiental y se indigna ante el maltrato de animales. Nunca es tarde para ser más consistentes entre lo que hablamos y lo que hacemos. Si nos interesa proteger el ambiente y genuinamente nos oponemos al maltrato animal, reflejémoslo en nuestros platos de comida y otros modos de consumo. No existe justificación alguna para perpetuar comportamientos que afectan el planeta y, por consiguiente, nuestra salud y nuestra vida, el primer criterio al que debemos obedecer en nuestra acciones.
La autora es egresada de la Facultad de Psicología del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y estudiante de maestría en psicología ambiental en la Universidad Nacional Autónoma de México.