-“Abre el bulto. ¿Tienes computadora?”
-“Sí”.
-“Enciéndela y ponla en el piso”.
Este caucásico fortachón de poco más de seis pies, luciendo gafas oscuras, camisa polo ajustada y clara, un pantalón tipo cargo y un apuntador en su oreja izquierda saluda a la prensa así. Mientras tanto, en la estática fila, sobre 100 personas soportan el pegajoso calor de las nueve de la mañana de un lunes para entrar a ver al precandidato presidencial demócrata, Bernie Sanders.
Al frente, a la entrada del salón de actividades de la Fundación Luis Muñoz Marín (FLMM), el Servicio Secreto improvisó una estación de cateo muy sofisticada. Es, si acaso, muy parecida al lugar de tortura de los viajeros en un aeropuerto de territorio gringo. El checkpoint, donde a todos le toquetean desde los bolsillos hasta las verijas, es siempre una especie de performance para los puertorriqueños.
El caribeño está acostumbrado al toqueteo. Le gusta el abrazo, los besos en las mejillas y los choques de mano bien sonoros. Le gusta el contacto afectuoso, ese gesto con el que se llega a abrazar el corazón. No obstante, que le soben en busca de alguna punta de lanza, un arma o alguna sustancia recreativa o nociva le resulta deleznable. Pero esas son las consecuencias del caliginoso terror del 9/11. Eso que no cicatriza.
Junto al agente, una mujer negra, alta, bien seria, portando su uniforme de seguridad con guantes de látex en sus manos se comporta como un semáforo indicando cuándo, cómo y dónde debe pasar la gente por el escáner de seguridad. Por lo menos esa máquina le cobija una sombrita pasajera a los sudorosos simpatizantes.
Adentro se ven las caras de políticos de la escena local. Un exgobernador, exfuncionarios de gabinetes ejecutivos, algunos legisladores, candidatos actuales, activistas, personalidades, estadistas, independentistas, estadolibristas, sandías y melones, melones y sandías. La energía es sobrecogedora. Se cuelan por las ventanas del vestíbulo unos rayitos de esperanza. Respiran todos un aire de fe en el socialismo democrático que pregona un candidato judío, viejo, blanco, oriundo de los suburbios de Nueva York, congresista independiente con sobre 30 años de carrera y socialista. Sobre todo socialista.
También hay juventud, caras familiares de la IUPI. Y todo parece extraño. ¿Quién habría pensado que las mismas caras vistas en los paros y huelgas, de quienes arremeten contra el gobierno gringo –al que llaman imperio- y que vituperan, antagonizan y condenan ese modelo anglosajón estarían delirando con un candidato estadounidense, al punto de hasta hacer una fila por horas en la universidad? Pero es que las cosas cambian, y en apenas un año el grassroot movement –de base- Feel the Bern ha pintado un panorama político nuevo y rejuvenecido que tiene a la juventud de cerca y a todo vapor. El fenómeno remite el pensamiento al estribillo de Bob Dylan, “For the times they are a-changin’”.
Antes de entrar, las mochilas y computadoras son olfateadas por un can de cara adorable. Con su visto bueno proceden los periodistas a tomar su parafernalia mediática y a caminar por la parte posterior del edificio. En la pequeña vereda pedregada, al fondo, espera un agente que al menos sonríe de medio lado. Al abrir la puerta, la bofetada de frío artificial recibe a la prensa. Entrados en el salón, en una mesa hacen el check-in, mientras al final se ve la tarima con las banderas de Puerto Rico y Estados Unidos desplegadas sin capacidad para una arruga más.
Hay música, y variada. De Rubén Blades a Bruce Springsteen, y de Calle 13 a David Bowie. De pronto, la gélida brisa de los ventiladores se conjuga con los vasos de agua y el café mañanero y a muchos les urge visitar el baño. Pero ya el senador está por aparecer. Aparece, y al dorso de la tarima, junto al podio, agentes del Servicio Secreto custodian al veterano político que está siendo invadido por la mirada de cientos de dispositivos móviles que documentan el evento. El discurso se convertiría en la hora de cerrar las piernas, tensar los muslos y concentrar la vista en el senador. Recurren las ganas de salir corriendo al urinario ante el recordatorio de otro agente alto y fortachón.
-“No se puede salir”.
-“¿Ni al baño?”, cuestionan con las vejigas hechas un nudo.
-“Si sale no puede volver a entrar”, responde vehemente.
Concluida la primera presentación, llegan dos agentes a llamar a la prensa que viaja con la campaña. No hay tiempo que perder. Al frente hay una multitud que aguarda por saludar al senador que ya ni siquiera está en el salón. Los agentes, uno al frente y el otro detrás, escoltan al traveling press a toda prisa. Atraviesan el salón en un minuto y corren bajo el candente señor sol para montarse en una guagua que han bautizado el Bern Bus.
-“Bienvenido. Esta gente es… Conoce al corporate media”, dice sonriendo la coordinadora de prensa de la campaña a los novatos, que eran dos.
Y acompañados por motoras y patrulleros de la policía, arranca la caravana hacia el próximo destino. En cuatro minutos, de las áreas limítrofes de San Juan con Carolina y Trujillo Alto llegan al Centro Médico. La visita al hospital fue anunciada de camino al lugar. No estaba exactamente en la agenda. Al llegar, la incontinencia urinaria reverberaba en la mente y repercutía en el abdomen de la prensa viajera. Llegan, graban la llegada de Sanders a la sala de emergencias y se dispersan.
-“¿Dónde está el baño?”
-“Acá, en el pasillo a la derecha”, indica un empleado.
-“¡Al fin!”, exclaman.
Abren la puerta, pisan con el pie izquierdo e interrumpe un agente en el baño de las mujeres, así como en el de los hombres.
-“¡A la guagua!”, suelta con tono militar.
-“Pero… ¿De veras?”, dicen todos compungidos.
Queda todavía mucho que soportar. Un día entero, de hecho. Pero en la próxima parada en el Hospital de Veteranos alcanzan todas las vejigas la libertad soñada. Ahora las tripas orquestan su tonada, porque si no es Juan dicen que es Pedro. Por fortuna la próxima visita sería a un mesón en La Placita de Santurce. Y el grupo de periodistas estadounidenses en su vasta mayoría degustaría el mofongo y el arroz mamposteao acompañado de carnes o filetes de pescado. El senador, en el salón del lado contrario ya va de salida. Se almorzó un mofongo, dicen. Afuera, su esposa, Jane O’Meara Sanders atiende una llamada telefónica mientras la gente le saluda de lejos y ella reposa su teléfono en el hombro y ondea su mano. Los agentes sudan, y no exactamente por el húmedo calor caribeño, sino por lo desprendidos que los Sanders se comportan con el público.
La prensa tiene que llevarse su almuerzo. Tocaba ahora almorzar en la guagua y hacer la digestión en plena faena. Arribando a la avenida Jesús T. Piñero algunos boricuas –de los que llaman bestiales- quieren coger pon con la caravana. Se cuelan dos o tres hasta que, en pleno pavimento, uno de los agentes sale de la guagua, los señala y les exige un poco de decoro.
-“¡Fuera, ahora!”
La caravana llega al comité de campaña en la avenida Muñoz Rivera en Río Piedras, ante la mirada curiosa de los que almuerzan en un restaurante cercano y de los que transitan por la zona. Ahí, el senador comparte una breve charla con sus voluntarios. Hay dos minutos de preguntas para la prensa. Solo dos de los reporteros logran increparlo para volver a la guagua a responderle a sus intransigentes editores. Ellos le cuentan a los novatos que están acostumbrados al cautiverio. Son rehenes de sus editores, de los detectores de metal y las manos cateadoras de los agentes. Han sabido encontrar el aire para respirar en medio de un sofocante compás de vida y una rígida interacción con el mundo. Algunos llevan ocho meses, otros cuatro. Pero un día basta para hastiarse.
-“Es divertido”, dice uno con una batida suplementaria en una mano, la otra tecleando un texto para publicar y la cara bañada toda en sudor.
Conceden una pausa para reposar que, a decir verdad, se hace nada. A las cinco de la tarde, antes de salir, vuelven a toquetear y prometen llegar en 10 minutos de la Isleta de San Juan a Guaynabo. Sí, 10 minutos para atravesar un tapón repleto de conductores enemistados por la prisa y el cansancio, carentes de cortesía.
Se repetía la escena y llegan todos al segundo evento. Transcurre todo en aquella escuela, la Montessori Juan Ponce de León en Guaynabo, con amenidad. Decenas de agentes circundando la cancha y otros afuera. Mucha amenidad. Y culminada la actividad, justo antes de partir a la IUPI, un agente viendo la cara extenuada de un novato parece sentir simpatía y habla denotando humanidad.
-“¿Te estás divirtiendo?”
-“Esto no es vivir”, riposta el reportero.
-“Pero da para vivir”, bromea.
Y así, otra vez partiendo a otro destino, la energía se difumina con el ocaso, que parece un colorido trabajo en acuarela. En la universidad, algunos reporteros tienen garantizado un aparte con el senador que se presta para otro tedioso protocolo. Entrando todos por la parte posterior del aula son escoltados hasta sus asientos en el teatro. Cuando hacen entrada ya el público sabe que su candidato está ahí.
Los reporteros que entrevistan al precandidato tienen en sus rostros la huella de la extenuación. Mientras, agentes del Servicio Secreto dictan las instrucciones.
-“¿Dónde se van a parar ustedes? ¿Qué quieren de fondo?”, preguntan a la prensa.
Ponen una marca en el piso, que indica dónde estará parado Sanders. Y cuando entra saluda con lucidez y una envidiable energía. Tiene 74 años. No se para en la marca, sino que se recuesta de una columna, mira fijamente a los entrevistadores, los despacha y sigue su camino acompañado de cuatro o más agentes para dirigirse a una multitud.
La prensa es escoltada hasta su puesto en el teatro. Y entre el alboroto y la algarabía, el mismo agente increpa con afabilidad al reportero.
-“Yo creo que te divertiste hoy”.
La respuesta se limita a una sonrisa. Pero se reserva la franqueza de decir que eso es un modo insano de vivir. Que es loco, extenuante y tortuoso, pero que al menos, la jornada que había comenzado con tanta rigidez termina con simpatía. Y ahí cabe un cuestionamiento. Tal vez estos agentes, parcos por lo regular, amilanan su fanfarronería con el discurso ese… Que ellos no lo disimulan. Están feeling the Bern.