Hace mucho estuvo aquí. Entonces era la juventud, el cabello oscuro, la delgadez de aquellos años. Ahora es otro y el mismo. Joan Manuel Serrat, de impecable gabán negro y camisa gris, lanza un beso al público y el Teatro de la Universidad de Puerto Rico, repleto, se pone de pie y revienta en aplausos. Antes los músicos, comandados por el director y pianista Ricard Miralles, se acomodaron despacio: vendrían más de dos horas y sobre una veintena de temas para honrar medio siglo de afectos a la sombra de un pentagrama personal y desordenado.
¿Cuántos caminos caben en medio siglo? Vaya uno a saber. Quizá tantos como aquellos que la memoria elija. La luz es azul, Serrat se pasea de un lado al otro del escenario y de su voz temblorosa, gastada ya, nace De vez en cuando la vida. Más tarde el silencio.
–Es una satisfacción extraordinaria estar aquí en esta universidad por tercera vez, un lugar entrañable donde, desde que llego, los recuerdos se agolpan en mis pensamientos. Y me devuelven a tiempos y a gentes que el calendario me había arrebatado.
La montaña rusa estaba a punto de comenzar, o mejor, el despertar de otro tiempo en su garganta. Serrat: antología desordenada fue el nombre con el que el catalán zarpó la noche del pasado viernes. Y, aunque quedaron trechos sin recorrer –imposible abarcar lo inabarcable–, el resultado estuvo a la altura de las expectativas. Y en ocasiones las superó, como en esas dos canciones en que la tos le hizo perder el hilo y hubo que volver a empezar con admirable elegancia. La velada, además, tuvo la valía de atraer fondos a Radio Universidad de Puerto Rico.
Un hombre grueso, pelo blanco y espejuelos tamborilea el suelo. Hasta que suena Mi niñez. Y su cuerpo y sus ojos se calman de golpe. Al frente Serrat se rasca una lágrima, un gesto mínimo que se pierde como tantos otros. Y le toca el turno a Hoy por ti, mañana por mí. Serrat agarra la guitarra por primera vez y despierta a un público en ocasiones hermético con Tu nombre me sabe a yerba.
Joan Manuel se acerca al centro del escenario y arranca un breve discurso sobre la necesidad de repensar el estado actual de las cosas, máxime la migración siria en Europa, así como el abandono a su suerte de los infantes que recoge en Niño silvestre. Sin remedio llega a la memoria esa controversial presentación junto a su entrañable amigo Joaquín Sabina en Tel Aviv, Israel, en medio del bombardeo a Palestina en junio de 2012.
Suena Algo personal. Ahora Serrat cierra los ojos, lento, y un chorro de luz lo ilumina apenas. Su voz titila como una vela a punto de extinguirse y renace en Cançó de bressol, canción dedicada a su madre. También habrá tiempo para honrar la memoria de su amigo, el poeta puertorriqueño Juan Antonio Corretjer, con En la vida todo es ir. Desde entonces, una especie de bisagra partirá la noche en dos. Y seguirán Para la libertad y No hago otra cosa que pensar en ti.
Al momento Serrat ha trenzado sus canciones con breves chistes que atienden, por sobre todas las cosas, el paso del tiempo y la vejez. Le tocará el turno a Mediterráneo, sí, le tocará el turno a Hoy puede ser un gran día, sí, a Lucía le tocará el turno, pero no será hasta Cantares o Aquellas pequeñas cosas donde escucharemos al Serrat que queda y a ratos nos excede con su voz quebradiza que sabe, por sobre toda las cosas, envolvernos como un manto. El tiempo, es el tiempo.
De a poco las luces se encienden y Serrat se saca un sombrero imaginario que coloca en el lado zurdo de su pecho. No hace falta nada más.
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