Era un sábado caluroso y se acercaba el verano del 2002. Era la presentación de “El hombre duplicado” y su autor firmaría algunos ejemplares en el la librería del Fondo de Cultura Económica Octavio Paz, en Ciudad de México.
Unas 350 personas esperamos, de pie y bajo el sol, casi 4 horas la llegada del Nobel portugués, José Saramago. La espera no fue tan larga. Todos los entusiastas teníamos libros de Saramago, y sin aviso, surgieron debates literarios, recomendaciones y no faltó el buen samaritano que buscó agua y bocadillos para la tropa. Muchos descubrimos ese mediodía que un libro también sirve para hacer buena sombra.
Yo tenía entonces 19 años y me acompañaba mi mejor amigo. Ninguno era realmente un ‘groupie’ de Saramago, pero habíamos leído unos 4 ó 5 libros de él. De Saramago, a mi amigo y a mí nos gustaba su manejo del lenguaje, el ritmo en los diálogos y su forma tan peculiar de utilizar la puntuación. Además, algo tenían las novelas y la poesía de Saramago que me obligaban a leerlo estrictamente en parques públicos.
El famoso autor se retrasó debido al terrible tráfico de los sábados que se padece en Ciudad de México. Un modesto automóvil azul se abrió paso entre la gente que hacía fila en la calle. De él bajó Saramago, pulcramente vestido y más alto de lo que yo imaginaba.
Asombrado al ver la cantidad de personas que esperaban por una firma de él, y al percatarse que uno de los organizadores avisaba al público presente que solamente 120 personas recibirían la insigne firma; Saramago se disculpó por llegar tarde y dijo que él no se iba de ahí hasta firmarle a todos los presentes.
Conforme avanzaba la fila yo me iba poniendo cada vez más nervioso. La razón: en mis manos, además de “El hombre duplicado”, llevaba un pequeño sobre blanco que pretendía entregar en mano a Saramago.
Dentro del sobre, había un compendio de versos del poeta Pessoa -escritos en portugués- copiados de una edición bilingüe. Además de los versos, me despedía de él en portugués: “Muito obrigado, EAAG” (Muchas gracias, y mis iniciales).
Por supuesto yo no hablaba –ni hablo- portugués. Y como la idea de copiar los versos fue algo improvisado, no había tenido tiempo de corroborar si los versos estaban bien escritos –o bien copiados- y me inundaba la cabeza con posibilidades.
¿Qué tal si él comienza una conversación en portugués? ¿Qué pasaría si me pregunta algo sobre Pessoa (autor que apenas conocía)? O que me preguntase cualquier cosa… Preguntas y más preguntas llegaban a mi cabeza y ya el sudor mojaba el sobre blanco. En mis adentros, me sentía el mayor de los tontos.
Sin darme cuenta llegó mi turno. José Saramago me miró a los ojos y me extendió su mano derecha. Yo lo miré a él e involuntariamente le entregué el sobre. Él lo tomó, lo abrió rápidamente, le dio una mirada; lo cerró y se lo guardó en el bolsillo de su saco.
Antes de volver a sentarse, Saramago me miró fijamente durante unos segundos.
Yo ya había colocado mi edición de “El hombre duplicado” sobre la mesa. Él tomó el libro, escribió la fecha y su firma. Acto seguido, personal de la librería gritaron al unísono: ¡Siguiente!.
Durante los meses venideros no hubo un día en que no reconstruyera en mi mente ese par de minutos.
Pasó el tiempo y aquello se volvió una anécdota, hasta el viernes pasado en que tristemente nos enteramos que el Nobel portugués había muerto, en paz y sin dolor, en su casa de Lanzarote, una isla española, a la edad de 87 años.
Lo primero que vino a mi mente fue el recuerdo de su mano fuerte al estrechar la mía. Su mano parecía digna de un pianista: dedos largos, sumamente cuidados y fuertes. Luego, cavilé en la relación entre Saramago y Dios, quizá junto con la justicia social, sus temas predilectos.
No pude llegar a ningún pensamiento final al respecto.
Recordé pasajes de “Caín” y el “Evangelio según Jesucristo”, dos piezas que hablan profusamente de esa relación. Concluí que lo único que había que hacer era volver a darle gracias a Saramago.
Luego pensé en “Otros Cuadernos de Saramago”, el blog personal del escritor. Imaginé lo triste que quedaría ese espacio, y pensé que la tristeza siempre me había parecido algo típico de los portugueses. Me vino a la mente la palabra ‘saudade’, y rápidamente entré al blog de Saramago.
Su último post se titula “Pensar, pensar”; fue escrito el mismo día en que murió Saramago, y de ahí rescato el siguiente pensamiento: “Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte”.
De pronto pensar no me pareció algo tan malo.
Además de incontables horas de emoción y aprendizaje, sobre todo leyendo “La Caverna” y “Ensayo sobre la ceguera”; a Saramago le agradezco el incentivar mi reflexión personal.
Muchas gracias, José Saramago.