El consentimiento generalizado a favor de las matanzas de especies de la fauna puertorriqueña (primates rhesus y patas, monos ardilla, iguanas verdes, caimanes, cerdos y gatos silvestres, entre otros) no se limita a las especies discriminadas y estigmatizadas por el Estado como “exóticas” e “invasivas”. También se hace extensivo sobre las especies usadas para experimentaciones en laboratorios biomédicos y farmacéuticos. No obstante, son animales clasificados como “domésticos” los que en mayores cantidades y por razones de intolerancia social se masacran con fuerza de ley y el aval popular en Puerto Rico.
Los animales realengos (sin dueño), predominantemente perros y gatos, ocupan la atención del cuerpo legislativo insular (Resolución del Senado 759), porque supuestamente existe un problema de “sobrepoblación” y no hay albergues suficientes para contenerlos. El Estado ilegaliza la existencia de animales realengos y sin dueño y, con arreglo a una imaginería fóbica, paranoide e hipocondriaca, reduce sus vidas a la condición de “mascotas”, y enseguida los condena al cautiverio perpetuo bajo el dominio absoluto de sus tenedores (guardianes o dueños). Dentro de esta (i)racionalidad, la ley criminaliza y condena severamente al ciudadano que libere a cualquier animal (convertido por ley en víctima de “maltrato” por “abandono”) y lo obliga a entregarlo a un albergue, para ser enjaulado y disponer de su destino.
Los albergues o refugios de animales, sin embargo, encubren la fatalidad que irremediablemente les sería impuesta. Según revela la investigación senatorial: “Los refugios reciben cientos de mascotas y crías no deseadas semanalmente, animales que son abandonados por sus dueños o sencillamente carecen de hogar y en la mayoría de los casos éstos tienen que ser sacrificados.”
Según las organizaciones que albergan animales -revela la investigación- “de cada cien que se reciben, cinco logran ser adoptados, y noventa y cinco son sacrificados.” En este sentido, podríamos pensar que los albergues o refugios de animales son palabras suaves para encubrir la terrible crueldad practicada en los mataderos del Estado.
La intolerancia social y la aversión a la posibilidad de coexistencia con animales no-humanos en libertad también representa un negocio lucrativo a las empresas privadas contratadas por los municipios para incautar animales domésticos en residenciales públicos (prohibidos por leyes federales) o capturar y disponer de los que viven realengos; libres; sin dueños: “un contrato promedio (…) con una empresa que se dedique al manejo y disposición de animales puede significar la erogación de $50,000 a $70,000 anuales.”
El drama mortal se torna más tétrico aún, dado la incapacidad económica y estructural de los albergues (que tienen la potestad de aceptarlos o no) para encerrarlos y disponer de ellos “humanitariamente”, por un verdugo acreditado (veterinario) y por recurso de una ejecución más humana (eutanasia). Una dramática manifestación de esta cruel política estatal, posibilitada por la intolerancia social hecha ley (y que autoriza a las empresas “recolectoras” a sacrificar a los animales incautados o capturados), fue el lanzamiento de ochenta perros y gatos vivos desde el puente Paso del Indio, entre Barceloneta y Vega Baja, en 2007. La empresa cobró $5,000 por sus servicios.
Dentro del marco de la ley, cerca de 400 caballos de carrera son sacrificados anualmente por inyección letal, no para evitarles sufrimientos por alguna lesión física, sino porque ya no sirven a la codicia de sus dueños. Asimismo, la ley insular promociona las peleas de gallos como parte de la industria económica y atractivo turístico en la Isla; y cela como derecho la cacería “deportiva”, practicada por un puñado de la población para satisfacer pulsaciones sádicas y el vicio recreativo de matar por placer. Fuera de las zonas urbanas, cerca de 1,700 primates rhesus y patas silvestres han sido ejecutados por el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA) en los últimos cuatro años; y las cifras de matanzas en laboratorios experimentales, el Estado las ignora o las guarda de la mirada pública.
Desde la óptica valorativa, ética y política, de la declaración universal de los derechos de los animales, acogida por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1978, las masacres de animales -legales y consentidas en Puerto Rico todavía en 2012- son prácticas genocidas, crueles e inhumanas; insostenibles moralmente; políticamente aberrantes; y social y mentalmente enfermizas.
De modo que, una línea imaginaria muy fina separa la crueldad contra animales no-humanos de las violencias sociales entre nosotros mismos, animales consentidos de la especie humana.
El autor es doctor en Filosofía