
“Las personas que instigaron la violencia aquí están libres, que juzguen o no a los que están en La Haya para mí no cambiará nada”, dice Consolata Ngugi, una mujer de aspecto regio de 49 años.
“Yo me sentiría mal si la CPI los deja libres, porque si son encarcelados quizá sirva de ejemplo a otros políticos y no darán dinero a la gente para que vuelvan a hacer lo que nos hicieron entonces”, reflexiona Flora Nandwa, de 53 años, grande y malhumorada.
Consolata y Flora son víctimas de la violencia postelectoral que desgarró Kenia entre finales de diciembre de 2007 y enero de 2008.
En unas pocas semanas y según las cifras oficiales, 1,133 personas murieron, más de 3,000 fueron violadas y más de 300,000 tuvieron que huir de sus hogares. Otros cálculos hablan de muchas más muertes y de hasta 600,000 personas desplazadas.
La violencia estalló el 30 de diciembre de 2007, cuando la comisión electoral declaró vencedor a Mwai Kibaki a pesar de que todas las encuestas daban como ganador a su rival, Raila Odinga.
Inmediatamente, y de forma aparentemente organizada, los seguidores de Odinga, sobre todo miembros de las comunidades luo y kalenjin, atacaron a los de Kibaki, miembros de la etnia kikuyu.
Poco después, los kikuyu y en especial la secta de los Mungiki devolvieron el golpe también de un modo que no pareció espontáneo. Y además la Policía y otras fuerzas de seguridad –al servicio del Gobierno de Kibaki- también pasaron a cometer atrocidades.
La CPI anunció el 22 de enero que juzgará a cuatro prominentes kenianos como organizadores o instigadores de la violencia y que confirma los cargos de crímenes contra la humanidad contra ellos.
Son Uhuru Kenyatta, viceprimer ministro y ministro de Finanzas, William Ruto, exministro de Agricultura y Educación Superior, Francis Muthaura, secretario del Gobierno, y Joshua Arap Sang, un periodista radiofónico.
Consolata, Flora y otras cinco mujeres se han reunido como cada semana en la iglesia de Christ King de Kibera, el mayor barrio de chabolas de Nairobi y escenario de la peor violencia en la capital durante aquella crisis postelectoral. Aquí hablan y comparten sus experiencias y reciben asesoramiento psicológico y ayuda para reconstruir sus vidas.
“Fue el 31 de diciembre (de 2007) por la mañana. Grupos de jóvenes con machetes saltaron y entraron en nuestra finca. Yo me escondí debajo de la cama pero me vieron y me arrastraron hacia fuera cogiéndome de la pierna, me dijeron que no hiciera ruido y me pusieron un machete en el cuello”, empieza a contar Consolata.
Uno de los jóvenes la violó allí mismo. Luego otro. Luego otro y Consolata perdió el sentido. No sabe si fueron tres o más los hombres que la violaron: “Creí que iba a morir”.
Otro grupo de jóvenes la rescató y la llevó a un hospital.
Más adelante, fue a la Policía, presentó la denuncia y señaló los jóvenes que la habían violado a un grupo de agentes que la acompañaron al lugar de los hechos.
“Pero uno de los policías me dijo: ‘Mama, es mejor si lo dejas pasar’. Hoy veo por la calle o en los bares a los jóvenes que me violaron. No se ha hecho justicia”.
Consolata tenía un puesto de verduras y un pequeño bar. Ambos fueron quemados y hoy sobrevive lavando ropa y haciendo otros trabajos eventuales. Su marido desapareció durante la violencia y no ha vuelto a saber de él. Consolata no sabe si murió o si la abandonó porque había sido violada.
Durante la reunión, la única de las siete que no habla es Florence Kumkanda, una joven de 24 años cuya cara está desfigurada por quemaduras. Tras la sesión, accede a contar su historia en privado.
“Fue el 1 de enero (de 2008), sobre las 4 de la mañana. Alguien prendió fuego a nuestra parcela y bloquearon la puerta para que no pudiéramos salir. Mi casa fue la primera en arder…”, la voz de Florence es cada vez más baja y una lágrima resbala por su mejilla quemada.
Florence había dado a luz sólo tres semanas antes y su bebé murió en el incendio. Su otro hijo, de 7 años, murió un mes más tarde en el hospital. Florence sufrió quemaduras en todo el cuerpo.
“No te enseño más porque te asustarías”, dice con una sonrisa amarga mostrando parte de su vientre.
Florence inició un calvario de más de siete meses en dos hospitales diferentes. Llamaba a su marido pero éste nunca contestaba el teléfono. Hoy está con otra mujer e ignora a Florence cuando la ve por la calle.
Un periodista keniano la entrevistó en televisión, su caso fue conocido y hubo gente que le llevó dinero u obsequios al hospital, pero Florence dice que las enfermeras se quedaron con todo lo que pudieron quitarle. Aida Odinga, mujer del primer ministro Raila Odinga, se apiadó de ella y le pagó la factura del hospital, pero desde entonces Florence no ha vuelto a saber de ella. Antes era limpiadora en el Kenyatta Hospital de Nairobi, pero desde la violencia no ha vuelto a encontrar trabajo y sobrevive con ayudas y lavando de vez en cuando cacharros de la gente.
Las historias de las demás varían. Flora Nandwa perdió su negocio de venta de frutos secos pero ha conseguido volver a montarlo.
Mary Mukiri, de 53 años, perdió el pequeño bar que regentaba y hoy arregla y cose ropa para ganarse la vida.
Elizabeth Munyamo, de 39 años, sufrió una paliza y vio cómo un grupo de jóvenes se llevaba por la fuerza a su marido, miembro de una tribu rival. No ha vuelto a saber de él. Perdió su tienda de ropa de segunda mano y hoy también cose y arregla ropa cuando surge la oportunidad.
Lucy Gatakaa, que también tiene 39 años, perdió su tienda de utensilios de plástico y hoy sobrevive con trabajos eventuales.
Jennifer Kananu, de 38 años, vio cómo un grupo de jóvenes robaron todo lo que pudieron de su casa. Entonces aparecieron tres policías, que le preguntaron si su marido estaba en casa. Cuando les dijo que no, la violaron -los tres- y luego se llevaron lo poco que quedaba en su casa. Nunca volvió a saber de su marido. Cuando intentó poner la denuncia, la Policía no se lo permitió.
Sus historias son representativas de las de los cientos de miles de personas para quienes sus vidas cambiaron irremediablemente. Durante unos días y en medio del caos ocasionado por la violencia se convirtieron en víctimas que aún no han encontrado justicia. Para la mayoría de ellas La Haya queda muy lejos de Kenia.
Ninguna de estas siete mujeres, como en el caso de la mayoría de las víctimas, ha recibido ningún tipo de compensación en estos cuatro años ni ha visto a sus atacantes frente a un tribunal.
Desde 2008, ha habido algunos casos de condenas por robos u otros delitos menores cometidos durante la crisis. Pero, en todo el país y desde 2008 sólo ha habido dos condenas por asesinato y ninguna por violación, según un exhaustivo informe publicado por Human Rights Watch en diciembre. En la primera semana de este mes, la oficina del Fiscal del Estado tenía los documentos de más de 5,000 casos criminales sin investigar referentes a la violencia, según informó la prensa local.
Además, aún quedan al menos 20 campos de personas desplazadas por la violencia (IDPs), donde decenas de miles llevan cuatro años viviendo en míseras tiendas sin poder volver a sus casas. Y esto a pesar de que en 2009 el Gobierno declaró que todos los campos habían sido cerrados y todos los IDPs habían sido reasentados.
“El gobierno miente”, dice indignado por teléfono Keffa Magenyi, coordinador de la red de IDPs de Kenia. “Los desplazados tienen sentimientos encontrados sobre la decisión (de la CPI), creen que se trata de una decisión política: los kikuyu creen que se ha sacrificado a uno de los suyos (Uhuru Kenyatta) y los kalenjin creen que se ha sacrificado a uno de los suyos (William Ruto), los IDPs no creen que la decisión les vaya a favorecer.
“Están en una situación muy desesperada pero el Gobierno les ha hecho tantas promesas que ya han perdido la esperanza”, concluye Magenyi.
Aún no hay fecha para el inicio de los juicios ni está claro cuáles podrían ser las penas en el caso de que sean encontrado culpables. Es probable que Kenyatta y Ruto puedan presentarse a las elecciones presidenciales –que han de celebrarse entre agosto de este año y marzo de 2013- antes o durante las primeras fases de unos juicios que se presumen terriblemente largos. Ambos han declarado que siguen aspirando a la presidencia independientemente de lo que diga la CPI
Mientras tanto, tras la emoción, el entusiasmo, las interminables conversaciones y el sentimiento agridulce durante el día de la decisión de la CPI, la vida sigue en Nairobi y en Kenia.
Kenyatta, Ruto y los otros imputados no asumen ninguna responsabilidad política ni abandonan sus puestos. Y Florence, Consolata y las decenas de miles de víctimas siguen esperando.
“Si el Gobierno me ofrece algún tipo de compensación, entonces sentiré que se ha hecho algo de justicia”, dice Florence guardando las fotos de su bebé y de sí misma antes del fuego.
Fuente Periodismo Humano