Morir, o fallecer, no es lo mismo que perder la vida.
Morir implica algún grado de naturalidad, aun cuando sea imprevisible. Digamos que asociamos morir con la vejez o con el fallo repentino de cualquier órgano del cuerpo. Duele, pero al final entendemos que es parte de nuestra condición humana, y nos quedamos tranquilos.
Entonces, morir es natural. La muerte es parte de vivir, afirmamos.
Perder la vida, por el contrario, implica algún grado de desnaturalidad, aun cuando comparte la imprevisibilidad de morir. Digamos que es un accidente trágico, o una tragedia accidental. Algo que, quizás, se pudo haber evitado. Estar, desafortunadamente, en el lugar y en el momento equivocado. Jamás esperar que uno deje de existir así, de esa manera. Pensar que se pudo haber evitado. No entender por qué sucede. Quedarnos intranquilos.
Entonces, perder la vida no es natural. No es parte de vivir.
Hoy, un niño sirio no despertó en su cunita. No despertará. Lo arropaba las olas mediterráneas de un mar donde otros comparten su sueño eterno, mientras sus padres buscaban un sueño terrenal.
No lo recogió su mamá. Lo recogió un hombre que no es su padre, un policía turco.
Hoy, un niño sirio perdió la vida.
El niño apenas sabía lo que era la vida para entender lo que era la muerte. La muerte que se ha vuelto endémica en su país. La muerte que es parte de la estrategia política del Estado Islámico. La muerte que se ha vuelto la vida de muchos inmigrantes sirios y afganos. La muerte a la que Occidente se ha vuelto indiferente. La muerte que es la cara de la mayor crisis humanitaria de nuestros tiempos, tal vez de la historia de la humanidad.
La humanidad que naufraga.
Morir, pues, no es lo mismo que perder la vida.
La foto de la autoría de Reuters fue publicada hoy en el diario británico The Guardian, en el artículo ‘Shocking images of drowned Syrian boy show tragic plight of refugees‘.