Hablar de Colombia es hablar de dos relatos al mismo tiempo, el de la guerra y el de la construcción de paz. Desde la conquista española, la instrumentalización de la violencia como modo de ejercer el poder, ha situado en el imaginario profundo de nuestra sociedad la normalización de la supresión de lo diferente como un modo de acción social, curiosamente y al mismo tiempo, se ha fraguado la resistencia y la producción de otro sentido, desde la esperanza y la utopía de otros modos de relacionamiento.
La historia de Colombia se ha debatido en la polaridad política, en el cercamiento de los extremos, con posturas encerradas a la divergencia y al disentimiento. Como resultado, varias generaciones de colombianos hemos cosechado un contexto de violencia permanente. La historia de Colombia es la historia de una guerra sin fin y de una lucha por sobrevivir y resistir gestándose en la vida cotidiana.
En la historia, Colombia se vio estremecer con la confrontación directa entre conservadores y liberales, los dos partidos políticos tradicionales más antiguos del país y representantes de las clases sociales más altas; el país portaba los colores azul y rojo, como los únicos modos de hacer política mientras en las calles se forjaba una batalla de ideas que tenía como modo de acción la supresión del otro.
El gobierno, por su parte, no era ajeno a estas disputas, era arte y parte de la fragmentación social; fue objeto de disputa de los partidos tradicionales, lo que lo constituyó también en un escenario para la guerra y para el ejercicio abusivo del poder. El gobierno de turno favoreció de acuerdo al color que se pintara, los intereses de uno u otro partido, convirtiendo a los opositores en enemigos del sistema, persiguiéndolos y eliminándolos.
El clima de descontento y vacío de poder, facilitaron la instalación de la violencia y el miedo como herramientas políticas a lo largo del tiempo; entre los años 1958 y 1974 se generó el primer intento por consolidar un pacto de no agresión en Colombia con el denominado Frente Nacional, un acuerdo entre los partidos conservador y liberal, con miras a negociar los periodos presidenciales entre los dos sectores tradicionales. Se configuró así una estrategia de distribución del poder que dejaba atrás la confrontación abierta entre las posturas tradicionales, pero que a la vez dejó por fuera las posibilidades de participación política de otros sectores.
Este primer intento, resultó en el cierre a opciones diferentes a la propuesta por las élites lo que catalizó las primeras organizaciones armadas que exigían un escenario más abierto en el terreno político, ese fue uno de los componentes que posibilitó el surgimiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), uno de los grupos guerrilleros más antiguos de todo el continente latinoamericano.
A pesar de la motivación legítima que originó a este tipo de agrupamientos, la guerra tuvo la habilidad de deteriorar el proyecto político y de deformar la acción social implícita en sus modos de operación; los actores vinculados en el ejercicio de la violencia se convirtieron en sujeto y objeto de su propio accionar y lograron quebrar el sentido histórico de sus propios reclamos. Es así como la guerrilla se convirtió en un actor victimario dentro del conflicto, inmerso en dinámicas económicas y en procesos de instrumentalización del miedo como mecanismo de control en las comunidades.
El carácter histórico de lo acontecido este 26 de septiembre en Cartagena, con la firma del acuerdo de La Habana, se nutre de esa larga historia de violencias instaladas en las formas de socialización, en la producción colectiva de sentido y en las maneras de hacer y ser en la política nacional. Los dos actores (gobierno y FARC) que se encontraron a estrechar sus manos, representan cada uno de ellos pilares en la configuración de la historia de Colombia, con responsabilidades compartidas en la violencia, que han permeado la estructura social y los mundos de la vida de los colombianos.
En términos objetivos el acuerdo no representa en sí un punto de llegada sino un punto de partida, lleno de baches y nuevas complejidades, que abre la posibilidad de que adquiera por primera vez en Colombia mayor eco el relato de la construcción de paz; el acuerdo asienta su fuerza en la oportunidad de consolidar el terreno de la política como escenario para la resolución de conflictos y no el exterminio de lo divergente.
Desde la violencia bipartidista y la conformación de los grupos armados al margen de la ley, ha pasado más de medio siglo, en los que la población colombiana ha ordenado un imaginario de desconfianza en la institucionalidad y en las formas de hacer política en el país, a pesar de la Carta Constitucional de 1991, que pone en el centro la participación política y la diversidad. Esta, sin embargo, no logró canalizar transformaciones profundas en el contexto de violencia, como tampoco en el imaginario instalado de normalización de la guerra.
Aún falta la refrendación del acuerdo este 2 de Octubre: los colombianos tendremos que salir a manifestar en las urnas si legitimamos o no lo pactado entre estos dos actores, si la apuesta por la paz gana, se avecina una temporada difícil para el país, en la consolidación de los acuerdos en el marco normativo y en la vida colectiva.
El logro de la paz en Colombia representa en este momento no un estado puro ni plano de interacción social, sino un escenario de posibilidad, que requiere para concretarse de actores sociales comprometidos y empeños organizados para desarmar lo más complejo después de la guerra: nuestra propia humanidad.