Cuando Iván me describió el lugar, apenas pude tomar con seriedad lo que me decía. Según mi amigo, en las inmediaciones de la avenida Fernández Juncos, a la altura de la parada 18, había un bar-billar cuya particularidad era la transmisión de películas porno en mute. Aquello me parecía un imposible, a menos que fuera un escondrijo remoto, de esos de dudosísima reputación que operan en horarios de madrugada y, a los que por lo regular, evito exponerme. -No, loco, las películas las transmiten siempre, incluso durante el día. Ya verás- me dijo, al tiempo que insistía en que nos encontráramos en el bar cuando saliéramos del trabajo. Y bueno, la localización específica me la reservo. Digamos que en las inmediaciones del lugar hay muchos talleres de mecánica, almacenes de piezas de automóviles y una que otra oficina de servicios, que comienzan a cambiarle el rostro a este barrio que alguna vez organizó su cotidianidad en torno al tren de pasajeros y carga que circunvalaba la Isla. El bar se ubica en lo que alguna vez fue un almacén. Se trata de una de esas casonas adosadas de principios de siglo XX, con una residencia en la planta superior y un almacén en la planta baja. Su arquitectura tiene un dejo melancólico a las formas del San Juan colonial: techo de gran altura reforzado por vigas; ventanas de dos hojas y persianas de celosías. Claro, todos estos detalles pude apreciarlos desde el interior, pues desde la calle sólo se ven dos puertas contiguas abiertas que hacen esquina. Y justo sobre el dintel de una de las puertas se ubica el televisor que transmite las fresquerías. La primera vez que me percaté de la posición del aparato televisivo recuerdo el sentimiento de sorpresa que acompañaba mi sonrisa en pos de un comentarista cómplice. -Oye, Iván, a la verdad que eso…- dije por lo bajo sin poder concluir el comentario. -Sí, está al garete- me contestó Iván, al tiempo que se hacía de uno de los palos del billar y afinaba su tiro para comenzar una partida. Busqué otra mirada para entablar una conversación, pero todo el mundo estaba en lo suyo: dos cincuentones escudriñaban las apuestas que habían hecho en las carerras de caballos; un trío de viejitos, periódico bajo el brazo y cerveza en mano, discutía sobre política; un puñado conversaba con el bartender sobre no sé qué. La esfervecencia cervecera pronto me puso camino al baño. Digo, a la esquina casi descubierta en la que se mea sobre un muro. Muy poco hice allí, considerando el poco espacio para la maniobra íntima que permite aquel reducto. Incluso desde el área del billar se puede cotejar si hay un usuario en el ‘baño’. Quizás este restroom fue ideado para evadir aquellos clientes que puedan entusiasmarse con el contenido de la cartelera. O tal vez este W.C. cangrejero es el mejor paliativo para aquellos atrevidos que al menor asomo de soledad se dan un azote de quién sabe qué satánico polvo blanco. ¿Y bueno, por qué Iván le llama ‘La Cuellera’ a este antro? Claro, gran trabajo da fijarse en la acción erótica que se presenta en pantalla. Casi hay que pegar la nuca del cuello. Ahora entra a escena una chica rubia y comienza a batallar contra dos caballeros. Mejor una pausa. Volvamos al área del bar. Tras las botellas de vodka y whisky hay una estampa con un paisaje de Cajiga y una cita de Albizu. Por ahí debe estar el cartelito del viejo mellao: ¡Fiao Uff! Más allá una foto de San Roberto Clemente y sendas estampas de Maelo y Frankie Ruíz. No vendría mal una melodía de Felipe Rodríguez para musicalizar este happy hour de testosterona, billar y whisky con agua de coco… Pero, ¿quién se decidió por hacer sonar en la vellonera al Maelo hardcore?: “Si te cojo coquetando con otro, un piñazo en el ojo te voy a dar”. ¡Anda! Súbito entra una mujer al bar. Creo que soy el único sorprendido. Ella llegó. El televisor quedó a sus espaldas, el bartender accionó un botón y ¡zas! Carlos Delgado se preparaba para recibir su tercer lanzamiento, los Mets le ganaban 3-1 a los Padres en la parte baja de la séptima entrada. La joven nada vio: el mismo béisbol aburrido de siempre, sin sonido. Se me antoja que este bar es una metáfora testicular y falaz del porno que allí se exibe: la teatralidad de los cuerpos y gestos que fingen placer se convierten en un aparato ortopédico para la imaginación y el deseo. Ya había visto suficiente. Cuando pensaba en pedir otra cerveza decidí irme a casa. Allá los dejé a todos, ojeando de cuando en vez sus fantasías por todo lo alto, cautivados por ‘La Cuellera’.