
SOBRE EL AUTOR
El hombre alimenta con su cuerpo, percibido como su mejor valor, una relación maternal de tiernos cuidados, de la que extrae, al mismo tiempo, un beneficio narcisista y social, pues sabe que a partir de él, en ciertos ámbitos, se establece el juicio de los demás”. (David Le Breton)
La playa es el lugar más etéreo del mundo. También el lugar más transparente. No hay velos que escondan el pudor del cuerpo, no hay escapatoria. En la playa los cuerpos son como son. La atracción de la desnudez está presente, sin embargo, nadie la nota. Un bloqueo mental veraniego desarticula el cuerpo, lo vuelve estéril y traslada la sexualidad al cuerpo extraño porque el desconocido aún conserva –casi de manera residual- la atracción de la piel despojada. Paradójicamente, la playa se concibe como virgen, alejada de los límites civilizatorios parece conservar cierta pureza aunque sea el lugar más ultrajado por los veraneantes que caminan, escupen, comen, mean y cagan en la arena.
En este estado de violación es casi imposible concebir la virginidad de una playa como así también es incompresible pensar en playas nudistas. Resulta de una redundancia sin sentido porque la playa es por excelencia el lugar democratizador de la desnudez, el pasaje de un cuerpo individual a un cuerpo colectivo amorfo y masivo, sin detalles con cierto resabio de belleza que sólo genera el extraño –aunque sólo sea cuestión de minutos, ya que esa imagen desconocida pronto se hará familiar-. Más extraño aún es comprender dónde quedó el prurito de aquellos acomplejados por la gordura, de las mujeres que hacen el amor con la luz apagada y de las adolescentes que esconden el busto en remeras holgadas. Nadie concebiría mostrarse en ropa interior ante la presencia de un jefe, de un compañero de trabajo o de un amigo pero nadie se interroga sobre estas cuestiones al quitarse la ropa en la playa. Cierto morbo aparece y desaparece tan rápido, se activa la sublimación que felizmente produce el deleite de la libertad, de la liberación de los prejuicios y de la embriaguez de la no conciencia.
Así como Foucault entendió al cuerpo coptado por las relaciones de poder, por una lógica de mercado de consumo que dictamina su forma y su manera de comportarse, la playa esquiva esa lógica, se escapa para redefinir la belleza ya no por su forma sino por una pseudo libertad corporal que se esfuerza por imponerse. En una lógica bajtiniana, el comportamiento de los veraneantes es comparable con el carnaval medieval porque ambos ritos ejercen escenas irrisorias, prácticas grotescas, de una lógica ambivalente en su puesta en juego. La distancia temporal es indiscutible al igual que las libertades alcanzadas en una y en otra época pero cierto resabio de prohibición colectiva se ejerce en el cuerpo y es esa prohibición la que sortea la playa como lo hizo el carnaval.
Sin embargo, existe un estadío posterior a la liberación veraniega que muestra el artificio y consolida la idea de que toda esta exacerbación es ficcional. La descontextualización de la fotografía muestra el aparato, exhibe la trampa. Los veraneantes ven con ciertos ojos reticentes aquellas fotografías vacacionales que no quieren mostrar sin miramientos, la edición fotográfica acentúa la ficción, desarticula la magia y devuelve la imagen de que los cuerpos en la playa están desnudos sin que se den cuenta y son lo que son.