Parecía un día rutinario en el penal. Al primero que vimos fue a Raúl pintando las paredes de los edificios en el Anexo 292 de Bayamón. Juan Miranda, el asistente de cátedra y amigo del profesor Fernando Picó, le preguntó si sabía la historia de ese color verde del que estaba embarrado.
“Eso fue Fernando que allá por los noventa habló con las autoridades de Corrección para que autorizaran que la cárcel se pintara con colores más amables y vivos, para que las retinas de los confinados vieran algo de esperanza dentro de su vida gris”, le contestó.
Seguimos la ruta hacia el primer edificio. Los demás estudiantes se encontraban en sus celdas. El oficial Javier Luna, el llamado “decano del recinto 292”, escoltaba mi sombra. De repente, Miguel salió corriendo de la biblioteca para advertirme: “Profesora, algunos de los muchachos lo saben, otros no. Juan, que siempre tiene prendió a to’ volumen Radio Universidad, se puso bien malito cuando oyó la noticia”. En esta ocasión yo no llevaba libros ni papeles, ni bultos ni computadoras, tenía las manos vacías y temblorosas, pero todo mi ser cargaba unas palabras pesadas, de esas que al decir de César Vallejo: “Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.
Primera parada, se abrieron puertas y portones como por arte de magia, se escucha la gritería de la población que advierte la presencia de una fémina en la casa y una voz que ordena a los compañeros a ponerse camisetas y pantalones. Camino, me acerco, siento el calor, siento la sombra, siento la pena. Muchos cuerpos, muchos ojos, todos curiosos miran a través de las rejas.
Allí estaba Juan Negrón Ayala, la voz de la experiencia dentro del grupo de estudiantes de la Universidad de Puerto Rico en la cárcel, un intelectual fuera de lugar. Quien tres años atrás, cuando fuimos a entrevistar a los candidatos para el proyecto universitario, le expresó al profesor Picó el conocimiento profundo de su obra y su admiración por él.
Lo miré largamente, abrieron el portón, nos permitieron abrazarnos; el poeta no pudo hablar, pero me consoló.
Seguimos la ruta dolorosa. Edificio 4, Christopher Reyes nos vio desde la parte de arriba del módulo, bajó emocionado las escaleras y se aproximó a la reja con una sonrisa dulce, ajeno a lo que lo que estaba próxima a decirle. Christopher, el joven experto en computadoras, el que siempre nos resuelve los entuertos de una tecnología arcaica, quien ha descubierto su pasión por la escritura, por la historia, por servir a los demás. Quien hace poco visitó el Recinto de Río Piedras por primera vez y nos describió cómo tembló de emoción al ver la Torre de la Universidad. Christopher reconoció en el profesor Picó a un padre y a un amigo.
“No es cierto”, me dijo… El gesto de su cara se deformó, se quedó paralizado y a la vez aturdido, como cuando en su carrera de boxeador lo emborrachaban a golpes. Las cuentas de su rosario musulmán temblaban en su muñeca, repicaban de dolor.
“¿Qué voy a hacer ahora?”… Atravesé mis manos por entre las rejas, pegué mi cuerpo al portón, a ver si el calor de mi corazón lo derretía por un instante. Apreté fuertemente sus manos y le hablé a los ojos:
“Ustedes le dieron vida a Picó, ustedes más que nadie mantendrán vivo su legado de esperanza y de apuesta a la bondad de la gente. Honren su memoria con una vida digna y amorosa, háblenles a los demás muchachos aquí de quién fue y de todo lo que hizo en silencio y humildad. Vivan desde su ejemplo, sean las personas que realmente vinieron a ser en este mundo y Picó nunca morirá”.
Así, 22 veces más.
Al salir de la cárcel, Juan Miranda me comentó que un muchacho confinado, ajeno al proyecto universitario, le había preguntado si él era hijo del señor de la guayabera blanca. Juan, sorprendido pero en tono amable, le explicó que no exactamente, que Picó era sacerdote jesuita y que ellos no tenían hijos de la carne, sino hijos del espíritu.
¡Que muchos hijos del espíritu deja mi querido y admirado maestro Picó! Mi Virgilio en ese infierno que es la cárcel, mi consejero y mi amigo. Aquí en nuestra Universidad, junto a la Torre, aquí en esta rotonda donde también despedí a mi otro maestro amado, mi abuelo Jaime, aquí frente a todos sus hijos y a su obra viva, le expreso las gracias en mi nombre y en nombre de las personas privadas de libertad, por su generosidad, por su sonrisa, por su voz, por ese andar ligero, tierno y firme, por tantos libros, por tantos cuentos… Por una vida de servicio y de amor grande.
DESCANSE EN PAZ, FERNANDO PICÓ,
Honra de la Universidad.