Por: Eduardo J. Suárez Silverio
Al emplear el término “eutanasia activa asistida” me refiero a la muerte que es auxiliada por un salubrista ante una condición terminal que conlleva un sufrimiento corporal. En estos casos no existen medios en la medicina para curar esta enfermedad, la cual habrá de provocar próximamente la muerte del paciente. No existe, por ende, la posibilidad médica de que el enfermo recupere la salud y continúe viviendo dentro de la normalidad. Hay diversos tipos de cáncer que ejemplifican esta situación. Este tipo de eutanasia se diferencia de la pasiva, en la se apaga la máquina que mantiene vivo al enfermo, pues en la activa se toman pasos concretos para provocar la muerte del paciente terminal. A esta práctica también se le conoce como ´suicidio asistido´.
En Puerto Rico, como en la mayoría de las sociedades occidentales, el suicidio, y más el asistido, está prohibido. Se asume que las personas no tienen el derecho a terminar con sus vidas. Esta prohibición se explica a base de nuestro trasfondo religioso. Las normas y las leyes que rigen las sociedades no se promulgan en el vacío, sino que corresponden a un trasfondo (o tradición), que determina qué creemos y cómo vivimos. Estas tradiciones varían a través de las sociedades, señalando que no existe un trasfondo universal y objetivo. En este escrito me propongo examinar nuestro trasfondo con relación al tema de la muerte auto infligida.
Específicamente, nos centramos en la creencia doctrinal: Dios da la vida y sólo Dios la quita (1Samuel 6:2). Según esta afirmación, Dios es el dueño de nuestras vidas y violentamos su autoridad cuando escogemos morir. Según la tradición religiosa, hasta cuándo hemos de vivir es un asunto en que no nos incumbe decidir. Nuestra obligación se limita a que ´vivamos correctamente´. Al fin de cuentas, no somos nosotros los que decidimos cuándo se apagan nuestras vidas, sino Él. Por tanto, quitarnos la vida constituye una violación del orden divino (un pecado).
El problema con este precepto es que, si lo aplicáramos consistentemente, se negaría gran parte de la medicina, sobre todo, mucho de la que sucede en los hospitales. Por ejemplo, ¿cuándo sufrimos de una enfermedad terminal, o nos herimos gravemente en una accidente, por qué no creer que Dios nos está llamando, que es Su voluntad que abandonemos esta existencia terrenal? Después de todo, Él no vendrá a buscarnos en una flamante carroza, sino a través de la muerte corporal, que ocurre precisamente con las enfermedades terminales. Siguiendo esta lógica religiosa, un paciente que se somete a quimioterapia podría atentar en contra del orden divino de las cosas. Intentar sanarnos para continuar esta vida podría ser contrario a lo que Él quiere. Por consiguiente, si hemos de ser consistentes con el precepto anterior (qué sólo Dios decide cuándo termina nuestras vidas), debemos dejar que las enfermedades terminales corran su curso y aceptar que se haga Su voluntad, cualquiera que sea.
Si hemos de ser congruentes con la creencia que Dios es quien decide cuándo hemos de morir, no debemos inclusive orar a favor de la curación corporal. Después de todo, ¿cómo podemos saber si Su intención, mediante esta enfermedad terminal, no es precisamente llevarnos al cielo? Por consiguiente, la única oración que tendría sentido es: Hágase Tu voluntad. No somos nosotros los que decidimos qué nos pasará, sino Él. Por eso la oración del Padre Nuestro especifica: Hágase Tu voluntad en la Tierra, como en el cielo. Desde esta perspectiva, el problema es que queremos hacer nuestra voluntad: insistimos en prolongar nuestras vidas terrenales, siendo inconsistentes con el incentivo de que pasaremos a una mejor existencia en el cielo.
Por lo tanto, resumiendo el punto anterior, si hemos de ser consistentes con este principio (Dios es quien determina cuando morimos), tendríamos en principio que rehusar todo tipo de sanación médica, pues el intento de curarnos podría ir en contra de la voluntad divina: Hay que dejar que las cosas sucedan, fundamentándose en la fe de que esto es lo que ocurre porque Él ha decidido que es lo bueno. De todas las religiones cristianas, sólo la religión de la Ciencia Cristiana (Christian Scientists) ha sido congruente con el principio que sólo hay sanación mediante la oración (asumiendo que ésa es la voluntad de Dios).
El problema con estos preceptos, y con muchas religiones, es que se fijan más en descifrar lo que Dios piensa y no en la práctica del amor y la misericordia, como elementos centrales a la voluntad divina. No es casualidad que los dos mandamientos primarios del cristianismo se refieren al amor a Dios y a las otras personas, y no prescriben que intentemos adivinar e imponer lo que Él piensa.
Los Evangelios no son tratados filosóficos doctrinales, sino simples narraciones de cómo debemos comportarnos, y qué debemos creer, en situaciones concretas. El problema con muchas religiones es que se han convertido en sistemas doctrinales que funcionan más en una dirección vertical. En este sentido, se han olvidado del aspecto horizontal, que se centra en el amor hacia los otros.
Es importante establecer una clara distinción entre la persona que se quiere morir por asuntos triviales y remediables versus aquellas circunstancias muy especiales en que no existe la más remota posibilidad de una recuperación en medio de una subsistencia caracterizada por el dolor. En el primero caso, es nuestra obligación hacer todo lo posible por evitar que esta persona se suicide. Por ejemplo, es inaceptable que un joven, deprimido por un rompimiento amoroso o el fracaso académico, intente quitarse la vida. El dolor afectivo, ante un rompimiento amoroso, o la expulsión de un programa de estudio por falta de promedio, son crisis temporeras que se pueden superar. La obligación de los profesionales de la salud es ayudar a ese individuo a atravesar ese dolor, bajo la suposición que su vida puede continuar e inclusive mejorar.
En contraste a estas situaciones remediables, las vidas de las personas con condiciones terminales se deteriora irreversiblemente y, en muchos casos, conlleva grandes sufrimientos. El fin de esta vida, muchas veces acompañada por el dolor, es inmediata e inevitable. ¿Qué sentido tendría el obligar al enfermo a prolongar su sufrimiento ante una condición terminal? ¿Es racional perpetuar el dolor, asumiendo que el sufrimiento tiene algún propósito o valor trascendental? Entiendo que la respuesta es no.
Vivimos en un momento histórico en que nos movemos hacia el secularismo. Para una emergente mayoría de la población no es aceptable que sigamos literalmente los textos sagrados, bajo el supuesto que son mandamientos divinos. Hay que tener mucho cuidado cuando se interpreta literalmente la Biblia. Es muy fácil ignorar el contexto cultural e histórico en que se hicieron las afirmaciones que hallamos en estos textos. Sobre todo, se cuestiona el razonamiento y las intenciones de algunas autoridades religiosas, cuando se hacen los exclusivos intérpretes y autoridades de la voluntad divina.
Por otra parte, también es importante aceptar que hay preceptos religiosos tradicionales que son justificables racionalmente y, por tanto, se deben promover. Hostos opta por esta vía. Por ejemplo, no existe duda que si todos nos amáramos, y dejáramos de agredirnos, como propone los Evangelios, se crearía un mundo mejor. El valor especial del ser humano, como un ser que supone respeto y amor, también es inherente al cristianismo. En fin, existe un consenso general en torno a la deseabilidad de practicar la caridad y el amor a los otros (y en caso de que sea creyente, a Dios).
Pero el amor también implica el respeto y la aceptación por la diversidad, sobre todo cuando ésta no atenta en contra del respeto y el bienestar de las otras personas. Contrario a esto, nos adjudicamos el rol de Dios cuando evaluamos y juzgamos a los otros. En este sentido, el verdadero amor implicar no condenar y rechazar los estilos de vida (sobre todo en el aspecto sexual y en la eutanasia) cuando chocan con nuestras preferencias personales. Al fin de cuentas, no somos nosotros los que debemos juzgar y determinar qué es aceptable. Si creemos en Dios, dejemos que Él haga su trabajo. En este sentido, quizás uno de los mayores fracasos de los cristianos se halla en no seguir un principio explícitamente dictado por Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y se os perdonará» (Lucas 6,37).
Ante la imposibilidad de determinar cuál es la verdadera intención de Dios ante una condición terminal específica, la decisión debe descansar sólo en el paciente, quien es, a fin de cuentas, el que padece. Si éste optara por morir, hay medios más humanos y compasivos de hacerlo. Por ejemplo, hay fármacos que si se engieren en grandes cantidades nos provocan la muerte sin dolor. Además, estos pacientes podrían ser acompañados por familiares, amistades y profesionales que lo ayuden durante este proceso, libre de la culpabilidad y la vergüenza que se asocia tradicionalmente con quitarse la vida. Ayudar a una persona a morir, ante una condición terminal de sufrimiento, es posiblemente uno de los mayores actos de misericordia que podemos realizar. En este sentido, nos acercamos más al verdadero ideal cristiano cuando auxiliamos a los enfermos terminales a acabar con sus vidas de dolor y no los persuadimos a continuar con su agonía hasta que “Dios decida llevarte”.
Por último, los casos más difíciles de descifrar son aquellos en que la persona no se enfrenta a una muerte dolorosa inmediata, pero ha sufrido una enfermedad o accidente que los deja totalmente incapacitado para llevar a cabo las tareas cotidianas en su vida. Por ejemplo, perder toda la movilidad del cuerpo. Hay personas que en estas circunstancias logran vidas de grandes logros y (posiblemente) son felices. Pienso en el caso de Stephen Hawking. Pero aún en estos casos es, en mi opinión, el paciente quien debe decidir si quiere continuar viviendo. Habrá personas que concluyan, ante el panorama presente, que no quieren continuar sus vidas. Debemos respetar y apoyar las decisiones que tomen en torno a sus vidas.
El autor es catedrático del Departamento de Estudios Graduados, Facultad de Educación Eugenio María De Hostos, de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.