Se ven pasar los carros por la plaza, Toyota en su mayoría, no más viejos que del año 95, pero cómo suenan, cómo tiemblan las persianas cocolas de plástico negro que impiden que se cuele el sol por el cristal trasero. De tan acostumbrados que estamos a ellos, ya ni atención les prestamos. Ni siquiera nos levantan de las camas cuando nos pasan cerca de las casas y sus sonidos se nos meten por las ventanas citadinas. Quizás por eso es que este tipo de conductor no toma en cuenta a nadie. Su música, por lo general, no necesariamente es la más que queremos escuchar: bajos que retumban y se mezclan de alguna forma con el muffler alterado y el temblequeo para configurar una nueva forma de música. Seguro que mi infierno está lleno de estos carros truquiados con bazookas que ocupan los baúles de sus vehículos japoneses. Una cultura de silencio y disciplina nos brinda la tecnología necesaria para irrumpir en la vida de todos los que nos rodean, pero el sonido de nuestros espacios públicos es una gama de gustos interpuestos a la cañona, ventanas abajo que nos permiten escuchar esas frecuencias altas de las guitarras bachateras o aquellos reguetoneros egoístas que nos privan de los sonidos de sus teclados de Fruity Loops al subir sus cristales y sólo dejan que las ventanas escupan los bajos sintetizados que los amenazan con hacerlos estallar. Sin embargo, el estallido nunca ocurre. Sobreviven impunes. La grandeza del sonido es un concepto que funciona de manera muy particular en la cabeza de los seres humanos. Mahler formó orquestas grandiosas que le daban un carácter heroico a su nacionalismo ferviente. Quería imponer su sonoridad a través de todo el teatro con secciones de cuerdas agrandadas, una sección de metales enorme con mucha más presencia; un escándalo diría. Ahora bien, me pregunto, ¿sobreviviría una sinfonía de Mahler el griterío de la plaza pública? No creo. Ni siquiera su orquestación sería suficiente para competir contra estas aberraciones del sonido. Las motoras pasarían acelerando en neutro, las canciones de Aventura chocarían con los bajos de Ñengo que, a su vez, acompañarían los lloriqueos de Arcángel. La vida, desde el comienzo de la amplificación, no ha sido la misma. El sonido transmitido a través de objetos ajenos al instrumento (el amplificador, la bocina), cambió por completo la música. Esta técnica de añadirle volumen al sonido de un instrumento, o a un reproductor de música a través de un pequeño botón, también transformó la forma de escucharla. Antes tenía que haber un silencio que no interfiriera con la capacidad de los instrumentistas de proyectar su sonido. Al entrar el ser humano en control de cuándo y cómo queremos escuchar la música, este concepto cambió dramáticamente. Además, esto le dio otra dimensión a los instrumentos: poder sonar unas “100 veces” más fuerte que lo que un ser humano podría. Esto es algo sumamente democrático. Además, con el tiempo, estas técnicas se han desarrollado de manera tal que cada cual anda con su propio mecanismo para dar su propio concierto; ya sea para lavar su carro o por puras ganas de salir a la marquesina y hacerle saber al mundo su gusto musical. Imagínense que cada vez que su vecino quisiera salir a la calle a recortar la grama lo acompañaran 6 mexicanos con sus guitarrones cantándole al oído sus rancheras favoritas mientras el vecino de al frente comparte con la familia Sanabria completa. Sería horrible, ¿no? Pues esta aberración nos la ha permitido la tecnología y estos mejunjes han dado paso a la guerra de los decibeles. Mientras en la plaza pública intentan dar un concierto delicado, con una sección de cuerdas y con el tenor Antonio Barasorda vestido de encantador de mujeres, con todas las personas sentadas en silencio, escuchando (casi todas, siempre tose alguien), al otro lado de la calle alguien decide aportar al espectáculo con sus subwoofers que quieren reventar. Es una lucha injusta. ¿Cómo el señor director Francisco Figueroa puede pedirle más a su sección de cuerdas para opacar al campeón que está dando consejos de amor por las bocinas del otro lado de la calle? No queda más que pensar en la era “cageiana” de la música (la de John Cage: compositor, google him!) y verlo como un performance sofisticado y muy costoso, un statement de las nuevas sonoridades urbanas; del sonido de la plaza pública municipal nuestra. Y es que en los espacios públicos se ha acostumbrado a que el sonido no es tan sólo una onda que se transforma en nuestros oídos. La mayoría de las actividades que se celebran allí tienen niveles que hacen sentir la música como si estuviésemos en una discoteca alemana. La intensidad de estas sonoridades les permite a los presentes participar de la música sin tener que tener consideración alguna: beben, gritan y hablan sin límites porque las bocinas se encargan de opacar todo sonido disidente. El pobre “bambi” que aportó al desarrollo de la música en la plaza con Barasorda ahora queda opacado ante el poderoso equipo de Eric Lopés Sound. Estos escándalos sonoros pueden ser sumamente divertidos y son muy propensos a encubrir el desenfreno total. A las bandas de rock les encanta poner ese bombo a que nos llegue al pecho. Los cocolos “peakean” ese bajo para que lo amarre todo. La bachata tiene esa guitarrita penetrante que parece que nos hinca la frente. Todos tienen su fetiche sonoro: “Súbeme aquí, bájame el piano, dame trompeta…”. Los teléfonos celulares, allí no se oyen. Las tertulias frente a la tarima ni se sienten; el grito es lo único que puede llegar a unos 10 pies de distancia. Pero, ¿qué pasa cuando de repente hay un cuarteto de jazz frente a una plaza con ganas de sonar lo más real posible? ¿Qué hacemos cuando a la plaza pública de Naranjito llega la Orquesta Filarmónica a interpretar algún arreglo del maestro Rivera Toledo? No se pueden hacer conciertos íntimos sin que la gente quiera participar de la misma forma en que participaron del grupo de música electrónica que tocó allí la noche pasada. El sonido cercano no se puede aprovechar de ninguna forma, porque siempre pasará alguna tumbacocos con bocinas gigantescas promocionando la campaña de algún bobo. Recuerdo que, en mis tiempos de clarinetista, andaba estudiando alguna pieza de Saint-Saëns en un salón del Conservatorio y una tumbacocos se detuvo al frente. Me acerqué a pedirles que, por favor, bajaran el volumen. De allá sólo se escuchó una voz que gritaba: ¡Que viva Rosselló! Bonito día para ir a la playa.