
Las telenovelas mexicanas constituyen un fenómeno cultural prácticamente global. Se traducen a multiplicidad de idiomas y son vistas alrededor de Latinoamérica, Estados Unidos, Europa y Asia. Con estos melodramas llega mucho más que una historia predecible, por lo general capítulo tras capítulo el televidente tiene acceso a una historia salpicada de elementos regionales y autóctonos que sintetizan –a veces muy pobremente- la idea de lo que es “ser mexicano”, o al menos lo que se pretende proyectar como tal. Tampoco falta nunca la típica escena de la protagonista –o alguna figura femenina del elenco- conversando con una imagen de la Virgen de la Guadalupe, encendiéndole velas, colocándole alguna ofrenda floral o suplicándole porque interceda en alguna causa perdida. Tampoco está ausente el emblemático “close up” a la imagen de la Virgen que, de algún modo, iguala en el gesto bondadoso a la protagonista que para entonces luce un terrible y conmovedor rostro compungido. Esto recuerda a una telenovela mexicana en particular que llevaba por nombre, precisamente, Guadalupe. La actriz Adela Noriega protagonizaba el culebrón y su personaje, como era de esperarse, se llamaba Guadalupe. De hecho en las imágenes promocionales aparecía la actriz con un paño de estrellas cubriendo su cabeza a la usanza de la Virgen. Esta construcción del personaje nos ofrece pistas sobre cómo será esta chica y sobre todo, nos indica que estamos ante una mujer casi santa e incapaz de cometer alguna falta. Su nombre es Guadalupe y eso la enmarcaba en una tradición incuestionable. Este ejemplo, a todas luces muy trivial, ejemplifica no sólo la presencia popular de todo lo relacionado al culto de a la Virgen de la Guadalupe en México sino la importancia de la imagen de la Virgen en la construcción de un imaginario de “lo mexicano” para el ojo extranjero y de lo que debe aspirar, en términos de virtudes, la mujer mexicana y ¿por qué no? latinoamericana. Elemento que se traduce a la multiplicidad de advocaciones marianas que han contado con un mayor número de seguidores en los diversos escenarios religiosos. De otra parte, es probable que sea un atrevimiento decir que México no sería lo que es sin la presencia de este culto popular y religioso, pero ciertamente no sería tanto atrevimiento decir que la construcción interior y exterior del imaginario popular del México orgulloso, independiente e iconográfico experimentaría un amplio vacío si la Guadalupe fuese una ausencia. Se trata pues de una imagen iconográfica insertada tanto dentro del imaginario de lo nacional como de la construcción de la mujer virtuosa. La complejidad de este culto mariano y su lugar asegurado en la cultura popular y culta se sostiene en gran medida por sus orígenes borrascosos. Desde el año 1530 se puede trazar una muy difusa línea entre el origen del culto y su reconocimiento mundial. Según el historiador mexicano Edmundo O`Gorman se conoce de un peregrinaje indígena y criollo a una ermita ubicada en la colina del Tepeyac para rendir culto a una virgen pintada. Precisamente el mismo lugar donde existió un santuario prehispánico en el que se rendía culto a la Madre de Dios, Toci, “Nuestra Madre”. De este modo se fue cuajando un culto unificador a Tonantzin, como fue nombrada. ¿Adoraban a la Virgen? ¿Adoraban a su antigua deidad? ¿Adoraban a un híbrido de ambas o a un nuevo elemento? Imposible esclarecer esos asuntos de la fe.Sin embargo, este origen distante no es el relato fundacional de este culto. Pasó un siglo antes de que la historia matriz surgiera con la aparición en el 1648 de la obra Imagen de la Virgen, Madre de Dios Guadalupe, del sacerdote y bachiller Miguel Sánchez. En dicho texto se narra la versión, hasta hoy sostenida, de que la Virgen se le apareció a un indio llamado Juan Diego en tres ocasiones en el año 1531 y que, se trató de una imagen sagrada en sí misma pues apareció milagrosamente impresa la imagen de la Virgen en un manto. Una aparición literaria muy oportuna que tuvo repercusiones más allá de la ficción. Lo próximo fueron las pruebas científicas, las influencias para consolidar el culto en la Iglesia Católica y la diferenciación de este culto de aquellos heredados de España como el muy popular culto a la Virgen de la Inmaculada Concepción. Para los escépticos se trató de un montaje, para los creyentes, un auténtico milagro. De todas formas, la Guadalupe se alzó como la madre de América y la Inmaculada –aunque la Guadalupe es en sí una virgen inmaculada por sus elementos simbólicos en la representación visual- se quedó tan europea como siempre lo fue. Se logró así insertar a América dentro de la tradición milagrosa del cristianismo y, ¿para qué negarlo? se inyectó un poco del germen de la identidad patria que, más adelante, llevó al sacerdote Miguel Hidalgo, quien encabezó una insurrección popular contra el poder español en 1810, a enarbolar una bandera con la imagen de la Virgen de la Guadalupe como insignia de identidad nacional y como marca de la diferencia. Ella se convirtió en“el otro”. Y no podía ser de otra manera, pues aparte de todas las cosas que le hacen única como objeto de culto ya que podríamos hacer otras lecturas como tomar la idea de una madre nacional, de una intercesora de los americanos, de una integración total de América dentro del cristianismo, en fin por donde quiera que se mire la imagen y el culto es sólido y completo, complejo y difícil de desentrañar. Todo está claro en él y nada lo está realmente. Y hay que preguntarse si realmente importa el dato específico a este punto, la imagen en sí es capaz de superar toda duda, pues su origen antiguo ligado a una tradición ancestral, reconstruido cuando estuvo a punto de morir y hermanado a la identidad nacional mexicana lo colocan en los lugares más sensibles del individuo y del concepto de nación. Ningún emblema puede ser malo, como ningún himno puede ser feo o ninguna bandera vacía de significados pues, estos elementos son parte de algo más grande que la propia sociedad en la que operan. Son las pocas cosas intocables que tiene un país que, en el caso de México y del culto a la Guadalupe, son banderas que se cuelan en los lugares más insospechados, como en el televisor de algún japonés o en el llanto falso de la protagonista de algún culebrón. Allí se erigen intocables.