Pasada una década, es decir la cuarta parte de mi vida, desde que vine a los Estados Unidos, me he transformado, paulatina y creo yo que naturalmente, en una persona con una proximidad más cotidiana con la política norteamericana que con la peruana, incluso con más conocimiento de aquella que de esta y, dependiendo del día, para ser sincero, con más interés en la primera que en la segunda. Eso no es un acto deliberado; declararlo no es una proclama de desamor. Aunque de seguro no faltará el chauvinista que aproveche mi confesión para acusarme de anti-peruano, alienado o vende-patria, lo cierto es que no hay nada más natural ni más saludable para un migrante que sentirse poco a poco parte del mundo que lo recibe, tanto como del mundo del que se ha alejado. Mi interés en la política americana se traduce en convicciones y también en identificaciones. Descubro, por ejemplo, que la vida bifurcada entre lo peruano y lo americano me ha dado la primera oportunidad en mi vida adulta de sentir que hay políticos allá afuera que piensan lo que yo pienso y con los cuales puedo sentirme conectado con comodidad y sin remordimientos. El ala izquierda del Partido Demócrata es bastante más coherente, civilizada y, finalmente, realista, que buena parte de las izquierdas latinoamericanas. La izquierda del Partido Demócrata no siente necesidad alguna de proclamar su simpatía por esperpentos seudo-revolucionarios del tipo de Evo Morales, Correa, o los hermanos Castro. Como consecuencia de ello, en el modelo americano uno puede llamarse de izquierda y actuar de acuerdo con ello y no verse obligado a cargar con el lastre histórico de la izquierda opresora de la Revolución Cubana, ni a bajar la cabeza ante cualquier payaso en esteroides como Hugo Chávez, ni en la incómoda e hipócrita posición de tener que hacer la vista gorda ante las destrucciones que la izquierda ha causado muchas veces en América Latina. La izquierda americana, al menos la que cabe dentro del espectro del Democratic National Committee, finalmente, busca lo que todas las izquierdas del planeta deben buscar, es decir, soluciones efectivamente democratizantes: una restricción al tamaño y al poder de las grandes empresas financieras, un marco de moderación al campo de acción de las empresas comerciales; una revisión de los sistemas de bienestar y salud social, de tal modo que su llegada sea universal, incluso si eso demanda la socialización del sistema de salud, entero o en parte; la defensa del libre mercado sólo siempre que sus intereses no sometan el interés público. Dentro de los márgenes de lo que aquí llaman the culture wars, el ala izquierda del Partido Demócrata favorece la eliminación de las discriminaciones de género o de opción sexual en cualquier ámbito: la garantía de salarios idénticos para hombres y mujeres que ejerzan labores semejantes y la libertad del matrimonio homosexual, por ejemplo. Los líderes visibles de la izquierda latinoamericana, aliados y adulones del dictador iraní, tendrían que ser muy caraduras para no notar que su amigo persa es uno de los mayores promotores del sometimiento de la mujer y la persecución de los homosexuales. Ese sometimiento y esa persecución en Irán y otras partes del mundo son, así, tácitamente apoyados por quienes dan su respaldo a personajes como Chávez. La izquierda del Partido Demócrata es también el ala norteamericana más abierta a impulsar políticas activas de promoción de la igualdad étnica: es el sector que articuló inicialmente el instrumento ejecutivo de la corrección política, es decir, las normas de la affirmative action. Es asimismo el grupo más flexible a la recepción de la inmigración extranjera, el más opuesto a la incomprensible libertad de portar armas que tantos derechistas defienden en este país como si llevar un revólver en la cintura fuera el símbolo mismo del libre albedrío. Compárense esas posturas con las de la seudo izquierda latinoamericana: un Humala, por ejemplo, que habla de razas cobrizas como las únicas con derecho a llamarse latinoamericanas y que entrena soldaditos de opereta para que le sirvan de vanguardia rebelde. Una de las cosas que más me llaman la atención en esta esquizoide división de intereses que implica, para mí, el prestarle tanta atención a la política del país donde vivo como a la del país donde nací, es notar el innegable parecido de la izquierda latinoamericana con la derecha norteamericana. Ambas coinciden flagrantemente en el chauvinismo, la xenofobia repetida, el patrioterismo barato, la afición a culpar de sus males siempre a un país extranjero, la constante amenaza violentista, el perenne conservadurismo en asuntos culturales, el esencialismo localista, el derroche de discursos populistas, el coqueteo con el racismo, la cada vez mayor desconfianza ante el supuesto elitismo de la esfera intelectual (encarnada en la idea de que existe una forma de sabiduría silenciosa y profunda en el pueblo que es bastante más crucial que los hallazgos de la cultura académica, aun si nunca se ofrece una pista sobre cuál es esa sabiduría). Lo más obvio ante esa nómina de coincidencias entre la izquierda latinoamericana y la derecha norteamericana es que los puntos de intersección parecen una perfecta descripción de principios fascistas. Dick Cheney y Hugo Chávez, Sarah Palin y Ollanta Humala, los enemigos se dan la mano en esa zona oscura y temible donde los miedos y las paranoias rigen la política y los complejos de inferioridad se resuelven en afirmaciones histéricas de la propia superioridad. Más allá de las enormes diferencias de política económica, están claras para mí las notorias similitudes entre esa izquierda sudamericana y esa derecha norteamericana. Y en el fondo no es sorprendente que dentro de posturas ideológicas que se sienten rivales y lo son, aparezca tal multitud de semejanzas: el populismo, el nacionalismo, el chauvinismo y la xenofobia, todos se construyen siempre sobre la imaginación de un enemigo radical, aunque sea ficticio, o aunque sea más parecido a uno de lo que uno quisiera aceptar. Esa zona oscura, la dominada por esos cuatro rasgos, es donde habitan los verdaderos rivales de la izquierda liberal, de la izquierda progresista y de la izquierda culturalmente opuesta a la discriminación y a la marginalización. Lamentablemente, este tipo de izquierda es virtualmente inexistente en el Perú, y cuando tiene esperanzas de asomar se ahoga en la contradictoria proximidad con personajes como Ollanta Humala, ideológicamente un enemigo natural al que algunos izquierdistas, sin embargo, quieren usar como tabla de flotación. Para acceder a la nota visite: http://puenteareo1.blogspot.com/2010/02/la-izquierda-que-no-tenemos.html