“Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”. (Jorge Luis Borges)
Todas las noches mi padre entraba a mi cuarto y se sentaba en el borde de mi cama y me contaba historias sobre las mariposas. Decía que los aztecas las utilizaban como forma de pago o como joyas; y que también representaban a los muertos y a las personas que cumplían el rol de héroes.
La última leyenda que me contó mi padre antes de marcharse fue sobre los aztecas, quienes creían que si en una habitación entraba una mariposa y se posaba sobre la pared, la persona que vivía allí moriría…
Soy sólo entomólogo; soy sólo Pablo; soy sólo el que no fue al Congreso Nacional de Entomología en Perú por la culpa de María… Todo por culpa de María.
La conocí en septiembre, creo, cuando fui al museo de La Plata con un amigo para mostrarle algunas de las especies de mariposas y para contarle un poco más sobre mis viajes por los países latinoamericanos, mis incesantes investigaciones sobre la enigmática Arid Bronze Azure, hermosa mariposa de un extraño y único color negro que sólo muy de cerca revela que sus alas no son precisamente negras sino grises iluminadas por un aterciopelado púrpura. Y allí la conocí a María, en el pasillo de entomología número 7. Estaba inclinada sobre las vitrinas con las cejas fruncidas tratando de leer todos esos nombres científicos. Ella no era mi tipo de mujer. Su falda no combinaba con la transparencia de su blusa. Su pelo, ligeramente peinado, recaía sobre su cara. De su enorme bolso azul sobresalían las aromáticas cabecitas de jazmín que seguramente había comprado al vendedor de la esquina antes de entrar al museo. Era fresca, algo desprolija, despreocupada y quizás eso me atraía de algún modo. Me acerqué disimuladamente pensando en frases posibles para comenzar una charla. “Veo que te gustan las mariposas”, le dije. “Ves bien”, me contestó picara.
Me llamo Pablo y soy entomólogo. Dije eso y me preocupé por la poca fluidez de mi comunicación. Me llamo María y soy escritora que nunca pudo terminar su primera novela. Esa respuesta logró ablandar el tenso clima, nos sonreímos y decidimos caminar juntos por el museo. No tardó en bajar un poco el cuello de su blusa para mostrarme una mancha de nacimiento igual a una pequeña mariposa negra en pleno vuelo sobre su delgado cuello.
Así era María, una mujer que no era de mi tipo; no sólo porque llevaba esmalte rojo en las uñas de sus pies, sino porque era perfecta y hacía y deshacía todo con una intensa naturalidad… (Hasta las cosas que nadie quiere hacer como cocinar para 30 personas, lavar los platos, levantarse a las 6 de la mañana después de una noche de excesos, o soportar escenas de celos) Por eso me enamoré de ella, casi obligado, casi no queriendo, claro, por su culpa.
De alguna manera yo le resultaba interesante, me pedía que le explicara todo lo que sabía sobre las mariposas o que le exagerara las historias de mis viajes mientras ella me hacia parte de su vida. Me contaba sus ocurrencias, sus posibles futuros libros. Lo fácil que se perdía en Buenos Aires buscando los personajes para sus novelas jamás terminadas. Me hablaba de lo gracioso que eran sus amigos y lo trascendentales que resultaban las reuniones en su departamento de Recoleta, su pequeño mundo decorado con fotos en blanco y negro pegadas hasta en las paredes del baño; un tocadiscos que ella arrastró hacia el rincón de la cocina color coral (¿quién más podría tener un tocadiscos allí y una cocina de ese color?). La sala era pequeña, piso de madera oscura y varios sillones viejos de terciopelo color verde musgo lo decoraban. “Ese color que sólo se encontraba en un bosque al cual nadie podría entrar”. Eso lo decía ella.
La primera vez que realmente supe que María no era mi tipo de mujer fue el domingo que conocí a sus amigos. Puso un disco de Louis Amstrong mientras movía sus caderas al compás de las embriagadoras melodías del jazz, a veces se daba vuelta y me sonreía despreocupada de cortarse un dedo mientras picaba el tomate en perfectos cubitos. Recuerdo que me quejaba por el intenso calor mientras ubicaba los platos y las copas sobre la mesa y observaba el largo de su vestido blanco que de hecho no era para nada largo sino que muy corto para mi gusto, pero así era María.
A las siete vinieron sus amigos: Patricia, su amiga de la infancia; Lola, una compañera con la cual había cursado no sé qué materia de Filosofía y Letras; y Julián, su mejor amigo que la llamaba siete veces a la semana para contarle no sé qué cosas. Dejaron las botellas de vino en la cocina y nos ubicamos en la mesa. Me senté al lado de María, del otro lado se sentó rápidamente Julián y enfrente las dos chicas juntas como si fueran siamesas. Inmediatamente comenzaron las risas, las charlas, viejas historias, que aquel día en la universidad, que el viaje tal, que el amante de la directora, que el trabajo actual del fulano… Un vino abierto, luego otro, humo de cigarrillo en mi cara, el escote del vestido de María se agrandaba cada vez más, la mano de Julián se posaba sobre el suave hombro de ella, y él me miraba, me miraba como los que miran cuando tienen algo que los demás no pueden…
Luego un nuevo disco de música en francés. Julián, el carismático, se paraba y realizaba mímicas de alguna anécdota como si nosotros fuéramos sordos que sin sus gestos no entenderían nada. Luego a bailar, María me tiraba de la mano y claro que yo no haría el papel de ridículo en frente de todos, me negué. Ella me sonrió, (porque ella hace eso, siempre sonríe) y se fue a bailar al lado de Julián. Su cuerpos no se tocaban, peor que eso, fluían con la música como si ya lo hubieran hecho anteriormente, como si no necesitaran del tacto para mostrar que sabían la duración de cada movimiento. El vestido de María se balanceaba y sus pies y su cadera… El escote de su vestido se agrandaba cada vez más destacando a la pequeña mariposa del cuello y yo los miraba desde el fondo del sillón verde musgo, los miraba como mira el que pierde algo.
María tenía la mirada escondida en el humo; él bailaba y sudaba. Ella sujetaba la botella de vino tinto que resaltaban el espantoso rojo de sus uñas que confirmaban una vez más que no era mi tipo de mujer.
Recuerdo que quise recordar poco al día siguiente. Fui al laboratorio a buscar unos resultados, algunos apuntes de una investigación y ella me acompañó. No quería demostrarle cuan molesto estaba por lo ocurrido la noche anterior, me sentía y más porque ella estaba relajada jugando con la brisa que le despeinaba el cabello, y me hablaba sobre lo mucho que se río ayer y lo rico que estuvo el vino. Creo que no aguanté y le grité, creo… Creo que aumenté la velocidad y ella se asustó. Creo… Porque mientras ella se divertía y seguía con su vida, yo dejaba viajes y retrasaba mis investigaciones para estar con ella, pero claro, para qué explicarle todo esto si era María, la que jamás sería mi tipo de mujer, la que luego me susurraría al oído está bien Pablo, tranquilo, ya pasó, ya pasó…
Pasaban los días, pero ella no sabía de relojes ni de calendarios. Salía a cualquier hora sin avisar tan sólo para buscar historias que pudieran encajar en sus estúpidas novelas que justo ahora desenterró para terminar. Pasaba la mitad del día viajando en subterráneos, mirando fijamente los ojos de extraños como rescatando algo, como buscando algo. Luego volvía a su pequeño departamento; se sentaba en frente mío; y comenzaba a recortar mariposas de papel sucio, casi viejo, pidiendo que le cantara otra vez sobre las mariposas, su metamorfosis, sobre la última leyenda que me había dejado mi padre, si… antes de marcharse.
Domingo, el mismo ritual con los mismos amigos, con el mismo movimiento de caderas que hacía María cuando bailaba su triste jazz, con su cuello destapado, sus brillosas piernas y con Julián siempre a su lado. Y yo del otro lado, mirándolos, emborrachándome con un vino que no me gustaba, que nunca podría ser mi tipo de vino… Ese domingo rompí una botella contra la mesa, luego un grito, luego muchas manos, un desmayo o una caída, no recuerdo, sólo sé que me desperté con los ojos enrojecidos en el piso de mi casa. Salí rápidamente aun mareado, a buscarla. Toqué el timbre hasta el cansancio, ella no abría, llamé al portero, le hablé de ella, de mí, de su departamento color coral, de los sillones de ya no importa qué color… Pero qué podría entender él, no sabía de María de ninguna María, sólo me acompañó hasta su puerta y con una de tantas llaves que tenía la abrió. No había nada ni nadie, ni los sillones ni las fotografías ni el tocadiscos, ni olores de un ayer. Su habitación, la cama desecha, sábanas blancas arrugadas como yo, almohadones caídos, la puerta del ropero entreabierto chillaba, la abrí completamente y un almanaque viejo cayó suave y se deshizo cubriendo todo el piso con miles de sucias mariposas de papel.
Tan sólo una se posó sobre la pared de la habitación…
Para acceder al texto original puede visitar la Revista Alrededores.