Para el análisis que pretendemos hacer es fundamental primero delimitar el concepto de prostitución que manejamos. Prostitución aquí se entiende como el intercambio de servicios sexuales por dinero, llevados a cabo por mujeres que libremente eligieron esa profesión. Por tanto, en esta discusión, no tiene cabida la trata de personas, ni la prostitución forzada, ni la prostitución de niños y jóvenes. Esas prácticas son criminales y deben ser tratadas como tales. Dentro del amplio campo del trabajo sexual me detendré solamente en la prostitución heterosexual femenina, abogando por su legalización y reconocimiento como trabajo sexual.
Me impresiona el discurso abolicionista por reconocer en él una alianza extraña y peligrosa entre el conservadurismo puritano y misógino con algún tipo de feminismo e incluso, con alguna izquierda, pero no suscribo tampoco los discursos que celebran la prostitución. Para mí, la cuestión no es tanto si estos comportamientos son o no son políticamente correctos sino si de partida, y según parece, forman parte de las manifestaciones sexuales de algunas mujeres (o constituyen una forma de garantizar los ingresos necesarios para su supervivencia) y por tanto no tenemos derecho a condenarlos. Después de todo, ¿por qué habríamos de hacerlo? ¿Por qué no nos gustan? ¿Por qué no nos convencen? ¿Por qué va en contra de nuestras concepciones? Creo que el reconocimiento del trabajo sexual nos obliga, en primer lugar, a reconocer a las prostitutas como seres humanos con derechos, al mismo tiempo que nos “des-instalamos” del “confort” de la “moral burguesa”, con la que, a pesar de todo, nos habituamos a convivir.
¿Podemos hablar las sometidas?
La relación entre el feminismo y las prostitutas, en general, ha sido una no-relación o, en algunos casos, una relación tensa. El debate sobre la prostitución es heredero de los grandes debates acaecidos en los años 80 que enfrentaron a las feministas anti-pornografía con las feministas pro-sexo. El debate sobre la prostitución es, a mi entender y dicho de una forma simplificada, una prolongación de aquella discusión. Por un lado, tenemos a las feministas abolicionistas que ven a las mujeres prostitutas como víctimas del patriarcado, incluso ensayando una nueva normativa en relación con dicha expresión.
La consideración del feminismo conservador de que la prostitución constituye una manifestación del poder patriarcal y, por consiguiente, una forma de violencia de género, coloca a las prostitutas en dos lugares distintos pero ambos despreciables. Por un lado las prostitutas son vistas como traidoras a la causa feminista, dado que destruyen todo el edificio teórico que sacraliza la sexualidad y la encierra en el espacio privado de la intimidad; mientras que, por otro lado, son percibidas como víctimas económicas y culturales, como mujeres que ejercen esta actividad solo porque no tienen otro remedio.
Esta visión, a la vez condenatoria y salvadora, encierra a las prostitutas en el espacio de lo infra-humano y de la infantilización cognitiva: son contempladas, o bien como “viciosas”, ejemplos de la degeneración de la relación sexual púdica, o bien como mujeres incapaces de tomar decisiones, dentro de las lamentables condiciones de su vida y de tomar el camino hacia una supuesta sexualidad feminista. Pero, yo me pregunto: ¿No es la sexualidad un campo de expresión personal que no debe de ser constreñido? ¿No propone el feminismo una sexualidad liberada de las constricciones de la moral patriarcal? ¿Qué sentido tiene, entonces, sustituirla por otra normativa? ¿Qué lugar queda para la autonomía y para la libertad de las mujeres cuando se prescribe una sexualidad como la “adecuada”?
Por otro lado, tenemos a las feministas pro-sexo que defienden la búsqueda del placer y del disfrute sexual por la mujer, reconocen la existencia de grandes diferencias entre las mujeres a la hora de expresar su sexualidad y la necesidad de permitir -sin coerciones- las búsquedas personales. Todo esto redunda en una especie de proteccionismo benevolente: las prostitutas son víctimas de una situación económica que las obliga a “la mala vida” y, por consiguiente, la respuesta social debe ser capaz de prevenir su entrada en esa actividad, por un lado y redimir y rehabilitar a aquellas que ya estuvieran en ese mundo, por otro. En este imaginario conservador y “salvador”, la decisión de continuar siendo prostituta es ilegítima; las “buenas” prostitutas deben antes confesar su arrepentimiento y pedir ayuda para “dejar la mala vida”.
Curiosamente, el debate sobre la prostitución se realiza sin las prostitutas. Kate Millet decía que para discutir sobre la prostitución la única figura relevante era la de las propias prostitutas y que, sin su participación, el debate se convierte en una especie de escolástica. Comprender como se ven ellas, cuales son las representaciones que hacen de sí mismas y del trabajo que ejercen, es un paso fundamental para abandonar el discurso heterónomo sobre la prostitución. Cuando las prostitutas se asumen a sí mismas y son reconocidas como sujeto de su propio discurso, lo que dicen desestructura las concepciones y los perjuicios que se crean sobre ellas y sobre su trabajo.
Escucharlas permite darse cuenta de que la gran mayoría percibe su actividad como un trabajo. No tienen baja autoestima, no se ven como víctimas y tampoco sienten que su trabajo sea indigno. Si se sienten víctimas, no es por la actividad que ejercen sino por el estigma que las coloca en un lugar social de sometimiento, siendo este estigma, precisamente, el que da lugar a sentimientos ambivalentes hacia su trabajo.
Consideramos a la prostitución como un trabajo, una actividad que se puede ejercer de muchas y diferentes maneras. Pensamos que es muy importante distinguir entre aquellas que lo hacen obligadas por terceros de quienes lo hacen por una decisión individual. Aunque, obviamente, esa decisión esté condicionada por las circunstancias personales, como lo está todo lo que hacemos cualquiera en la vida. Para nosotros, la existencia de la prostitución tiene que ver, no solo con la situación de desigualdad de las mujeres respecto de los hombres, sino también con la pobreza, con las desigualdades Norte-Sur, con la sociedad mercantil, etc. Concebimos a las prostitutas dueñas de toda su dignidad y su capacidad para decidir sobre sí mismas y sobre sus condiciones de vida. Son, en definitiva, trabajadoras a las que se deberían reconocer los mismos derechos que tienen el resto de las trabajadoras.
La ceguera epistemológica establece una dicotomía que coloca a las prostitutas en “otro” lugar, el de la transgresión de la norma, al mismo tiempo que afirma un “Nos” amputado, un “Nos” que no reconoce a las prostitutas como parte de la categoría mujeres, ni tampoco admite que haya prostitutas feministas. Un “Nos” portador de una sexualidad autorizada y que califica la transgresión de esa norma como “pecado patriarcal”.
Las trabajadoras sexuales feministas no se sienten avergonzadas de su trabajo. De hecho, se sienten muy orgullosas de no sentir vergüenza y de haber superado tabúes y perjuicios sexuales. No consideran que nadie deba decidir por ellas y sobre si su trabajo es opresivo, perjudicial o humillante. Para mí, la prostitución nunca ha sido degradante porque siempre he creído que el sexo es algo positivo, ya sea hecho con amor o como un servicio. Cuando es algo que se hace consensuado es positivo.
Así pues, el feminismo debe preguntarse sobre la forma en la que se reproduce la opresión; debe percibir la necesidad de integrar a las trabajadoras sexuales en el feminismo para que éste sea la suma de un proyecto emancipatorio donde tengan cabida todas las mujeres. En verdad, los derechos de las mujeres están inexorablemente ligados a los derechos de las trabajadoras sexuales, aunque solo sea porque el estigma de “puta” se usa para descalificar a cualquier mujer que manifiesta iniciativa sexual o económica.
A través del estigma se aísla a la prostituta y se crea una categoría, la de puta, que nos divide entre putas y no putas; asimismo, se aplica a aquellas que no entran en la categoría en sentido estricto, pero que pueden ser calificadas como tales por diversas razones: por el tipo de trabajo, por el color de su piel, por su clase social, por su sexualidad, por su orientación sexual, por una historia de abusos, por su estado matrimonial o, simplemente, por el estatuto de género.
El reconocimiento del trabajo sexual como actividad profesional saca a las prostitutas del lugar “Otro” y las rescata para un “Nosotras” comprensivo y diverso. Disolver esta frontera permitirá la integración de las prostitutas en el movimiento feminista de la misma forma que obligará al feminismo a romper con la malla estrecha y conservadora de una moral que margina a las prostitutas del discurso y de la propuesta emancipatoria. De la disolución de la frontera entre las mujeres “buenas” (Nosotras) y las “malas” mujeres (las Otras) debe emerger un nuevo sujeto social diverso y polifónico.
Este escrito es el primero de una serie de tres partes. La autora es miembro del comité de redacción de la revista portuguesa Virus.