“Garabateaba en las paredes de la celda versos innumerables. El director de la cárcel enviaba a un preso a borrar con cal estos exabruptos míos”, así lo narra Francisco Matos Paoli en su “Autobiografía Espiritual”. ¿Dónde quedaron aquellos garabatos, los delirios con que impregnó los muros de la prisión con su saber frenético y lúcido? ¿Es su Canto de la locura la excedencia, el desborde de aquel borrador blanqueado?
La pregunta es un capricho, excepto para quien lee y relee este poema con su propia locura bien plantada entre las sienes, buscando alguna respuesta posible no en la poesía sino en la pared; sí, en la pared imaginaria donde los poetas inscribimos aquello que sabemos anterior a la letra y a su lectura: el garabato espiritual de nuestra precaria inteligencia:
La pared, la pared,
la sola realidad sin sol hermano,
la que me reservan
los pobres renacidos.
Puerto Rico tuvo a un loco, a un místico, a un patriota, a un poeta, Francisco, que sobrevivió al desenfreno de sus “exabruptos” para recuperar el lenguaje de los cuerdos y traducir a humano la tragedia de “la isla de todas las reconciliaciones” (y de las agresiones, digo), sin perder la gracia metafórica de la insania. “La isla avergonzada” de Canto de la locura, y la poética del frenesí con que el poeta asumió su escritura, sigue siendo más real y tangible que esta otra isla, la de ahora, cuya locura no es paridora de metáforas.
“Poesía es sacramento”, anotaba el poeta. Así se entiende, si hay que entenderlo, que pueda haber poetas, patriotas, a los que la poesía, la patria les cueste una locura, una prisión, una fe o una isla. Francisco Matos Paoli es todos estos poetas y este solo libro contiene todos los poemas posibles para registrar unas pérdidas individuales y colectivas tan profundas que solo en las imágenes más oscuras son verdad y transparencia:
Ya está transido, pobre de rocío,
este enorme quetzal de la nada.
En un poema atravesado por el delirio surrealista y por el vuelo de los pájaros (“la flora del cielo”) hay, sin embargo, nombres propios que irrumpen en ciertos momentos y lugares como piedras memoriales de un proceso histórico y biográfico concreto: “para llamarme alguna vez Francisco”; “Pedro se llama el dirigente”; “Yo conocí a Don Ricardo Díaz. (Me cortaba las uñas en la cárcel)”.
Se llama por su nombre, igualmente, a figuras del entramado espiritual y emotivo del poema: Saulo/Pablo; Teresa de Jesús y Francisco de Asís; Cristo, Jehová/Dios y Luzbel. En este libro importan los nombres. Como importa la mujer cuyo nombre no se dice pero mantiene unido lo disperso, el pecho roto del poeta:
Una mujer es lo único que tengo
para acabar con todo adiós
en la noche más noche de las alas.
La elusión del nombre propio de esta mujer la sincretiza afectivamente con otras dos figuras femeninas: la madre y la Virgen María.
Ya los pies se pulverizan en la espuma.
Y la noche cerrada
borra la primavera,
me roba el plenilunio de Lares,
insta al huérfano mío
a abandonar el pan dorado
de todas las constelaciones.
Y es que estoy loco,
que vuelvo a mi madre, la mística,
coronada de pobres
en aquella penumbra sellada, desplegada,
arrobada,
de mi aldea.
En su breve “Autobiografía espiritual” publicada en 1982, el escritor narra con detalles una experiencia mística mariana que tuvo después de su salida de la cárcel en 1955, durante una de sus varias reclusiones en el Hospital de Siquiatría o “Manicomio Insular”:
“Solamente un milagro podía devolverme la razón: mi voluntad de vivir para el arte y mi fe religiosa en la Virgen María. Quiero ser ingenuo. Una vez, por medio de un sueño, tuve una revelación. Me acuerdo como ahora. La Virgen María habría de curarme de la ruptura mental que padecía. Y así fue, en efecto. (…) Mi fe me había salvado. Esto no lo digo para que ustedes lo crean. A mí me consta. Pero es muy difícil probar a los extraños a la experiencia religiosa este milagro hecho por la Virgen María”.
La visión de esta tercera figura, apenas esbozada en el poema, concluirá el drama de Canto de la locura sin resolverlo:
Sé que Luzbel atiza
su silencio
para que no sea más que una oreja sin cuerpo,
estupefacta,
pero mis ojos ven la virginal blancura
y ya jamás me creo
como la arena que titila
en el Desierto.
La aparecida es una ecuación de fuga hacia el misterio. Entre signos interrogantes la voz del vidente deja en suspenso su orfandad de madre e isla.
¿Cuándo vendrá la florecita
de Francisco de Asís,
el de la fina humillación en las cosas,
a retener la isla jubilosa
en que no moría mamá,
alta, alta,
abrazada al luminar del día,
fuerte como los
amados
elementos?
Pero todavía queda otro nombre preso entre signos interrogantes: Puerto Rico. En el duelo de los sustantivos, la isla es llamada así una sola vez en todo el libro. Si Lares es la madre y Jayuya la patria (“su misma sombra redimida /en un Treinta de Octubre”), Puerto Rico, en el poema como en la historia, es un nombre por fundar (“Pedro se llama el Dirigente. / Piedra de Puerto Rico, Piedra fluvial y alada/ con el aroma de la sangre mártir/ de un Domingo de Ramos”).
Aunque nos sintamos a años luz de aquella época en la que entre cárceles, masacres y represión política, el movimiento nacionalista-albizuista del que formó parte Francisco Matos Paoli dio la pelea por conquistar el nombre Puerto Rico, hoy sus palabras siguen resonando con tal que volvamos a ellas para escucharlas:
Tenemos que enloquecer,
extraer de nosotros mismos la raíz despavorida
del cielo,
volcar nuestras miradas fatigantes,
quedar solos con una extraña soledad acompañada,
con los vigías tan terribles
que exigen el precio de la sangre
para anudar los ruiseñores
en la brama potente de la luz
que viene de los Tres Picachos.
Volver a este poema es preguntarle a la pared, la de entonces y la de ahora, para reescribirla: “Hace falta volver a la inocencia, /crear de la nada, /sostenerse en un hilo…”. Y aquí, como el huérfano místico, como el político recluso, como el loco lúcido, garabatear el muro con nuestros propios exabruptos.
Porque soy el poeta,
befa mayor de la palabra,
debo tener el cielo dispuesto al mundo vano.
(…)
Yo no puedo
esperar
la palabra,
ser el maestro loco que afina el horizonte.
Garabatear el muro es comenzar a derribarlo. Y es aceptar que vendrás también tú, compañero o compañera de prisión, a blanquear lo que escriba.
Ya estoy
reconciliado
con el polvo,
con la saliva fría de aquel loco
que obedecía a Cristo
en el empuje cruel de la distancia.
En ti, John o Jane Doe, el carcelero delega, negándote el nombre, el poder de la borradura; y tú asumes, por cuenta propia, el de escupir mi mejilla. Acepto, con Francisco, que puedas ser musa, o el gatillo que haga disparar el arma que Gabriel Celaya vio (y algunos ya no vemos) cargada de futuro.
Yo sé que de la saliva de aquel loco
brotó el ramo rojo de rosas,
brotaron las constelaciones,
el aéreo andar
que redime la planta encanecida.
Eres, John o Jane Doe, el diálogo obligado entre yo y yo, la conciencia de la pared, del límite y de su posible transformación en vía de acceso a lo otro, a lo que está más allá de la ofensa vertida en saliva.
Sé que el vecino hace un esfuerzo
grande
por ser hombre,
sé que debo hablar con armonía,
apaciguar el león que se come el crepúsculo.
En resumen, “Judas es necesario” y “Luzbel es la incomunicación, / el fácil deletreo que idiotiza”. Te necesito y me necesitas, John o Jane Doe.
Acepto ahora el trueno,
trizada fealdad de la luz.
(…)
Acepto la libertad,
la loca libertad perlada,
la fusión con el eco que se ignora a sí mismo.
Acepto la santa ignorancia:
lo que otros llaman esperanza,
lo que otros llaman paciencia
de las luceradas
que alargan más los días.
A veces la poesía, como la fe y como la patria, es aquello que sobrevive al duelo entre el amor y la violencia. El garabato enardecido con el que también yo, a mi modo, “empiezo a darme luz en las esquinas”.
Pongo mi piel en venta
¿y quién me compra?
(…)
Si quieren robar mis versos,
adelante.
Si quieren confundirme con el loco John Doe,
adelante.
Estoy presto a todo,
a ser el inerme nacarado
que pasa y no pasa.
A ser la criatura clausurada
que nadie saluda en la calle.
A ser el imperfecto
que cada día derrama
el cubo de la basura.
Pero no podrán quitarme el desvariado sentir
que me imanta a las dalias caídas,
no me podrán quitar
esta sangre inocente que milita
en una isla avergonzada.
(Todas las citas poéticas de Canto de la locura, Ed. Ángel Darío Carrero, Terranova Editores, 2005).
La autora es poeta y se desempeña como editora en la Editorial de la Universidad de Puerto Rico.
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