Carlos Herrera estaba en su segundo año de universidad estudiando administración de empresas cuando una tarde se le acercó un profesor y le habló sobre la idea de trabajar en la industria de la aviación. El profesor le había comentado que conseguiría trabajo rápido y que sería bien remunerado dado que la aviación estaba en boga. Carlos quedó convencido, y sin pensarlo dos veces emprendió una carrera en mecánica de aviación. Lo que él no sabía era que una vez trabajando como mecánico duraría hasta 24 días en una ciudad desconocida, lejos de su familia, trabajando en la reparación de un avión.
Esa fue la ocasión que más tiempo duró Carlos fuera de su hogar en Orlando. Fueron 24 días en los que trabajó en la ciudad de Nashville en un chequeo C4, una revisión y reparación mecánica rutinaria que suele ser compleja y larga. En aquel momento, Carlos trabajaba como representante de control de calidad para la aerolínea JetBlue y sin su aprobación ningún avión podía volar. El problema estaba en que con Carlos sumaban a cuatro el número de representantes de control de calidad que tenía JetBlue. Esto presuponía un trabajo arduo tratándose de una aerolínea que opera una flota de 185 aviones. No es de extrañar entonces que Carlos pasara más tiempo reparando turbinas que compartiendo con su hijo Carlitos.
Al principio, su calendario de trabajo consistía en 15 días corridos laborando en un centro de reparación y luego 15 días libres. Sin embargo, en muchas ocasiones duraba hasta 17 y 18 días trabajando dependiendo de la cantidad de reparaciones con las que tenía que lidiar. Lo que es peor, es que en aquellos 15 o 18 días de trabajo no dormía en su casa, sino en hoteles, puesto que los centros de reparación estaban ubicados en distintas ciudades.
Donde más trabajó fue en un centro de reparación ubicado en El Salvador. Como él habla español, era el predilecto de su compañía para trabajar en aquel centro. En el país centroamericano, al igual que en los demás centros de reparación ubicados en los Estados Unidos, Carlos no conocía a nadie. Estaba solo la mayoría del tiempo, esperando que acabara la jornada para poder regresar a su casa en Orlando.
Su situación empeoró cuando luego de unas regulaciones hechas por la compañía, las reglas del juego cambiaron y ya no serían 15 los días de trabajo y 15 los libres. Bajo la nueva reglamentación cambiaron a 8 los días libres, y a 22 los de trabajo.
“Al principio no me molestaba estar allí, pero ya cuando llegaba el día 13 yo me empezaba a desesperar. Yo me quería ir pa’ mi casa y ver a mi familia”, comentó Carlos.
Para él era muy difícil tener que estar 22 días mensuales fuera de su país y solo. Carlitos incluso había empezado a bajar las notas en la escuela. Todo esto afectaba al equilibrio emocional de Carlos, quien necesitaba estar con el mejor estado de ánimo para que su equipo de trabajo tuviese en la mejor disposición de trabajar. Él estaba consciente de que la vida de muchas personas dependía de su trabajo, por lo que no dejar decaer el ánimo de los trabajadores era vital.
Luego de varios meses en aquel estado de soledad remota decidió ahorrar. Redujo sus gastos al mínimo y guardó todo el dinero que pudo para garantizarse solvencia económica ya que estaba claro en que renunciaría. “Yo sabía que no podía vivir así”, dijo.
Hace un año que renunció a JetBlue y en menos de 6 meses fue empleado por US Airways, donde también trabaja como representante de control de calidad. Actualmente, continúa viviendo en Orlando y labora en un centro de reparación que ubica en la ciudad de Charlotte en el estado de Carolina del Norte. Allí funciona con un calendario que le permite tomar una pausa de tres días libres por cada cuatro de trabajo.
A través de toda su carrera, Carlos ha laborado en Tampa, Atlanta, Luisiana, Cleveland, Cincinnati, Boston, Denver, Dallas, San Juan y especialmente en El Salvador. Al sol de hoy, lleva 15 años trabajando con aviones y no piensa dejar de hacerlo, pues como él le confesó a Diálogo: trabajar en la industria de la aviación “es un estilo de vida que cuando te acostumbras te hace falta”.
Pero no todo el mundo se acostumbra. A Ivana González, quién se desempeño durante seis meses como azafata para American Airlines, estar volando constantemente le causaba depresión.
Durante ese tiempo, Ivana, de 24 años, viajó a un sinnúmero de ciudades. En muchas de ellas estuvo por periodos lo suficientemente largos que le permitieron turistear. Al igual que a Carlos, la aerolínea le pagaba las estadías en los hoteles donde pasaba las noches. De esta forma, Ivana tuvo la oportunidad de conocer Los Ángeles, Guadalajara, Ciudad de México, Ecuador, Honduras, Seattle, Nueva York y hasta las playas de Salvador en Brazil.
Cuando fue contratada, luego de un training que duró tres meses, ella sabía que su empleo sería así y por eso estaba muy contenta y emocionada. Sin embargo, solo le bastó su primer viaje, donde tuvo que pasar 22 horas en Guadalajara, para empezar a darse cuenta de la soledad que le esperaba trabajando como azafata.
“Yo estaba sola todo el tiempo y lejos de mi familia. Eso me tenía en depresión porque me estaba perdiendo de las cosas que pasaban en mi familia como el cumpleaños de mi hermano y una reunión familiar especial que hubo en casa de mi tía. Además como te dije, siempre estaba sola durmiendo en un hotel donde no conocía a nadie”.
–¿Por qué no te unías a los demás asistentes de vuelo que al igual que tú tenían que quedarse en aquellas ciudades?–
“Porque ellos ya estaban acostumbrados a eso. Ya estaban hartos de estar volando, ‘so’ ellos simplemente se metían en su habitación y se quedaban ahí hasta que saliera el próximo vuelo”, respondió Ivana.
Cuando ya tenía cinco meses trabajando para American Airlines, la idea de renunciar empezaba a persuadirla cada vez con más fuerza. Ella trabajaba 15 días al mes y tenía 15 días libres. Sin embargo los días libres no eran consecutivos. Digamos, por ejemplo, que tuvo que trabajar en un vuelo que salía desde Miami en dirección a Lima. Una vez en la capital peruana, tenía que quedarse allí hasta que saliera el próximo vuelo de su aerolínea que podía ser en dos días a partir de su llegada. Esos dos días que pasaba en Perú contaban como parte de los 15 días libres que le correspondían por mes. Al final, según aseguró Ivana, eran muy pocas las veces en las que no tenía que trabajar y podía darse el lujo de pasar dos o tres días en su casa.
Aparte de la falta de estabilidad, Ivana comentó que los cambios constantes en los husos horarios afectaron su reloj biológico y en varias ocasiones sufrió de jet lag –un síndrome que se produce cuando se desequilibra el reloj interno de una persona provocando irritabilidad, fatiga y problemas digestivos.
Ivana ya estaba cansada de estar volando 11 y 14 horas diarias. Comentó, incluso, que por pasar tantas horas a 30,000 pies sobre el nivel del mar –una altura para la que evidentemente no está diseñado el cuerpo humano– se deshidrataba, se le resecaban las manos, tenía dolor de oído y sufría de fatiga. Además, ella tenía miedo de que sucediera un ataque terrorista y que, como ocurrió después del trágico 11 de septiembre de 2001, la aerolínea despidiera a una gran parte de su plantilla y ella se quedara sin empleo y sin haber terminado su carrera universitaria.
Tras todos estos infortunios y preocupaciones, Ivana no vaciló cuando tomó la decisión de renunciar. Pero como un trago agridulce, no tuvo que hacerlo puesto que fue despedida tras habérsele olvidado ponerse su name tag en el uniforme durante el último vuelo en el que trabajó. Ese vuelo, fue la última vez en que Ivana atendió a decenas de pasajeros que nunca supieron de la soledad y la tristeza que se esconden detrás de la sonrisa amable de una azafata.
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