Esta es la segunda y última parte del reportaje La vida del cadáver. Para leer la primera parte pulse aquí.
La muerte siempre es un evento, y más cuando se vive en un pueblo pequeño donde casi todos se conocen. Luis Jiménez Álvarez creció en un pueblo de esos, en San Sebastián. Por eso, recuerda que cuando era pequeño se pasaba metido en velatorios y cementerios.
‘Vente pa’ ver a fulano’, le decía su papá cada vez que alguien moría y su familia se disponía a dar el pésame. A él nunca le molestaron esas invitaciones, pues ya desde niño había en él un apego al tema de la muerte. Cuando cumplió sus 14 años su afición a lo fúnebre era tal que no le bastaba con visitar los eventos funerarios a los que su familia asistía. Por eso un día se personó en la funeraria más importante de su pueblo y se ofreció como voluntario para ayudar con los quehaceres del negocio.
La funeraria se convirtió en el nicho favorito de este niño, que hoy ya es un hombre que se dedica a embalsamar y con un carácter taciturno y mirada intimidante le dijo a Diálogo: “yo nací para esto, para ser embalsamador. Desde pequeño me gustaba esto”.
Luis no está casado, ni tiene hijos y vive en una casa en San Juan. Está acostumbrado a escuchar la alarma a las 3:00 de la madrugada. Cuando lo hace se levanta, le dice adiós a su cuarto cuyos gaveteros están llenos de estatuillas de santos, velas y una que otra cruz, y le dice hola a un cadáver frío que lo espera acostado en una camilla. No le da asco, ni pena, ni cosita. Nunca sintió nada, salvo fascinación.
“Hago esto de corazón. Para que los seres queridos [del difunto] se lleven una buena impresión”, dijo.
Mientras los familiares del difunto, afligidos por el dolor, pasan la noche sin pegar un ojo, Luis los mantiene bien abiertos de cara al fallecido. Así, bajo el silencio que solo las madrugadas saben tener, Luis embellece al cadáver según las instrucciones que recibe de los familiares. Si es mujer le suele poner pintalabio, polvo, mascara, liner y otros cosméticos. Luego le toma de la mano tiesa y fría y le recorta las uñas, se las lima y se las pinta. Le lava la cabeza con champú, se la seca por encima con una toalla y luego agarrándole el cráneo le pasa el blower y a veces la plancha. La viste, la perfuma y termina.
‘¡Que linda me la dejaste!’, le dicen a cada rato.
Los familiares de los embalsamados lo suelen agradecer y felicitar con frecuencia. A veces han llamado a la funeraria para solicitarlo por segunda y tercera vez como embalsamador. ‘Que me la prepare Luis Jiménez, que él me preparó a mami y me la puso bien bonita y más joven’.
Y es que en este oficio donde se ven tripas, sangre, heces, y en ocasiones, gusanos comiéndose la carne del muerto, la belleza es importante. En eso es donde se invierte el mayor esmero de los embalsamadores, en dejar al cadáver hermoso. Todos los embalsamadores entrevistados por Diálogo comentaron que para los familiares es muy importante que el homenajeado del velatorio esté presente con su mejor atuendo y apariencia. Incluso, cuando el velatorio es con caja cerrada, los familiares quieren que al fenecido lo vistan con el mejor traje posible, que lo peinen bonito y que lo perfumen. Es como si morir no significara dejar de existir, y por tanto las costumbres estéticas de los vivos se hacen extensivas a los muertos.
Pero antes de vestir y maquillar al cadáver, ¿qué hacen los embalsamadores con el cuerpo?
Orlando Rodríguez, presidente de la Junta Examinadora de Embalsamadores de Puerto Rico, se reunió con Diálogo y contestó la pregunta:
- Antes de tocar el cuerpo, lo primero que se hace es leer la definición de la muerte. Una vez se sabe la causa, fecha, hora, circunstancias del fallecimiento y condiciones que padecía el difunto, se determina la cantidad de formaldehído –un químico– que se utilizará en el cadáver. Este químico es utilizado a modo de preservativo.
- Luego se le hace una incisión de una pulgada en el cuello. A través de la incisión se escarba entre la piel y la carne para localizar la vena y la arteria principal.
- Se abre la vena para que salga toda la sangre del sistema circulatorio. Simultáneamente se abre la arteria para inyectar el formaldehído. Es decir, se evacúa la sangre y se sustituye por formaldehído.
- Después se le debe extraer la sangre que no se encuentra en el sistema circulatorio, sino en la cavidad torácica. Para eso se le hace una incisión por la cual se introduce una aspiradora que succiona toda la sangre que quede.
- Se le cosen todas las incisiones.
- Se baña el cadáver.
- Y por último, se viste y se maquilla.
Ahora bien, si al cuerpo se le realizó una autopsia el cadáver llega abierto y con todos los órganos examinados por el forense dentro de una bolsa plástica. En estos casos, el embalsamador debe lavar todos los órganos y aplicarles el preservativo. Una vez lo hace, vuelve a meter los órganos en otra bolsita, la cierra y la mete dentro del cuerpo. Según explicó Rodríguez, los órganos se le vuelven a depositar al cuerpo porque eso es parte del difunto y por consiguiente debe permanecer con él. Ante un proceso que podría resultar pavoroso, muchos de los que pretenden ser embalsamadores renuncian a la idea.
Rodríguez le informó a este medio que existe una cantidad considerable de estudiantes de embalsamamiento que se dan de baja de las escuelas cuando ven el proceso. Hay quienes podrían pensar que muy poca gente quiere ser embalsamador en Puerto Rico. Sin embargo no es así. En las listas del Departamento de Estado se registra la emisión de cerca de 380 licencias de embalsamadores anuales. Para tener una idea, anualmente en Puerto Rico se emiten cerca de 500 licencias de abogacía y cerca de 110 de ingeniería. Para convertirse en embalsamador se debe estudiar la materia por dos años, luego realizar 18 meses de práctica, tomar dos reválidas teóricas y luego embalsamar un cuerpo frente a la Junta Examinadora. Cuando se cumple con todos los requisitos satisfactoriamente la persona se licencia y puede comenzar a ejercer su oficio.
Por lo general, el embalsamador embalsama de 2 a 3 cuerpos diarios y cobra entre $125 y $175 por cada cadáver. En ocasiones se podrían embalsamar hasta 7 cuerpos en un día. Como la muerte no sigue protocolos ni tiene agenda, los embalsamadores no tienen horario de trabajo. En cualquier momento les puede sonar el teléfono y tienen que abandonar una fiesta, un cumpleaños o un día en la playa para ir a trabajar con el cadáver. Para Orlando Rodríguez la falta de un horario fijo es lo más fuerte del oficio. No obstante, aunque se tenga que perder de fiestas y lo sorprendan en la madrugada con que hay tres cadáveres que embalsamar, Orlando ama su trabajo.
Su primera experiencia con un cadáver fue cuando tenía 8 años. Su bisabuela había muerto y la estaban velando en su casa. Orlando, siendo un niño había escuchado rumores de que a los muertos les cortaban los pies. Como a su bisabuela la velaron con media caja cerrada él pensó que efectivamente le habían cortado los pies. Para salir de dudas se quedó despierto hasta tarde y cuando ya todos estaban durmiendo salió de su cama en silencio. Caminó despacio y asustado. Llegó al ataúd y abrió la caja.
Su padre lo descubrió y lo castigó. No importando el castigo, la experiencia de ver el cuerpo inmóvil de su bisabuela lo marcó de por vida. Al igual que Luis Jiménez, desarrolló tanto interés en la muerte que a los 13 empezó a trabajar en una funeraria lavando los carros fúnebres y desde entonces no ha parado de trabajar con la muerte.
Lleva 26 años embalsamando y se siente privilegiado de eso. “Yo tengo el privilegio de estar aquí con un cadáver”.
En sus 26 años de experiencia ha tenido sorpresas. Un día, por ejemplo, le llegó un cadáver con el que debía trabajar. Cuando abrió la bolsa donde vienen los cuerpos quedó pasmado. Era el cadáver de una amiga suya y él la tendría que embalsamar.
Sin embargo, nada fue más impactante para él, como la vez que tuvo que embalsamar a su abuela. Él no quería hacerlo, pero su abuela en vida le dijo “si no es contigo, no quiero que nadie me toque”.
Nos contó que cuando vio al cuerpo, se quedó paralizado, y una vez empezó el proceso tuvo que hacer pausas a cada rato para llorar. Para él lo más fuerte fue cuando le tuvo que hacer la incisión en el cuello. Es como si no se quisiera reconocer que la persona está muerta, y que con esa incisión moría la negación y la muerte de su abuela se hacía patente. Cada embalsamamiento le toma menos de dos horas. Con su abuela tardó siete.
Y es que a diferencia de Víctor Díaz, Orlando no ha perdido la sensibilidad y cuando ve a un cadáver no ve a un muerto, sino a una persona. A veces, incluso, hasta les habla.
“Chico pórtate bien, pa’ que quedes bonito, para que tu familia te vea bien”, les ha dicho. Y es que Orlando piensa que mientras embalsama, el alma del difunto se mantiene merodeando por el área viéndolo todo.
Al igual que Orlando hay otros embalsamadores que le hablan a los cadáveres. Tal es el caso de Jorge Rosendo Rodríguez, embalsamador con diez años de experiencia.
Rosendo, como le llaman, conversó con Diálogo sobre el asunto y dejó saber que siempre que embalsama siente pena por el fallecido, más aun cuando se trata de un niño.
Él siempre les habla. “¡Qué lindo quedaste! Que linda la ropa que te van a poner”, les dice.
“Yo sé que tengo compañeros que tienen el corazón de piedra, pero yo no. Lo que le puede afectar a cualquier persona, me afecta a mí también”, expresó Rosendo quien hoy tiene 33 años.
La sensibilidad de Rosendo es tanta que admitió que a cada cadáver lo trata como si fueran personas vivas. Para él, son como pacientes encamados que requieren cuidado especial. Por eso los trata con cariño, les dice cumplidos y hasta le tapa las partes íntimas mientras los embalsama.
Y es que decir adiós es tan difícil que nadie quiere reconocer que la muerte existe. Ni siquiera Rosendo quiere reconocer la muerte de uno de sus “pacientes encamados” a quienes él ni siquiera conoce. Para la suerte de los familiares del muerto, Rosendo tiene la habilidad de prepararles los cadáveres de tal forma que terminan pareciendo que están vivos, durmiendo en un sueño profundo del cual no despertarán.