Que la literatura empiece al momento en que ésta se hace pregunta era una de las ideas de Maurice Blanchot, quien a la vez nos advertía que la interrogante no debía confundirse «con las dudas o los escrúpulos del escritor». Goza la literatura de esa cualidad intrínseca de la palabra que es ininterrumpida, puesto que no habla, sino que es. Para ser, tiene que ser vista. No es gratuito que Blanchot (en El espacio literario) también presuma que la obra solamente se hace obra cuando se convierte en la intimidad del que la recibe, de aquel que la lee. Por tanto, la literatura –la escritura– acapara sentido cuando el ojo la recupera, la reconstruye, la recrea.
Dada la necesidad de ser vista, y en prestación de la antropología fenomenológica de Hans Blumenberg, los humanos reparamos nuestra discontinuidad en el constante deseo de ser vistos. De ahí que yo siempre argumente que los escritores son una suerte de exhibicionistas –convirtiendo al lector en voyerista–.
El planteamiento de Blumenberg, en Descripción del ser humano, no alberga complejidades inmediatas: entre los primates, el Homo sapiens es el único que sostiene su postura de bípedo erguido, lo que lo capacita para tener un mejor campo visual de su entorno. A la vez, lo hace más vulnerable: ser visible es hacerse altamente liquidable. A mayor visibilidad, mayor el riesgo. Como la escritura: visibilidad y riesgo.
Por ser un animal expuesto, el ser humano recurre a maneras de ocultamiento que le prestan cierto barniz de opacidad. Ello da origen a que el humano sea capaz de reflexionar sobre su condición, sobre sí mismo, que son dos de los motivos que vinculan a dos prácticas esencialmente humanas, como lo son la poesía y la filosofía. Para Blumengerg, el hacerse visible no sólo representa un factor determinante en la evolución de la especie humana, sino que también determina su relación con el mundo a manera de puesta en escena, que pudiésemos interpretar como un acto performático, origen del disimulo y el ocultamiento, que en la escritura toman forma de figuración y transferencia de significados. El lenguaje, en sí mismo, es todo metáfora.
Nos llevan los planteamientos cruzados de Blanchot y Blumenberg –de escuelas no tanto opuestas- a recriminarnos: los humanos somos en realidad seres oscuros.
En ese acto de auto reflexión, que comienza con la visibilidad –cómo me veo y cómo me ven-, llegamos al cuestionamiento necesario del cuerpo y de la conciencia –qué forma adquiero y qué formas digo-. Traducido a la dicotomía del cuerpo y el alma, desembocamos en la irrefutable admisión de cuerpo y alma como unidad, si tal vez, como decía Scheler, una entidad permanente de cambio.
Sheler luego se dirige a conclusiones, pues, teológicas, pero lo importante es que si conocer es vivir, como argumentaba Husserl como principio gnoseológico del ser humano, la escritura viene a ser una muerte, como plantea Blanchot. O sea, se vive y luego se escribe. Lo sustancial se hace cuerpo, si bien es de palabras. La categoría de cuerpo confiere, así, dimensión, espacio.
Aquí quedan casados dos posiciones antitéticas: si el ser humano es un ser temporal –la vida se mide en tiempo, en experiencia en vivencia- sólo escribimos de lo pasado, de la memoria, del tiempo que ya no es. Vivimos para morir –y no en sentido biológico–, si tan sólo la literatura es un acto desesperado de aferrarnos a la memoria de los que vendrán después de nosotros.
Es nuestra inconsecuencia en el tiempo lo que nos conduce a la escritura. Querer reparar nuestra discontinuidad. Hacernos visibles. Y vulnerables.
El autor es narrador, poeta, ensayista. El texto fue publicado en http://latorre-lagares.blogspot.com/