El 1 de septiembre de 1939 comenzó una guerra de largo preludio y futuro incierto, imputada —como todo conflicto bélico— con la certeza inapelable de dolor, muerte y destrucción. Europa apenas se recuperaba de la más nefasta de sus guerras, al tiempo que el sucio tablero se alistaba para otra partida gracias a las heridas mal suturadas que dejaron las humillaciones y vejaciones de los tratados de paz firmados en la Conferencia de París. Setenta años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Polonia volvió a ser el epicentro, tal como lo fue aquella madrugada en que Alemania inventó la “Blitzkrieg” (Guerra Relámpago); pero esta vez el suelo polaco celebraba la memoria histórica, la vergüenza europea. En el estrado de Westerplatte, Ángela Merkel fue la más dolorosa, pero también la más contundente. La canciller alemana no tuvo rival en Vladimir Putin, Nicolas Sarkozy o el mismo Lech Kaczynski a la hora de los discursos. El suyo le facilitó la tarea a los editores de los principales periódicos del mundo, y sus palabras ocuparon los encabezados de las portadas: “No hay palabras para describir una tragedia que no podemos cambiar y cuyas heridas permanecerán para siempre”, concluyó una pesarosa Merkel.
Además de heridas —muchas de las cuales siguen francamente abiertas— el conflicto bélico más grande de la historia dejó un mundo nuevo. Nuevo en el sentido del organigrama, que presentó primero un planeta bipolar, y luego uno totalmente polarizado. Nuevo porque la “guerra total” modificó nuestras vidas para siempre. Las mujeres ya no regresaron a las casas y se insertaron definitivamente a la vida laboral masiva. Nuestros hábitos de consumo nunca volvieron a ser los mismos luego de que las neveras, las lavadoras, la televisión —que significó la degradación de la radio, antes reina— y posteriormente el microondas se volviesen enseres comunes. Nuevo pues fue el inicio de muchas eras: la nuclear, la espacial y la digital. La bomba atómica cambió las relaciones entre países y sus cúpulas de poder, ya que por primera vez una nación tuvo la posibilidad de borrar del mapa a otra con tan solo apretar un botón. El enfrentamiento Occidente vs. Oriente abandonó el plano terráqueo pues ni la metáfora —ni las tragedias, esas sí de carne y hueso— de un muro en Berlín que dividía al mundo le bastaron, y derivó en lo hipermetafísico: el espacio exterior, el cosmos. Ahí las primeras batallas las ganaron los rusos con el Sputnik 1 y con Laika. Pero el Apolo 11 decantó la gesta al lado americano con el descenso en la luna de la primera misión tripulada. “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, expresó el inmortal Neil Armstrong al poner sus botas espaciales sobre el Mar de la Tranquilidad. Sin que nadie reparase en que Estados Unidos no es la Humanidad —muchos siguen confundidos— y que esos pasos tenían colores definidos y no representaban a todos allá abajo.
La era digital nació con los radares ingleses y alemanes que trataban de identificar los gigantescos bombarderos, que surcaban los cielos europeos y azotaban las ciudades en conflicto. Pero fue en 1943, en Bletchley Park, Inglaterra, donde alcanzó su cima más alta: el Colossus I, primera computadora de la historia, se utilizó para realizar análisis criptográficos y automatizar los cálculos que descifraban los mensajes militares alemanes. Si bien ya son 66 años de Colossus I y sabemos que Corea del Sur y Japón son grandes constructores de computadoras —especialmente de chips— los sistemas operativos siguen utilizando primordialmente el inglés y es con la lengua inglesa con la que los desarrolladores en India hacen negocios globales. Ejemplos que confirman que, tal y como sucedió entonces, todavía la tecnología sigue teniendo dueños inamovibles. El mundo no avanza rápidamente para todos, la velocidad siempre ha sido sino de exclusividad. Ejemplos que también sirven para retratar la movilidad inherente del ser humano y la marca imborrable del paso del tiempo. Japón quizá fue el que pagó más cara su osadía bélica. Luego de que le detonasen dos bombas atómicas —con la humillación que eso conlleva— se convirtió en defensor y aliado más cercano de Estados Unidos en Asia. Corea se dividió tal y como se lo exigía la tendencia bipolar, en Norte y Sur. Sufrió terribles guerras posteriores —que derivaron en Vietnam—, y de haber sido ocupada por Japón durante la Segunda Guerra Mundial, hoy es un modelo económico, social y cultural (la juventud moderna de china es fanática de los artistas coreanos y no de los japoneses) que compite hombro a hombro con los nipones. El mundo no volverá a ver indios con turbantes en Egipto, vistiendo los imperiales colores de Inglaterra, gracias a Gandhi. India es hoy una potencia económica y militar emergente —líder en aeronáutica y servicios— pero con millones de personas en la hambruna más devastadora. Todos los jóvenes y niños nacidos después de 1989 viven en un mundo radicalmente diferente. Tan avasalladoramente distinto que sólo las imágenes lo pueden describir: un McDonald’s casi al lado del Kremlin no tiene ningún significado para ellos, lo mismo que un Starbucks dentro de La Ciudad Prohibida, en Pekín. Significado sin significante. La Guerra Fría va sonando cada vez más a un programa de ESPN o a alguna telenovela de exportación. ¿Por qué extrañarnos entonces cuando los neoyorquinos se agolpan en el Carnegie Hall para escuchar un concierto de Tchaikowsky interpretado por Lang Lang? Un símbolo de la cultura estadounidense acoge a un virtuoso chino que interpreta al icónico compositor soviético. Cosa de todos los días. Ése es el mundo de hoy: conexiones dinámicas, extrapolaciones instantáneas. La globalización del globo se quedó corta. Un mundo más cercano pero que sigue midiendo lo mismo. Pero ni los logros ni la modernidad han conseguido ocultar las llagas de la posguerra. El drama judío se transportó al Oriente Medio y sin desaparecer dio paso al drama palestino. África sigue siendo tierra fértil para la injusticia, y sí, ya no son los belgas ni los ingleses los colonos, sino las multinacionales y en ocasiones el Gobierno chino. En nuestra América Latina, Estados Unidos no ha podido resolver el dilema cubano, el último remanente de la Guerra Fría, que se libró también en estas tierras americanas, bajo insomnes dictaduras e invasiones express. Fidel sigue ahí y pinta para no irse nunca, mientras Guantánamo está repleta de supuestos terroristas afganos.
Puerto Rico peleó la gran guerra, al pactar la industrialización de la Isla a cambio de albergar bases militares y convertirse en un punto neurálgico, pues desde aquí se velaban a la roja Cuba y al mimado Canal de Panamá. Pero el pacto boricua se quedó ahí. Los enemigos se fueron extinguiendo, y Cuba quedó aislada. Las odas a los soldados boricuas se han puesto un poco anticuadas, pero la gloria continúa presente, igual que la milicia estadounidense. Ya no están los buques de la Marina en Vieques, y el casco viejo de San Juan está libre de marines, pero de vez en vez uno se encuentra un convoy de hummers militares por la Isla. Nuevas amenazas hicieron cambiar la estrategia militar de Estados Unidos en la región. Sin Guerra Fría, y mucho narcotráfico y mucho terrorismo, las bases militares estadounidenses ahora están en Colombia. Y los soldados boricuas ahora patrullan pueblos de Afganistán y persiguen talibanes, ya no comunistas ni nazis. Con una infraestructura cada vez más obsoleta y una economía moribunda, Puerto Rico se estanca, mientras el turismo en República Dominicana creció 8 por ciento en 2008 y Cuba subsiste haciendo negocios con China y Venezuela. No obstante, a pesar de todo, algunas cosas no cambian. El país de cuatro pisos sigue en pie, y el dueño del edificio sigue siendo el mismo. Aquí un trozo de un documental histórico sobre los últimos 15 días de Adolfo Hitler
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