Nueva York es uno de los lugares más impresionantes del mundo, no solo por su belleza y diversidad cultural sino por todo lo que puede revelarle a quienes lo habitan. A pesar de todas las ambiciones que allí convergen, esa ciudad siempre te es sincera y te obliga a enfrentar realidades personales, te guste o no. Esta fue una importante lección que aprendí este verano durante mi estadía en la llamada “Ciudad que nunca duerme”.
Llegué a la Gran Manzana el 31 de mayo de 2014 con una meta bien clara. Tenía un internado en la industria de las relaciones públicas con un diseñador de accesorios que había conseguido vía correo electrónico y Skype (¡gracias, Internet!). Mi nuevo hogar se encontraba en la quinta avenida en Manhattan, esa isla que es el centro de los centros. En fin, era la realización de años soñando con estar rodeada de una masa que compartía mis mismas aspiraciones.
La industria de la moda me fascinó desde pequeña. Solía ver como mi madre se vestía para las fiestas familiares y me sentaba a su lado mientras ella cosía mis vestidos. Podía pasar horas en el atelier de mi abuela paterna perdiéndome en las páginas de las revistas de moda y marcando con papelitos los vestidos que quería para mi quinceañero. Más tarde, cuando ya era momento de decidir un camino profesional, las horas en el atelier se manifestaron en un deseo por ser editora de modas, para realizar lo mismo que aquellos que están a cargo de las páginas que desde niña me hacían suspirar. Años más tarde, allí estaba: trabajando para un diseñador que había estado bajo la tutela de Anna Wintour, editora de la revista Vogue.
Los primeros días en el internado fueron fuertes. No me acostumbraba a comunicarme completamente en inglés y la intensidad de los nativos neoyorquinos en la oficina me hacía temblar de miedo y nervios. No comprendía bien mis tareas diarias. Tampoco podía entender cómo estar allí no se sentía como siempre lo había imaginado. Probablemente, era culpa de tantas horas viendo The Devil Wears Prada, pero lo que había imaginado como un mundo perfecto de repente se veía tan incompleto.
Me di cuenta que no sentía placer tocando alhajas todo el día ni consumiendo energías en vender prendas que, al final del día, son solo materia. Extrañaba mover mis dedos por el teclado y que con cada letra se manifestaran en la pantalla mis pensamientos y las historias que me gusta contar. En el proceso, quise agarrar el teléfono para llamar a mi madre y confesar que, finalmente, había decidido volver a casa, que la soledad me estaba consumiendo y que no podía comprender cómo, después de tantos años tras una meta, todo se pudiera disolver así de fácil.
A pesar de las realidades íntimas que la industria me reveló, Nueva York me enamoró. Su diversidad cultural y variedad de estilos de vida me convirtieron en una flâneur. Podía pasar horas caminando las calles neoyorquinas capturando la esencia de la urbe con mi cámara. Cada sábado cruzaba Union Square para comprar los víveres de la semana gozándome las masas de extraños que pasaban por mi lado. Los domingos me daba la vuelta por Washington Square Park a leer Cuando era puertorriqueña, mientras escuchaba a un pianista deleitando a su audiencia para luego comprar margaritas en el deli de la esquina. Al no encontrar placer en mi trabajo, decidí refugiarme en la suerte de estar en la ciudad de mis sueños.
Nueva York fue un hogar para mí durante 60 días en los que aprendí innumerables lecciones sobre quién soy y hacia dónde voy. Comprendí que la escritura y el periodismo son mi pasión, que me gusta descubrir historias nuevas y narrarlas de manera creativa. Con la ayuda de El Gran Combo y La Fonda Boricua (restaurante puertorriqueño en El Barrio) me di cuenta de lo mucho que quiero a mi islita. Y aunque se sufre y se llora, no hay lugar para crecer y divertirse como Nueva York.
Volví a Puerto Rico el 9 de agosto de 2014 a las dos de la mañana. Justo cuando el avión se aproximaba a la isla, Boricua en la luna sonaba en mi iPod. Una pequeña lágrima de felicidad brotó de mi ojo derecho al ver las luces que anunciaban que ya estaba de vuelta. Al aterrizar, mi novio me preguntó: “¿Cómo se siente regresar?”. De inmediato le respondí: “Ya no soy de aquí ni de allá. Soy yo, buscando aventuras por contar”.