Hace unos días una chica de dieciocho años, “amiga” de Facebook, me escribió que soy uno de sus autores de cabecera. Tengo más de cincuenta años y, aunque es lógico suponer que mis lectores sean de muy distintas edades, normalmente no pienso en alguien tan joven leyendo mis libros. Por supuesto, siendo amiga de Facebook podría tratarse en realidad de un abogado de cuarenta y con barba, pero de cualquier manera me hizo recordar encuentros con otros jóvenes lectores, y al hacerlo tuve una sensación de inquietud. ¿Cómo será?, me pregunté. ¿Cómo será leer a Ovejero a los dieciocho años?
A los dieciocho yo leía a Julio Cortázar, a Peter Handke, a Franz Kafka, a Blas de Otero, a Lawrence Durrel a Marguerite de Yourcenar y a otros autores de menos renombre pero que, cada uno a su modo, eran fundamentales para mí; me permitían estar mucho más vivo, puesto que partes de mí que yacían muertas, ramas aún sin savia o heladas en la inclemencia de lo cotidiano, se ponían a vibrar, brotaban milagrosamente cuando los leía. Leer a esos autores era como ir a una escuela para entender mi propia existencia.
¿Será exagerado decir que sin ellos no sería quien soy? ¿Que sin esas lecturas no se habrían desarrollado mi sensibilidad, mi capacidad para relacionarme con los demás, mi habilidad para la introspección? Sólo me interesaban de verdad los libros que me volvían más hondo y más ancho, las que me permitían nombrar sensaciones e ideas que me atosigaban confusamente. Como la experiencia religiosa de la iluminación siempre me estuvo vedada, encontraba en algunas lecturas ese fugaz instante en el que todo cobraba sentido… aunque éste se desvaneciese al poco tiempo y el mundo se empeñase en volver a su confusión habitual.
Pero ese fogonazo de belleza o de horror extraído de la lectura arrojaba una luz nueva sobre mis pasos futuros; lo resumiría diciendo que, a medida que iba leyendo, mi sombra se volvía más densa. Recuerdo una discusión violenta con un compañero de clase en el instituto porque le dije que no me había gustado Papillon, el bestseller del momento. Aquel chico cuyo nombre he olvidado me llamó elitista, arrogante, esnob. Lo mismo que llaman hoy a quienes no se interesan por El código Da Vinci, La sombra del Viento o la trilogía de Larsson.
No supe explicar entonces a mi compañero que esos libros no me parecen ni buenos ni malos; sencillamente no me aportan esa comprensión que sí encuentro en libros más exigentes. “No leo libros; prefiero ver la televisión”, me decía hace poco un adolescente; “leer me cuesta trabajo, ver la televisión no”.
Por similares motivos, yo prefiero ver una película banal a leer un libro banal: puesto a perder el tiempo, prefiero hacerlo sin esfuerzo alguno. Los libros que no me cuestan algún trabajo no me atraen porque me cuentan lo que ya me sé, satisfacen mis expectativas, aspiran tan sólo a entretenerme, igual que un concurso televisivo. Prefiero un libro que me exige cambiar mis hábitos de lectura, que me grita lo que no quiero escuchar, que desentierra emociones de las que preferiría no ser consciente, o como mínimo que me permite asomarme a un aspecto de la realidad, de cualquier realidad, que hasta entonces desconocía.
Cuando tenía dieciocho años estaba descubriendo el mundo, a mí mismo; y había muchos libros que me decían cosas nuevas sobre esos dos temas fundamentales. Durante los últimos años, sin embargo, cada vez encuentro menos libros que satisfacen esas expectativas. Una posible razón es que hoy sé más que entonces y por ello hay menos posibilidades de realizar un descubrimiento. Otra razón, relacionada con la primera y más dolorosa, es que he perdido capacidad de entusiasmo.
“Ya no se hacen películas como las de antes”, me decía en un bar una mujer que debía de rondar los cuarenta. “¿No será que tú ya no eres la de antes?“, le respondí, y me parece que se ofendió.
A los dieciocho o diecinueve años hice mi primer viaje en tren recorriendo Europa; viajaba solo, con un billete InterRail, sin planes ni recorridos preestablecidos; como no tenía dinero para hoteles, elegía trayectos nocturnos no dependiendo del destino sino de que durasen toda la noche. Qué más me daba en aquel entonces llegar a Atenas o a Helsinki; todo era nuevo e interesante.
Una mañana desperté en algún lugar de Suecia; abrí los ojos todavía adormilado: sobre un lago bordeado de bosques se reflejaba la primera luz del día; jirones de niebla aún flotaban sobre las aguas como espectros deshaciéndose; hacía frío y la luz era metálica y prodigiosa; en aquel paisaje no se veía ni una casa, era un mundo hecho sólo de agua, vegetación, bruma y luz. Me entró una excitación tan intensa que me reí yo solo; no quería dejar de ver ese paisaje que nunca antes había visto, nunca así, con aquella nitidez, así que me levanté y recorrí el pasillo del tren sin dejar de mirar por la ventana, sonriendo o riendo, mientras los demás viajeros dormían. Sigo recordando aquella sensación de haber descubierto un lugar del que habría querido no separarme jamás, aquella nostalgia por la fugacidad de la belleza.
Después de aquél, hubo otros muchos viajes. He estado en decenas de sitios que ya he olvidado. El año pasado fui a Canadá y recorrí las Montañas Rocosas. Sus paisajes son sin duda comparables al que vi en aquel viaje de mi juventud. De hecho, me han gustado mucho. Nada más que eso. Y ahora pienso en esa chica de dieciocho años para la que mis libros a lo mejor son también una puerta hacia experiencias, ideas, sensaciones nuevas. Pienso en ella y me pregunto cómo será leer a Ovejero a esa edad. Me pregunto si habré podido aportarle algo de todo eso que yo recibí de otros hace mucho tiempo. Y pienso que esa es la única posteridad a la que uno debe aspirar, no a figurar en las historias de la literatura ni a que una estación de metro lleve mi nombre; tan solo a que una frase o una escena escrita por mí provoque en algún lector una sensación intensa y nueva; y que, aunque más tarde se olvide de ella, su eco siga provocando vibraciones; igual que cuando tiramos una piedra en el centro de un lago y, tras desaparecer la piedra en las profundidades, pequeñas ondas siguen, una tras otra, expandiéndose y produciendo temblores en las orillas.
El autor es poeta, cuentista y novelista español. Será uno de los escritores internacionales que participará en el próximo Festival de la Palabra que se celebrará en Puerto Rico del 4 al 7 de octubre de 2012.
Dale un vistazo a nuestra cobertura del Festival de la Palabra 2011.