Hay una relación estrecha entre el proyecto educativo de una nación y el andamiaje político que lo sostiene. La educación es esencialmente un proceso político. Eso interpretó Jules Michelet, que al pensar su lista de principios políticos, tuvo idéntica respuesta a las primeras tres posiciones, “la educación”.
Eso hemos aprendido de Platón a Freire. El griego dejó la advertencia de que “el precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres” y lo estamos pagando hace mucho. Entonces ¿para qué se educa a los ciudadanos de un país? ¿A qué proyecto responde esa educación? ¿Cuál es perfil del ciudadano que guiará al educador? ¿Cómo se debe preparar a los educadores? ¿Cuál debe ser el producto social de la educación? El brasileño respondería desde un ángulo sociopolítico, señalando la ingenuidad de “esperar que las clases dominantes desarrollen una forma de educación que permitiese a las clases dominadas percibir las injusticias sociales en forma crítica”.
En Puerto Rico, responder a esas preguntas no es tarea sencilla, considerando el panorama educativo y la circunstancia sociopolítica del país. Los países con estructuras democráticas tienen una expectativa de que la educación fomente funcionalidad social. En la perspectiva de Michel Foucault, “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican”.
La funcionalidad social implica, para las fuerzas dominantes, un ciudadano obediente, estoico frente a la opresión, dócil. Sin embargo, esa expectativa tiende a resultar en enajenación e indiferencia política, la antítesis de un ciudadano competente.
En Puerto Rico, los resultados dejan mucho que desear. El colapso de la familia como institución es un golpe doloroso. Preocupa también la tendencia de envejecimiento poblacional, el alza en violencia infantil y de género, las múltiples manifestaciones de intolerancia y la reducción de servicios al pueblo, pues una democracia tiene en la calidad y cantidad de sus servicios su mejor expositor.
A eso se suma la inestabilidad económica, el desempleo, entre otros factores que develan la ruptura del contrato social y la ampliación de la brecha de desigualdad en el país. El escenario se complica con el analfabetismo político y la falta de lo que Eugenio María de Hostos llamó “educadores de la conciencia”.
Sin dudas, la literacia sociopolítica es fundamental para una sociedad que aspira a consolidar su democracia. Expresó Bertolt Brecht:
El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas…No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto…
Distinto a lo anterior, un ciudadano competente no es indiferente a los problemas sociales ni a los factores que amenazan la justicia social. Por el contrario, es un participante sensible y responsable en la dinámica sociopolítica, a partir de su entorno familiar y comunitario.
La educación puertorriqueña tiene que lograr ese resultado social para poderse catalogar de auténtica, hacer de cada ciudadano un político de la convivencia para una cultura de solidaridad y paz. Urge un proyecto nacional que emane de la base del país con la capacidad de transformar la estructura educativa actual, creada para garantizar la sujeción, indiferencia e incertidumbre ciudadana que nutre el modelo de estado proveedor.
Es preocupante observar que a nivel internacional ya se habla de ciudadanía y competitividad mundial, cuando la escuela puertorriqueña no ha podido producir una ciudadanía efectiva. Afirma UNICEF:
Para 2030, todos los educandos habrán adquirido los conocimientos, las competencias, los valores y las actitudes que se precisan para construir sociedades sostenibles y pacíficas, mediante, entre otras, la educación para la ciudadanía mundial y la educación para el desarrollo sostenible.
Esta proyección obliga a reflexionar sobre una visión local consistente con perspectivas de alcance global. Hay que preguntarse seriamente, más allá de la superficialidad de las plataformas cuatrienales que las empresas ideológicas imponen a la Isla a partir de cada elección, y de las teorías enlatadas que se vierten en los currículos (hasta hoy pura demagogia), si en Puerto Rico existe un legítimo proyecto educativo con expectativas sociales de amplio alcance, y si lograremos esa meta mundial para el 2030.
En la “democracia” puertorriqueña, la educación pública se sirve del currículo de Estudios Sociales para atender el aspecto socioemocional, la conciencia cívica y el desarrollo ético-político de sus jóvenes. Sin embargo, es interesante descubrir que las tendencias reformistas de los últimos años y las mentalidades de los mercenarios ideológicos, conciben esta asignatura como irrelevante o quizás peligrosa a sus aspiraciones, asignándole un rol secundario y marginal. Aparentemente los objetivos de la asignatura, riñen con el perfil de ciudadano dócil e indiferente que conviene al establishment.
Los Estudios Sociales deberían ser el centro del currículo escolar, por ser el nutriente principal del sistema democrático sobre el cual se organiza la vida en el País, pero justifican su abandono porque no se examinan en las pruebas de aprovechamiento académico. La prioridad escolar en Puerto Rico es contestar pruebas de inglés, matemáticas, ciencia y español, en ese orden.
Decenas de escuelas elementales del país sucumben a las presiones de la nefasta filosofía del Teach to the Test, obligando organizaciones escolares secretas que no conceden un cuadro equitativo de tiempo a los Estudios Sociales. Se oculta tras el acta No Child Left Behind, el empleo del tiempo de esa clase para practicar destrezas que miden las pruebas. Las consecuencias de esta realidad están por verse.
Curiosamente, las carencias de la escuela han sido atendidas de forma espontánea por los espacios universitarios. Es allí que muchos alcanzan el desarrollo cívico que el Estado les niega, ese que permite entender al País y sus problemas a través de tertulias, cursos, seminarios, investigaciones, proyectos, organizaciones, entre otras experiencias liberadoras. Y es que la vida universitaria les empodera de la manera que la estructura escolar describe en sus papeles pero no cumple, porque no conviene a los esquemas de funcionalidad social.
Eso explica por qué una vez aprenden a documentar y expresar sus posiciones conflictivas, las fuerzas dominantes se dedican a injuriarlos. Por eso no todos pueden acceder a la Universidad, porque no hay un modelo inclusivo en su estructura; cuesta mucho control. Es más costo-efectivo limitar el acceso a educación liberadora y velar que quien entre “estudie y no sea revoltoso”.
En fin, la educación local está limitada por fuerzas que reproducen objetos ideológicos, fanáticos distraídos por las seducciones de la “democracia” y sus medios, no sujetos políticos. Pronto habrá menos niños y niñas que estén en capacidad de tomar decisiones informadas, menos gente consciente de sus responsabilidades para ponerlas en función de la justicia social.
Hay que reclamar un modelo educativo que propenda legítimamente al desarrollo ético-político de cada ciudadano puertorriqueño y que permita al pueblo entender y legitimar la democracia para enfrentar los desafíos que la complejidad social impone a la convivencia pacífica.
El autor es profesor en el Departamento de Educación de la Universidad de Puerto Rico en Humacao.