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Hace 450 años, para ser exactos en 1559, justo en el siglo XVI, la Iglesia Católica publicó el Índice de libros prohibidos, también conocido como el Index. Ahí estaba todo lo que la Iglesia entendía no debía ser leído y sí quemado o destruido porque se alejaba de las doctrinas cristianas y abrazaba el pensamiento moderno. De esa lista negra Galileo se salvó de milagro. Pero las obras de figuras como el protestante Miguel Servet, el poeta y alquimista Enrique de Villena, del profeta Nostradamus y del astrólogo Giordano Bruno, por mencionar varios casos documentados, fueron incineradas. Ese era el fuego redentor. Se trata de una experiencia que, como bien registra el profesor Ricardo Cobián en su pieza teatral La noche de los bibliocaustos, que estrenará en el próximo 5 de noviembre en el Teatro de la Universidad de Puerto Rico, se ha repetido en los 55 siglos de historia de la humanidad. La quema o destrucción de libros o bibliotecas –de ahí el concepto de bibliocausto- ha sido parte del proceso mediante el cual una cultura ha pretendido sustituir a otra. Los fundamentalismos políticos o religiosos han estado detrás de la mayor parte de estos terribles episodios que van desde la desaparición de la biblioteca de Babilonia en el año 2000, antes de Cristo, hasta el saqueo e incendio de la Biblioteca Nacional y sus archivos en Bagdad, en el año 2003. El deseo de controlar el conocimiento y la información, elementos fundamentales para la toma de decisiones responsables, es inherente al poder.
La gran paradoja es que históricamente no han sido pocas las ocasiones en que escritores, intelectuales o políticos cultos censuran libros, vandalizan bibliotecas o queman textos. Por eso no sorprende la reciente determinación del Secretario del Departamento de Educación de Puerto Rico (DE), Carlos Chardón, de retirar de la oferta bibliográfica de la entidad las creaciones de algunos de nuestros escritores más emblemáticos: Edgardo Rodríguez Juliá, José Luis González o Juan Antonio Ramos. El mexicano Carlos Fuentes también entró en la lista de libros prohibidos. Las razones de Chardón, quien rechaza que pretenda censurar libros, van desde “el uso de lenguaje y vocabulario inaceptable” en unos al “contenido sexual” de otros. Curiosamente, el DE no se percató de lo “impropio” de esos libros hasta que la gestora de una empresa privada de libros para ciegos contratada por el Departamento advirtió el “contenido peligroso” de los textos y, de paso, se tomó la licencia de cuestionar los criterios académicos para incluir los mismos en el currículo del programa de español. Actitudes tan rancias e intolerantes en tiempos de tránsito hacia una sociedad de la información o cibersociedad, donde los jóvenes pueden acceder fácilmente a contenidos de toda índole en el espacio virtual resultan, cuando menos, simplistas y denotan una cosmovisión limitada del alcance de la literatura. Sugieren, además, la aparente incapacidad de los gestores del DE para interpretar las creaciones artísticas en su contexto de tiempo y espacio. Es decir, para leer los textos. Más aun, el anuncio del Index de Chardón proyecta las aspiraciones fundamentalistas de un sector importante de la actual Administración de instaurar el miedo al Infierno, entendiendo éste como el conjunto de suplicios ultraterrenos para los que han pecado en la Tierra inducidos por la seducción satánica. Y, lamentablemente, evoca el discurso de los Nazis previo a la quema de los libros de Freud en mayo de 1933: “(…) contra la glorificación de la vida instintiva que degrada al alma, y por la nobleza del espíritu humano, entrego a las llamas las obras de la escuela de Sigmund Freud”. El autor es profesor de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.