
SOBRE EL AUTOR
La Junta de Control Fiscal, creada por la ley federal Promesa, es la responsable principal de la arquitectura judicial de la impunidad que aceleradamente se impone al pueblo de Puerto Rico a través de agresivas políticas de ajuste fiscal e insensibles programas de austeridad que se incrementaron a partir de septiembre del 2016.
Ese organismo tiene como mayordomos que lo acompaña a los administradores de la colonia que, por lo bajo, coinciden incidental e ideológicamente con sus iniciativas. Ambos representan a la gran industria que hoy actúa como legisladores en la sombra, sin ser identificados, sin consecuencias legales, sin haber sido votados y ciertamente, asegurándose tanto poder que neutralizan cualquier bondad que pueda emanar de los cargos y gestores políticos democráticamente electos en Puerto Rico.
La gran industria a la que nos referimos son todas transnacionales que pagaron sobre $100 millones en cabildeo político para que se aprobara Promesa en el Congreso de los Estados Unidos. Estas empresas incluyen a Amgen Inc., United Technologies, Massachusetts Mutual Life Insurance, Coca Cola, Johnson & Johnson, Abbvie Inc., Merck & Co., y Bristol-Myers Squibb.
También figuran entre ellas: Cardinal Health, AES Corporation, Honeywell International, Energy Answers Corporation, GDF Suez, Praxair Inc., Excelerate Energy LLC, UTC Aerospace Systems, Citygroup, New York Life Insurance Company, Ambac Financial Group y Allstate Insurance.
La injerencia de esas empresas, inclusive de forma violenta derrocando gobiernos democráticamente electos, en la política interna de muchos países no es nueva. Por eso, desde el 2014, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas estableció, a través de la Resolución 26/9 la creación de un Grupo de Trabajo para elaborar un instrumento internacional legalmente vinculante para las empresas transnacionales en materia de derechos humanos. Ese Tratado Vinculante ha enfrentado gran oposición pero ciertamente será, si en algún momento se aprueba, un contrapeso jurídico para frenar la avaricia global que se manifiesta en incontables abusos corporativos que son salvaguardados por una arquitectura global basada en la impunidad que propician los Tratados de Libre Comercio e Inversión.
Casi todas estas compañías son las dueñas, directa e indirectamente, de la deuda de Puerto Rico y por años se han beneficiado de incentivos contributivos otorgados por un gobierno que controlan, diseñando al unísono todo un tinglado legal que les favorece para evadir y evitar el pago de contribuciones, tanto en el archipiélago caribeño como en los Estados Unidos de América.
Mantienen, además, varias decenas de cabilderos que operan en un submundo de prebendas, torcidas influencias de naturaleza económica o no y que minan la parcialidad de una Asamblea Legislativa a la que tienen un acceso garantizado y descontrolado.
Esas multinacionales a las que sirve tan fervientemente la Junta de Control Fiscal y los administradores de la colonia son las que financian campañas políticas, hacen regalos o ubican a exlegisladores o influyentes servidores públicos en juntas de directores, tanto de agencias públicas como de entidades privadas, o en afortunados cargos en el sector privado, disfrutando, eso sí, de salarios exorbitantes que pagan por su indudable fidelidad.
La ausencia de un registro en Puerto Rico de ese trabajo de cabildeo legislativo permite que estas compañías y sus representantes continúen trabajando en la oscuridad. El conflicto es evidente, la especulación, con o sin privatización, es la orden del día, sobre todo desde que se aprobó Promesa y se reparten millones de dólares de nuestro pueblo para satisfacer la voracidad de convenientes asesores que precisamente trabajan o sirven los intereses de esas mismas compañías.
En fin, que esas empresas transnacionales son los grandes legisladores en este mundo competitivo que deja de ser insular para convertirse en globalizado. Sin duda, estas están definiendo el modelo de globalización actual que sirve a sus intereses coartando la voluntad popular y realizando un “secuestro corporativo” de las instituciones públicas.
Estas compañías operan en Puerto Rico, como a lo largo y ancho del mundo, protegidas por una ingeniera fiscal y judicial de su propio cuño, que les permite evadir y evitar los impuestos que les corresponden y también escapar de la justicia cuando sus saqueos son descubiertos. Con la inestimable ayuda de sus mayordomos políticos, estas compañías están consiguiendo convertirse en entes imposibles de responsabilizar por los crímenes que cometen.
Peor aún, en su neoconservadurismo aspiran a un mundo de impunidad donde, además, se traspase, sin sutilezas políticas de ninguna clase, a los presupuestos gubernamentales la responsabilidad por sus crímenes. ¿No es eso, precisamente, lo que aprobó recientemente la Cámara de Representantes de Puerto Rico en la versión que aprobó del Proyecto del Senado 1011 para derogar prospectivamente la Ley 80 sobre despido injustificado?
La propuesta de los mayordomos es que se cree un Fondo de Compensación de $100 millones pagado por el pueblo de Puerto Rico para compensar a trabajadores que sean despedidos injustificadamente por sus patronos. Es decir, el sector privado comete el crimen de despido libre en un contexto de empleo a voluntad (porque el despido es un crimen despiadado contra el que no tiene otro ingreso) y se socializa la responsabilidad de la penalidad. En fin, que paguen los contribuyentes, que somos todos nosotros. ¡Vaya diseño más conveniente para los patronos del sector privado de Puerto Rico y las multinacionales detrás de esta mogolla legislativa!
Con la derogación de la Ley 80 del 1976, el estado de derecho en Puerto Rico pasa de tratar de disuadir a los patronos para que no despidan injustificadamente, a promover y premiar el despido injustificado porque ahora y hasta el 2021, la penalidad por despedir injustificadamente –dígase la mesada– la paga el pueblo de Puerto Rico.
Eso es lo que contradictoriamente propone el proyecto que está bajo consideración en la Legislatura, todo ello promovido por el interés de la Junta de Control Fiscal y sus mayordomos en la Legislatura. En un principio, el despido se consideraba y se presumía como un acto ilegal, ahora se inaugura una nueva concepción donde prevalece el despido libre y sin consecuencias legales.
Esto es el puntillazo final para destruir el sentido mismo del derecho adquirido de la “permanencia” porque ahora la voluntad del patrono estará por encima de esta. También, significa que se ponga fin a la aspiración constitucional de que en algún momento se inaugurara una era donde la dignidad de las personas que trabajan se respetase y donde el derecho al trabajo se concretara en el que se proteja la continuidad o estabilidad en el empleo, es decir, en el derecho a no ser despedido sin justa causa. La derogación, prospectiva o no, de este estatuto, pone final a la exigencia del despido causal en Puerto Rico.
La Ley 80, aún con sus imperfecciones, forma parte de una legislación laboral preeminentemente sobre el contrato de trabajo, cuyo propósito principal era ser normativa limitativa del poder empresarial, para que precisamente dejara de ser un poder absoluto. Asimismo, buscaba acabar con aquellas nociones anticuadas de antaño que articulaban la necesidad de una “lealtad absoluta” del trabajador a la empresa, como una característica del progreso social.
Esa forma de pensar y cualquier interpretación judicial que pueda acompañarle no tiene encuadramiento, por más que se intente, en nuestro moderno ordenamiento laboral y por tanto está claramente fuera de nuestro sistema constitucional.
Los mayordomos de la impunidad no parecen darse cuenta que la aplicación técnica que están haciendo de la legalidad, a la hora de legislar esta medida, no puede considerarse fundamentada en derecho porque es evidentemente arbitraria, manifiestamente irrazonada o irrazonable y altamente caprichosa, lo que lesiona el derecho a una tutela judicial seria a la que tienen derecho los trabajadores en Puerto Rico.
Es un imperativo para todos los poderes llamados a aprobar, interpretar o aplicar la ley, que lo hagan conforme a la Constitución, lo que significa elegir entre sus posibles sentidos el que sea más conforme con las normas constitucionales. ¿Qué principios o derechos constitucionales promueve la derogación de la Ley 80?
La declaración universal de la procedencia de despidos injustificados que se propone en este proyecto afecta sin duda a la libertad de trabajo que está comprendida en el igual derecho de todos a un determinado puesto de trabajo si se cumplen los requisitos necesarios de formación, capacidad y experiencia.
Ello no puede ceñirse, como se propone, a la reparación parcial del daño del despido luego de una comprobación judicial de que la decisión patronal fuese infundada, manifiestamente irrazonable o arbitraria, sino que debe añadirse a ese control, uno positivo que debe ponderar la adecuación de la motivación de la fatal decisión patronal para revertirla, lo que supone que necesariamente han de exteriorizarse los derechos concernidos de las personas que trabajan. Es decir, que el enjuiciamiento del acto del despido debe estar sujeto a un mayor rigor cuando quedan afectados, como es este caso, otros derechos reconocidos por la Constitución.
Tanto las exigencias estatutarias como constitucionales, así como la normativa internacional, han influenciado para que hasta ahora rija en Puerto Rico el principio general e internacional de la limitación legal del despido, así como a su sujeción específica con causales que atañen a su licitud. Ello no quiere decir que los patronos están desprovistos de todo su poder y derechos. Tampoco que la facultad de despedir justamente no se enmarque dentro de los poderes que el ordenamiento laboral concede al patrono para la gestión libre de su empresa.
Sin embargo, de tales supuestos no puede deducirse que esa libertad de empresa sea absoluta liberalidad contractual, ni tampoco un llamado a la preponderancia de un principio de “libertad ad nutum” o de despido libre, que es precisamente lo que se está proponiendo con el proyecto. Ello requiere, a final de cuentas, una necesaria concordancia con la esencia de nuestra Constitución para mantener un equilibrio necesario en nuestro sistema de relaciones laborales y específicamente en su vertiente de contratos individuales en el sector privado.
Hasta ahora, le ha bastado a los mayordomos de la impunidad afirmar el interés empresarial para restringir los derechos fundamentales de los(as) trabajador(as) en Puerto Rico. Eso incluye, por lo visto, situaciones donde está en juego la aplicación de la sanción más grave en el ámbito de las relaciones laborales, es decir, el despido.
Su amparo en la buena fe contractual no debería aspirar a tanto porque es insostenible argumentar a favor de un deber genérico de lealtad que requiere la aceptación de una sujeción omnicomprensiva del trabajador al interés empresarial.
Ciertamente, todo ello no resulta acorde con el sistema constitucional de relaciones laborales existente en Puerto Rico. Tampoco con la primacía de la libertad de la persona y el respeto a su vida privada que la Constitución garantiza. Ello significa, insistimos, en el respeto a la dignidad personal del trabajador o el derecho de todas las personas a un trato que no contradiga su condición de ser racional igual y libre, capaz de determinar su conducta en relación consigo mismo y su entorno, esto es, la capacidad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida, así como del libre desarrollo de su personalidad.
La derogación de la Ley 80 impacta derechos individuales de las personas que trabajan, específicamente y sin limitarse, a esa dignidad que debe permanecer inalterada cualquiera que sea la situación contractual en que la persona se encuentre. Esto es un mínimo invulnerable que debe asegurarse en todo estatuto jurídico, de modo que las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales no conlleven un menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona.
El tratamiento legislativo que se propone con la derogación de la Ley 80, prospectiva o no, limita la dignidad del trabajador, a su persona, a los intereses de su familia y a su vida privada.
Sostener lo propuesto porque supuestamente es un interés legítimo de los patronos en Puerto Rico es un incumplimiento grave con nuestro estado de derecho y produce un desequilibrio patente e irrazonable de poder en los centros de trabajo.
Además, lo propuesto reduce a la persona en un mero factor de producción que no es otra cosa que un llamado a un profundo conservadurismo que, por lo demás, no tiene ningún sentido práctico en estos momentos.
¡Derogar la Ley 80 es propiciar el despido, lo que resulta equivalente a aprobar la pena de muerte para los trabajadores en nuestro sistema de relaciones laborales sin contar con un debido proceso de ley para defenderse! ¡Vaya modernidad!
El autor escribe desde el Instituto Hugo Zinzheimer de Derecho Laboral en Frankfurt, Alemania.