
SOBRE EL AUTOR
Cabe preguntarse si es casualidad, que el incremento del control del movimiento anexionista de todas las estructuras del poder gubernamental puertorriqueño, coincida con la implacable fiscalización de su gestión pública por las autoridades federales.
A la extensión de las injerencias metropolitanas en el sistema educativo público, hay que añadir el reciente interés de intervenir en la policía. En la primera, se dibuja un contraste con el enfoque seguido antes en el tema de las prisiones. En el segundo, se derrota cabalmente el metarelato nacional autonomista que dignificaba a las clases dirigentes locales.
Nuevamente, los señores del norte se pintan como los salvadores de los nativos de un territorio salvaje. Desde un principio la invasión norteamericana fue presentada por los apologistas del imperialismo como la conquista de una región políticamente desorganizada por una metrópoli compasiva.
Si perseveraba en su ocupación, era únicamente para servir como tutores de sus habitantes en las artes democráticas. Sin embargo, a pesar de los adelantos alcanzados en 1952, las altas cotas de corrupción política reciente se quieren usar como evidencia del fracaso de nuestras elites gobernantes. En este escenario, la ruina del proyecto colonial se debe a la supuesta ineficiencia de sus administradores y no a sus inequidades inherentes. Una vez extinguido los riesgos de retar a un movimiento patrio cuyo principal vehículo partidista languidece, la última barrera para la preservación del status quo estriba en desacreditar a los partidarios de la integración.
En esta faena contra los partidarios de la otra vía descolonizadora, el escándalo parece ser el arma preferida. Un escándalo se produce cuando una transgresión oculta a cierta norma es revelada causando desaprobación pública. Como bien señala Thompson en su obra El escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación (2001), el efecto inmediato es que la reputación de los responsables es denigrada, aunque no siempre termine permanentemente manchada.
La excepción es el caso del abuso por un funcionario de su deber de fiducia sobre los bienes públicos. En este tipo de escándalo, diferente a los que involucran cuestiones morales, se destruye la reputación de las figuras involucradas, menoscabando de paso, la de su partido político e ideología. Especialmente, si la conducta descubierta involucra la violación de normas dirigidas a regir la adquisición y retención del poder.
El efecto más insidioso de esta situación es la creación de la sensación de que de no ser por las agencias federales, Puerto Rico sería ingobernable. La opinión pública está siendo dirigida a pensar, por medios de comunicación y comentaristas políticos comprometidos, que los valores de rectitud, eficiencia e imparcialidad pertenecen exclusivamente a estas autoridades. No muy distinto de una jauría de lobos que siguen los dictados del macho Alpha. La realidad es que la destrucción del mito autonomista de 1952 sirve también de acicate al rechazo de la integración del país a la nación mandante.
La retórica civilizadora del discurso imperial se traduce en el repudio a todos los sectores subalternos. No faltan aquellos que incluso solicitan se ponga a Puerto Rico en sindicatura. En realidad, este fenómeno ya se está produciendo en la práctica. El uso selectivo por las agencias federales de sus facultades fiscalizadoras para ayudar o castigar a diversos grupos a través del escándalo político, se ha convertido en el arma de una segunda invasión.
La metrópoli no tiene ya favoritos. La intifada estadista debe ser sofocada. Detrás de la barahúnda de denuncias sobre políticos de poca monta, los intereses estadounidenses y su gobierno permanente nos han vuelto a llevar al paradigma político de 1898.
El autor es es abogado, investigador de la Escuela de Derecho UPR, Río Piedras y doctorando de la Universidad de Salamanca, España.