El destino del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que podría ser la cárcel, y por ende el futuro de Brasil, están en manos de un tribunal cuyo fallo, este 24 de enero, enturbiará más aún la crisis nacional.
Se trata de proscribir al único gran líder popular que se afirmó en el país en las últimas décadas o, en caso de absolución, de confrontar las capas medias que atribuyen a Lula el origen del mal, la crisis económica y moral que azota a los brasileños.
Ninguna salida es buena, la radicalización entre los pro y los anti-Lula reunirá razones para intensificarse cualquiera que sea la decisión judicial.
Acusado de corrupción pasiva y lavado de dinero, supuestamente por haber conseguido un apartamento como soborno de una constructora, el expresidente fue condenado a nueve años y medio de prisión por el juez Sergio Moro, paladín de la anticorrupción, en julio de 2017.
La confirmación de la condena por el Tribunal Regional Federal (TRF) de la meridional ciudad de Porto Alegre podría impedir su candidatura en las elecciones presidenciales de octubre de este año, hasta ahora la favorita absoluta en las encuestas.
Una movilización nacional que podría reunir a decenas de miles de activistas avanza hacia Porto Alegre para presionar al tribunal el 24 de enero. “Elecciones sin Lula son un fraude”, es la consigna de sus defensores.
No se descarta la posibilidad de peleas con manifestantes opuestos también convocados.
“Creo que Lula será condenado y quedará inelegible”, evaluó João Fernando de Carvalho, abogado de São Paulo especializado en Derecho Electoral, al ser consultado por Inter Press Service (IPS).
La Ley de Ficha Limpia, sancionada en 2010 por el mismo Lula como presidente, veda la candidatura de condenados por un órgano judicial colectivo, como el tribunal de apelación.
“Mi duda es si irá preso pronto, pero no veo motivo para su detención inmediata”, acotó Carvalho.
Una decisión del Supremo Tribunal Federal de octubre de 2016 autoriza el encarcelamiento a partir de la condena en segunda instancia, contrariando un criterio anterior que le permitía a un convicto defenderse en libertad hasta el fallo definitivo, tras agotarse todos los recursos judiciales.
Pero la legislación brasileña se caracteriza por asegurar apelaciones que se multiplican en distintos tribunales, retardando por años o décadas una sentencia final, a veces hasta la prescripción del delito. La Corte Suprema intentó restringir ese sistema favorable a la impunidad de ricos y poderosos, quienes pueden pagar los costos judiciales y abogados caros.
Lula podrá, a través de distintos recursos, postergar por muchos meses los efectos de su probable condena, siguiendo en libertad e incluso encabezando la campaña electoral de su Partido de los Trabajadores (PT) como candidato presidencial.
Los partidos tienen tiempo de registrar candidatos hasta el 15 de agosto. El período oficial de propaganda electoral va del 31 de agosto al 4 de octubre, tres días antes de los comicios.
Especialistas electorales temen incluso que Lula pueda disputar las elecciones “sub judice”, es decir, inelegible pero con la candidatura mantenida por algún mecanismo judicial. La legitimidad del voto fortalecería su resistencia a la inhabilitación legal.
El abogado Carvalho cree improbable tal situación, porque la Ley de Ficha Limpia es clara y el Tribunal Superior Electoral se verá “obligado” a despejar dudas sobre los candidatos cumpliendo los plazos definidos.
Pero reconoce que en la Justicia Electoral son posibles maniobras que eluden condenas del ámbito penal. En Brasil, hay decenas de alcaldes condenados que siguen gobernando sus municipios sostenidos por artificios judiciales.
Todas esas maniobras agravan un contexto de deterioro político e institucional del país, en que los poderes perdieron credibilidad, y casi todos los dirigentes políticos nacionales están enjuiciados o acusados de corrupción.
Es el caso del presidente Michel Temer, varios ministros y líderes parlamentarios de los principales partidos. Dos expresidentes de la Cámara de Diputados están detenidos. Hay senadores que tienen más de una decena de procesos judiciales.
Las investigaciones del Ministerio Público y recientes revelaciones de empresarios que decidieron colaborar con la Justicia desnudaron la corrupción sistémica en la política brasileña.
El Supremo Tribunal Federal también perdió buena parte de la confianza del país como guardián de la Constitución y un poder moderador llamado a dirimir crecientes conflictos, por decisiones controvertidas, cada día más individuales y, en algunos casos, netamente sesgadas por posiciones partidarias.
Es en ese cuadro de ruinas que Lula viene recuperando su popularidad, con cerca de 35 por ciento de las intenciones de voto en las últimas encuestas, tras algunos años de descenso por las revelaciones sobre regalos que habría recibido de algunas empresas por, supuestamente, favorecer sus negocios con el Estado.
Además del apartamento “triplex” en la playa de Guarujá, cerca de São Paulo, y motivo del juicio actual, el Ministerio Público acusa a Lula de haber recibido sobornos en forma de otro apartamento en su ciudad, São Bernardo do Campo, obras en una finca y donaciones al Instituto Lula, creado por él en 2011 tras dejar la Presidencia.
Su defensa alega que él no es propietario de ninguno de los inmuebles referidos y que las contribuciones a su instituto no existieron o fueron remuneraciones por charlas impartidas en varios países. La acusación es que Lula usó “naranjas”, es decir a otras personas para ocultar sus propiedades.
De todos modos, a los ojos de sus partidarios se trata de acusaciones infundadas y de una persecución de la Justicia al exgobernante que más benefició a los pobres.
Además, los escándalos más recientes relativizaron los posibles deslices de Lula y su PT, al involucrar a centenares de millones de dólares y apuntar al Movimiento Democrático Brasileño, partido del presidente Temer y hegemónico en el actual gobierno, como la matriz y la mayor red de corrupción en el Brasil contemporáneo.
Lula fue el único presidente con un liderazgo que parecía suficiente para cambiar la historia de Brasil, según Doubel Macedo, un ingeniero que observó al país desde su trabajo en el sector de petróleo, energía y construcción en una gran empresa de Rio de Janeiro.
Su gobierno (2003-2010) contaba con amplio apoyo popular, del empresariado y de la intelectualidad, además del fuerte crecimiento económico para mejorar la educación, “impulsar el avance tecnológico y estancar la desindustrialización”, recordó.
Para combatir la corrupción tenía la legitimidad del propio ascenso con un discurso defendiendo la ética y el empoderamiento de órganos de control como la Policía Federal y el Ministerio Público, acotó.
Pero su opción fue por “alianzas pragmáticas” con fuerzas tradicionales y corruptas y se perdió la oportunidad. Ahora parece imposible que vuelva al poder, sería un candidato debilitado por la corrupción y la hipocresía si logra disputar las elecciones.
El riesgo es que esto ayude a llevar a un anti-Lula a la Presidencia, como el diputado Jair Bolsonaro, exmilitar de extrema derecha y defensor de la dictadura, concluyó Macedo.