El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva solo por un milagro podrá ser candidato a la reelección en octubre de este año, tras su condena en segunda instancia por corrupción pasiva y legitimación de capitales.
La sala ocho del Tribunal Regional Federal de Porto Alegre, en el sur del país, ratificó el miércoles el fallo emitido en julio por el juez Sergio Moro y además elevó la pena de 9.5 años de prisión a 12 años y un mes.
Como la decisión fue por unanimidad de los tres jueces de apelación o segunda instancia, lo único que pueden hacer los abogados defensores de Lula es recurrir a la misma corte con un “embargo de declaración”, pedido de aclaración sobre posibles omisiones, contradicciones o puntos oscuros de la sentencia, sin afectar el resultado.
Eso retarda la ejecución de la condena por poco tiempo, un mes posiblemente. A partir de entonces Lula podrá ser encarcelado y se volvería inelegible políticamente, si no logra una medida provisional de tribunales superiores, de suspensión de los efectos de la sentencia.
La ley de Ficha Limpia, vigente desde 2010 en este país, impide la candidatura de condenados en un tribunal de apelación por delitos como corrupción, abuso de autoridad e improbidad administrativa.
Juristas y abogados observan que una variedad de recursos, medidas cautelares y otras acciones judiciales, posibles en el sistema jurídico brasileño, pueden facilitar a Lula, quien gobernó el país entre 2003 y 2011, más tiempo en libertad e incluso el registro de su candidatura hasta el 15 de agosto, el plazo final para hacerlo.
Pero su destino no depende solo de prolongar la batalla judicial, es una cuestión política. La condena y la posible prisión podrán minar su popularidad y alentar a sus opositores.
Partidos de izquierda, incluyendo su Partido de los Trabajadores (PT), buscan sus propios caminos electorales e indican candidatos a la presidencia del país desde ahora.
Nadie quiere quedar rehén de las escasas posibilidades de que Lula, pendiente de resquicios legales, pueda ser candidato, encabezando un frente de izquierda o centro-izquierda.
Pero el “lulismo”, bautizado por el cientista político André Singer, de la Universidad de São Paulo, como un movimiento más amplio que el PT, podrá ser un actor decisivo en las elecciones presidenciales de octubre, cuando también se renovará el parlamento y las gobernaciones de los 27 estados brasileños.
La popularidad de Lula viene creciendo después de caer a niveles sin precedentes en lo que va del siglo. En el comienzo de 2016, cuando la campaña contra los gobiernos del PT alcanzó el apogeo y logró imponer el proceso de destitución de la expresidenta Dilma Rousseff, elegida como su sucesora en 2010 gracias al empuje del lulismo.
El expresidente contaba entonces con aprobación de poco más de 20% de los entrevistados en las encuestas. En los dos últimos años se intensificaron las denuncias de corrupción y descalificación de los gobiernos de Lula y Rousseff, pero el apoyo al exgobernante se duplicó hasta bordear 45% en los últimos sondeos.
Lula es hoy la mayor fuerza electoral de Brasil, pese a los siete procesos judiciales que enfrenta, la mayoría por corrupción, pero también por obstrucción a la justicia y tráfico de influencia en el exterior a favor de la constructora brasileña Odebrecht.
La primera condena judicial confirmada por un tribunal de apelación tiene graves consecuencias judiciales, pero no necesariamente en su fuerza electoral.
La acusación fue la de favorecer a una constructora para realizar negocios con la petrolera estatal Petrobras, a cambio de un apartamento de lujo en una playa. Pero Lula, sus abogados y activistas lograron controvertir la condena, arguyendo la falta de pruebas cabales de los delitos y que el expresidente nunca fue dueño del inmueble.
Esa narrativa es jurídicamente impotente, pero eficaz en mantener el apoyo de activistas y al parecer de amplios sectores pobres de la población. Permite a Lula presentarse como víctima de investigaciones y juicios parciales, políticamente sesgados.
La acusación, con pruebas “indirectas”, señalando que la propiedad del apartamento no se formalizó justamente porque se trataba de lavar dinero ilegal y ocultar la corrupción, sigue una lógica menos obvia para la población, tanto que exigieron prolongadas explicaciones de los jueces.
Con Lula prácticamente excluido de las elecciones y posiblemente preso, queda el lulismo como gran actor político. Su fuerza se comprobó en 2010, cuando logró llevar a la presidencia de Brasil a Dilma Rousseff, sin experiencia electoral anterior ni carisma.
Perdió empuje y consistencia en los últimos años, pero tampoco hay adversarios con capacidad de liderazgo y movilización mínimamente comparable a los de Lula.
Fenómenos similares ocurrieron o siguen vigentes en otras partes del mundo, de líderes que ganaron fuerza mitológica tras ser condenados por la justicia o derrocados en situaciones dramáticas.
Es totalmente distinto, y contrastante políticamente, pero el fujimorismo en Perú sigue como potencia electoral, pese al gobierno dictatorial, las masacres, la corrupción y la prisión de su creador, Alberto Fujimori, además de la división de sus hijos y herederos políticos.
El chavismo mantiene el poder en Venezuela, pese a la muerte de Hugo Chávez en 2013 y el casi colapso de la economía interna bajo conducción de su sucesor, Nicolás Maduro.
En Brasil, Getulio Vargas, que se suicidó en agosto de 1954 ante presiones políticas irresistibles contra su gobierno, dejó un movimiento laborista que solo fue detenido por el golpe militar de 1964 que instaló una dictadura en Brasil hasta 1985. Se hizo conocido como “padre de los pobres”.
El lulismo, de cierto modo heredero de la memoria y sepulturero del “getulismo”, no tiene quizás la dimensión de esos similares, quedó muy concentrado en la región más pobre de Brasil, el Nordeste, pero debe influir por lo menos en las próximas elecciones, incluso porque Lula seguirá una referencia viva, aunque preso.
Siguen vigentes sus políticas sociales que beneficiaron la población más pobre de Brasil durante el gobierno de Lula, como el Programa Beca-familia, que ofrece ingresos limitados, variables de 27 a 140 dólares mensuales a más de 13 millones de familias.
Y sigue en la memoria la fuerte reducción de la pobreza en Brasil, impulsada por aumentos persistentes del salario mínimo, ampliación de las pensiones a discapacitados, jubilación de campesinos y la generación de millones de nuevos empleos.