-José, ¿te veo esta noche?
-Claro, ¿porqué?
-¡Recuerda que cumplo años, ya estoy vieja chancruda.
-Mamá, tu cumpleaños es en junio…
Hace cinco años, tuve un encontronazo con mi padrastro quien mientras le ponía los cuernos a mamá con un amor cibernético y sin ganas de ir a las filas del desempleo, se había quedado viviendo desaprensivo en la casa. Fue un encuentro a puños y gritos donde finalmente el desgraciado quedó al otro lado del portón de la casa, junto a sus pocas piezas de ropa. No volveríamos a escuchar de él.
Mi mamá, repetitiva por naturaleza, comenzó a repetirse cada vez más.
En el 2013, mientras vivía en Cartuja, Granada, sentado en el escritorio de mi habitación lograba comunicarme con mi mamá. Nuestra relación, desde que recuerdo, ha sido de dependencia inversa: ella necesita más de mí que yo de ella. Cuando conversábamos me comentaba de su vida, lánguida si se quiere, de ir al trabajo, del trabajo a la casa, de la casa al sofá, del sofá a la cama.
Mientras yo le daba vueltas en tren a Europa, mi mamá se preocupaba por su empleo. Sus jefes la veían desordenada, llegando tarde y para su vocación de maestra esto no ayudaba. Cuando finalmente toqué suelo puertorriqueño, confieso que quería irme de vuelta a Granada.
Pocas semanas después de llegar a la Isla, a mi mamá “no le renovaron el contrato”, la echaron de la Universidad (privada). Pasó de ser maestra de pensamiento crítico a desempleada. Se ahogó en deudas, perdió el empleo, el carro… perdió ganas.
La soledad es algo que todos tememos, pero cuando llegas a sentirte solo en tu soledad, solo en ti mismo, la voluntad se pierde. Mi mamá nunca tuvo amigos cercanos, insistía que le bastábamos nosotros sus hijos, yo entendía que no era así. En pocos años había perdido mucho: su pareja infiel, su papá por cáncer, luego su hermano también de cáncer, su trabajo… Para el mes de octubre se nos hizo más que claro que mamá no estaba bien.
Llegamos al hospital San Juan Capestrano de día, confieso que había imaginado un manicomio de película pero las facilidades estaban limpias y todo parecía en orden. Estuvimos varias horas en lo que nos atendían y durante este tiempo tuvimos la (des)dicha de experimentar la demencia y desesperación que habita en este lugar.
La luz se fue tres veces y ya afuera era de noche. Cada vez que venía el apagón se escuchaban los gritos de pacientes mentales gimiendo de dolor, perdidos, gritos irracionales.
-“¡No me dejes aquí!”, insistió asustada mi mamá.
Solo pude responderle lo de siempre: “No te preocupes, todo va a estar bien”. Luego me di cuenta que esta sería una frase que frecuentaría más y más.
Mamá pasó dos semanas en Capestrano, y problema medicado no es problema resuelto. A medida que pasaron los meses, mi tití y yo vivimos papeleo tras papeleo: que si Seguro Social, que si cupones, que si incapacidad, que si las cuidadoras de Trujillo Alto. Con la ayuda de los vecinos, amigos sin títulos, grupo de apoyo de mi mamá, logramos conseguir las ayudas necesarias para que pudiera vivir sin que le faltara lo esencial.
Luego de dos evaluaciones médicas por los doctores de la Reforma, se determinó que padecía de Early Onset Alzheimer. El terror de mi mamá. No hay pastilla para el olvido, y el olvido de uno mismo es el más terrible. La enfermedad que se apoderó de mi abuela por siete años, que la deshizo lentamente separándola de nuestra realidad, sumergiéndola al peor de los olvidos, le había tocado a su primogénita.
En la primera etapa, la enfermedad solo afectaba los recuerdos del presente. Pequeños olvidos como olvidar donde colocó la tarjeta ATH. Recuerdo veces que en apenas un mes llamó a cancelar el servicio de la tarjeta tres o cuatro veces. La tarjeta nunca salió de su cartera.
Así por el estilo, de repente surgen momentos de pequeñas “crisis”, como la de hace unas semanas que se le olvidó lo que había comido y se sentía envenenada. A las dos de la mañana me llama mientras vomitaba y corriendo la llevo al hospital. Noches largas, paciencia y compasión.
Lo interesante es su lucidez sobre el pasado. Mamá recuerda cuando perteneció a Circolo, el circo del Viejo San Juan en los ochenta, su vocación como flautista y cantante del grupo Ysla junto con Frank Lovato y Carlos Bedoya, entre otros personajes que en su ausencia pertenecen al grupo de recuerdos más íntimos.
A mí siempre me sorprendió el talento de mi mamá, pero también noté que para ella no era algo para enseñar, mucho menos de explotar. Desganada, mira las cicatrices de su vida con un sentido del humor muy peculiar y así pasa el día a día sin esperanza de futuro. Está consciente de lo que está por venir, eso aún no lo olvida.
El artículo fue publicado originalmente en el periódico Primera Hora, como parte de la campaña “Ellos olvidan, no lo hagas tú”.