Esta señora, ya una vez la oí diciéndole a un hombre que en los comentarios de mujeres los hombres no se meten. Esta vez, a toda voz gritaba que lo que allí —en algún lugar que los receptores sabían pero que yo no, dado que acababa de asomarme— lo que había era un maso de lambeojos.
“Maso”, para los que no comprenden la semántica puertorriqueña, se refiere a montón, a una multitud de moscas en su banquete, al incontable hormiguero que baila a son de Cheo Feliciano, a inodoro sobreahogado, a vitrina sobrecargada de empanadillas quemadas, a “El Boricua” un jueves en la noche.
En donde el evangelista dice que una multitud hambrienta esperaba que Cristo multiplicara los panes y los peces, el puertorriqueño lee: “un maso de esmallaos esperaban que Cristo multiplicara los Holsums y las Salchichas Carmela”.
Lambeojo es la actitud lisonjera que adopta una persona para conseguir algo que no necesariamente tiene que estar correlacionado al dinero.
Que allí lo que habían eran un maso de lambeojos —anunciaba la señora como por un altoparlante, y entonces añadió como si a mí me debiera la explicación de su vida—: «Por eso es que yo no trabajo, por eso es que yo no trabajo, por eso es que yo no trabajo, porque para conseguir trabajo hay que lamber ojo».
Lo repitió tres veces, mirándome de refilón porque no podía hacer nada con que yo acabara de aparecer por allí y que ostentara unas orejas que cumplen muy bien con su encargo. Pero no me lo decía a mí, sino a los otros que no le prestaban demasiada atención, o acaso ninguna porque, como siempre pasa: uno acaba por hacerse sordo a boquetas tan estridentes.
Quedaba muy claro que ella no trabajaba, porque para trabajar y/o conseguir trabajo hay que lamber ojo, entiéndase: rebajarse, inclinar la dignidad, tirar porpiso el cuello, ser uno más dentro del maso alineado.
Pero me quedé pensando que, si ella no trabaja por no lamber ojo, ¿luego cómo mantiene el vicio del cigarrillo? Estaba fumando. ¿De dónde saca dinero para el lipstick, para los mahones blanquísimos en donde camina bien apretá y todo ese espray con el que se amarra el pelo y toda esa chichera que le sobre abulta el grasoso ombligo?
De verdad, ¿quién demontres la mantiene? ¿Qué fuerza la alimenta cuando ni siquiera el santoral de la santería se alimenta de aire y música? Digo, yo conocía a una señora santera que le llevaba bizcochos, calderos de arroz y viandas a los santos de su devoción que la protegían y la favorecían. Un día se murió y en el testamento dejó clarito que no le desatendieran a los santos desamparados.
¿Cómo se mantiene los chichitos blancos de chuleta que exhibe, con orgullo, mientras se enorgullece más de decir que ella no es parte de ese maso de lambeojos que trabaja? No quiero pensar que todo eso se lo prodiga la beneficencia paternalista (d. de Muñoz Marín, era común ELA), porque entonces sí que no sé qué más pensar ni qué más añadir, pero eso fue lo que yo oí. Son curiosísimas las cátedras que se imparten en las calles.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.