Para desembrollar el problema de inseguridad que se padece en México, habría primero que fragmentar su colosal rompecabezas y poder apreciar –al menos de un modo frugal– las piezas que componen este doloroso escollo, que cada día duele más y que llevamos insertados en el cuerpo, como un cáncer, todos los mexicanos. Nuestro tumor es mortal: 3,200 personas asesinadas en ocho meses, víctimas de la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado. Hay que entender que estamos hablando de un periodo determinado de tiempo con circunstancias específicas –una nueva ola de inseguridad en México, en medio de una lucha nacional en contra del narcotráfico. Quizá otros países latinoamericanos como Colombia y Brasil puedan acercarse a la nota actual de México –hoy día, en Brasil, hay más asaltos con violencia que en México, y en Colombia, la cifra de muertos por el narcotráfico es también muy alta–, pero no. Aunque estos pueblos suramericanos padecen la lucha contra el narco desde hace décadas, me parece que la nación azteca apenas se está dando cuenta de lo enramado e intrínseco que está el narcotráfico en todas las esferas de la vida del país, en especial en el Gobierno y las Fuerzas Armadas. Es curioso observar en esta penosa lista roja a dos de las grandes economías emergentes del planeta –Brasil y México–, líderes indiscutibles de América Latina en casi todo (telecomunicaciones, volumen del sector financiero, aeronáutica, energía, industria automotriz, metalúrgica, infraestructura, productividad, etc.) pero muy especialmente en algo llamado desigualdad. Según el Banco Mundial, la Organización Internacional del Trabajo y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, México y Brasil, históricamente, son los países con la mayor desigualdad económica de la región, una América Latina que de por sí (junto con el Caribe) conforma “la región más desigual del mundo y por tanto una de las más inseguras”, según la Organización de las Naciones Unidas. Las desigualdades económicas existentes en una sociedad son el detonante perfecto para la explosión de actos delictivos y violentos. Por ello, el pasado 10 de septiembre, reconocidos expertos de Latinoamérica ratificaron en Montevideo que “la persistencia de la desigualdad, la pobreza y la desesperanza fomentan la inseguridad en la región”. “México son muchos México”, he escuchado decir a personas comunes y terrenas, pero que saben de lo que hablan. Esa amalgama cultural, estética, física, de raza, de credo e ideológica que es México encuentra su ápice y su radiografía más exacta en las diferencias económicas que dividen y unen a los mexicanos. Así como el hombre más rico del mundo, hasta hace poco, era un mexicano (En enero de este año, Carlos Slim Helú tenía una fortuna que rebasaba los $63 mil millones), es probable que el hombre más pobre del mundo también sea un mexicano, si tomamos en cuenta que en ese país de 110 millones de habitantes, unos 13 millones viven en condiciones de extrema pobreza, pues subsisten con menos de $60 mensuales y no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas de alimento. Ante este panorama, no es difícil imaginarse un país –donde la clase media viene extinguiéndose desde la década de los ochenta– totalmente fracturado. Existen pocos países donde se discrimine tanto al pobre y se sobrevalúe tanto al rico como en México. Será por eso que, durante la reunión del recién creado Consejo Nacional de Seguridad Pública, constituido por el Gobierno nacional, gobiernos locales, el Congreso, la iniciativa privada, la sociedad civil y organizaciones religiosas, el presidente Felipe Calderón declaró sobre la inseguridad y dijo: “es una realidad ante la cual no podemos cerrar los ojos… la verdad es que todos somos responsables”. Todos somos responsables. Que esto no se confunda y malinterprete como una jugarreta del Gobierno para no asumir su responsabilidad y delegarla al pueblo, o como uno de tantos discursos vacíos. Va más allá. Apunta a la conciencia y a la unión fraterna de una nación, con el fin de acabar con un mal que consume a todos. Esto es una realidad, no porque el Gobierno lo diga, sino porque la sociedad por primera vez está unida en torno a este tema, y la sociedad civil, junto con empresarios y organizaciones de todo tipo, no va a permitir que el Gobierno se deslinde o desfallezca. Hace cuatro años, México sufrió otra ola de violencia similar a la que vive hoy. Hace cuatro años, 500 mil personas marcharon en Ciudad de México para manifestarse y buscar una solución por parte del Gobierno. Hace cuatro años, yo caminé esas calles y avenidas, con mi familia, mis vecinos, mis amigos y compañeros. Ese día hubo energía y comunión, pero con eso no se resuelven los problemas. Hace unas semanas, 250 mil personas marcharon de nuevo en la capital. La marcha, que se llamó Iluminemos México, fue organizada, en conjunto con organizaciones, por el padre de un niño de 14 años que fue secuestrado y asesinado brutalmente pese a que se había pagado un rescate de $6 millones. Y aunque la ruta y la dinámica de la manifestación fue la misma, hubo una gran diferencia. Dos días después, los organizadores de la marcha se sentaron a trabajar hombro a hombro con diputados y gobernadores. Se firmaron acuerdos, se establecieron metas con tiempos definidos, se cuestionó frente a frente –con los ojos del país y el mundo bien abiertos– a los jefes de la Policía, al gobernador de Ciudad de México y al presidente de la República. El papá del menor asesinado declaró estoico en el estrado: “Señores, si piensan que no pueden, renuncien. Pero no sigan recibiendo un sueldo por no hacer nada. Eso también es corrupción”. En respuestas inmediatas, el gobernador de la capital aceptó el reto y puso su cargo a disposición del pueblo si no logra bajar la criminalidad y los secuestros en un plazo de un año. Días después, el presidente Calderón destinó unos $5,400 millones exclusivamente a “tareas de orden, seguridad y justicia”. “Después de la marcha del 2004, yo me fui a mi casa y todos esperamos una solución mágica que nos dimos cuenta que no se dio. Y no se dio porque teníamos que seguir participando, y esa responsabilidad se la dimos a las autoridades y ya no hicimos nada”, declaró Elías Kuri, del comité de “Iluminemos México”, a BBC Mundo. Yo, como él y como muchos otros mexicanos, acepto mi responsabilidad, y por eso escribo, pese a que las verdades –como bien se sabe– son dolorosas. Mi país me duele, y no soy el único. En México, hay una discusión y una participación increíble para resolver este problema. Veremos ahora si la sociedad mexicana se ha desarrollado lo suficiente y demuestra ser madura, responsable, democrática y moderna, pero, más importante, más humana, y las brechas se recortan y se da la mano –sin importar su cuenta bancaria– al hermano de al lado.