Perteneció a uno de los regimientos militares más valerosos de la historia de la milicia estadounidense, recibió recientemente el más alto reconocimiento que otorga el Congreso de Estados Unidos a sus ciudadanos por su extraordinaria lealtad y servicio, sin embargo, el Borinqueneer, Miguel Piñeiro Rivera, se describe simplemente como “un buen soldado”.
“Sufrimos mucho”, comenta al recordar todas las vicisitudes que él y sus compañeros puertorriqueños del Regimiento 65 de Infantería tuvieron que atravesar durante la Guerra de Corea.
Temperaturas de 20 grados bajo cero, hambre, agotamiento mental y físico y el dolor de perder a sus compañeros de batalla, son algunas de las cosas que experimentó y que aún viven en sus recuerdos como si fuera ayer.
Cuenta que todavía hoy, más de 60 años después, lo que experimentó en esa guerra invade su memoria durante las noches. Piensa, particularmente, en aquellos compueblanos suyos que llegaron junto a él, pero que no pudieron regresar.
“Uno se llamaba Marcos Massini, otro Darío Dávila, otro Willliam González y otro José Aponte. Tres de esos se quedaron allá (desaparecidos durante el combate) y uno murió acá”, relata. “Los recuerdo como si los viera ahora mismo, después de tantos años. Me parece que los veo en los grupos de nosotros hablando, distrayéndonos y digo caramba este se quedó allá tan lejos”, declara con melancolía y no es para menos. No se trataba de desconocidos, de personas que se encuentran casualmente y ya.
“Eran compañeros de escuela”, destaca Don Miguel, quien salió de su natal Jayuya a los 20 años en 1951 para con solo tres meses de adiestramiento en la base de Tortugo en Vega Baja, enfrentar a cualificados batallones de norcoreanos y chinos en la Colina 200 en Corea.
“Era una colina importante porque desde ahí se podía divisar todo el que pasaba”, resalta. La batalla fue dura, sin embargo la coalición asiática no cedió y ellos no la pudieron tomar.
Don Miguel, quien perteneció al Segundo Batallón de la Tercera División del Regimiento 65 de Infantería, no estuvo en las trágicas colinas Kelly y 391, donde surgieron los enfrentamientos más cruentos. En estas batallas cientos de soldados puertorriqueños perdieron sus vidas en unas misiones calificadas por entendidos en la materia como “suicidas”. Unos 600 Borinqueneers murieron durante el conflicto coreano, muchos perecieron en esas dos colinas.
Luego de la gran masacre en estas dos montañas, que Don Miguel describe como enormes montes con túneles subterráneos donde los asiáticos se escondían, los Borinqueneers asignados a pelear en esa zona se rehusaron a ser forzados a autoinmolarse.
Por ello fueron objetos de duras y humillantes sanciones. Les prohibieron hablar español, les eliminaron su porción de arroz y habichuelas, les exigieron que se cortaran sus bigotes (símbolo de su hombría e identidad) y a algunos hasta les obligaron a llevar un letrero con la frase: “Yo soy un cobarde”, según ha quedado documentado en la historia. A algunos de los que se resistieron a acatar las órdenes de enfrentar a un enemigo que le superaba por mucho con sus recursos militares y fuerza numérica tuvieron que enfrentar una corte marcial que los sentenció a varios años de prisión.
“No todos tuvieron la suerte de salir absueltos”, comenta Don Miguel sobre los soldados del Regimiento 65 de Infantería que no se les condonó su sentencia.
-¿Qué hubiese hecho si usted hubiera estado en el lugar de esos soldados?
-Hubiera hecho lo mismo (que ellos) porque era verdad que era suicidar los soldados porque eso lo tenían rodeado y ellos (los chinos y norcoreanos) tenían dominio de esa posición, afirma.
Pero a unas 500 yardas de esas dos colinas (Kelly y 391), Don Miguel, no experimentó nada de esto. Su batallón, se ocupaba fundamentalmente de patrullar el área que se les había asignado y proteger los sistemas de comunicación.
Aún así protagonizó fuertes escaramuzas. “Participé en el conflicto en las patrullas y tuvimos contacto con el enemigo. Fuimos atacados con morteros y lanza llamas. Una noche que salimos hubo un ataque de morteros y ametralladoras y a mi compañero que también era de Jayuya por poco le parten el brazo. Cuando los morteros explotaron nosotros nos tiramos al piso. Cuando caía el mortero se partía en pedacitos, esos fragmentos eran lo que hería a los soldados”, recuerda.
También vio muchos compañeros caer en batalla, una imagen que aún permea en sus recuerdos.
“Me acuerdo que en un día en el frente de batalla, después que terminamos la contienda, pasamos por un área donde habían muchos muertos, los cadáveres estaban en la orilla del camino y nosotros tuvimos que afrontar esa situación y dominar la tensión y el miedo que uno siente, porque eso es terrible”, relata.
Aunque no fue herido en combate estuvo a punto de perder su vida cuando iba de camino hacia el lugar donde saldría definitivamente del suelo coreano.
“Por poco perdemos la vida en un ‘santiamén’ como decimos porque nos habían localizado de la parte de atrás de unos montes donde estaban los chinos y nos dispararon con un lanza llamas. Cuando pasamos por ahí, que el Jeep subió, ellos lo vieron y le tiraron. La bala dio frente al Jeep y todo ese polvo del camino nos dio en la cara a nosotros. Por poco fallecemos…Pasamos tremendo susto”, cuenta.
Pero no todo fue tristeza para Don Miguel allá en Corea, también le ocurrieron cosas jocosas como cuando se enfrentó con un enorme ciervo en una trinchera. Cuenta esto y se ríe, como quien se acuerda de alguna travesura. Se nota que lo disfrutó y que todo lo que vivió allí fue muy significativo para él.
Aunque se suponía que este Borinqueneer estuviese solo siete meses en combate y luego fuese relevado, su remplazo no llegó en el tiempo indicado, por lo que tuvo que esperar un poco más para regresar a la Isla. Los once meses que vivió allí marcaron profundamente su vida.
Tras su regreso de Corea en el 1952, Don Miguel se estableció en San Juan donde comenzó a laborar para la compañía Frigidaire con el fin de ayudar a sostener a sus padres y sus hermanos. De hecho, uno de sus hermanos también fue llamado a combatir a Corea por el mismo Servicio Militar Obligatorio que condujo a Don Miguel a suelo asiático. Sin embargo, él permaneció en Panamá, porque en ese entonces había una norma que no permitía que los hermanos estuviesen en el campo de batalla al mismo tiempo.
“Cuando salí del ejército mi deseo era seguir estudiando y prepararme, pero yo tuve una responsabilidad grande y fue que me hice cargo de mi familia (sus padres y dos hermanos) y ya yo tenía que tener un trabajo estable para poderlos ayudar”, explica.
Contiguo a la mesa de su comedor, en la Urbanización Country Club en una de las calles que corre paralela a la avenida que fue bautizada con el nombre del Regimiento al que perteneció, Don Miguel tiene colgado un mapa del mundo donde trazó con un bolígrafo negro la ruta que recorrió por mar desde Panamá hasta Corea en una travesía de 27 días. En un pequeño papel pegadizo que colocó en una esquinita del mapa, escribió a mano los distintos puertos de la ruta: San Juan-Carolina del Norte, Carolina del Norte-California, California-Panamá, Panamá- Pusan, Corea.
“Lo tengo aquí para que no se me olvide la ruta que nosotros hicimos”, aclara.
En un estante en la sala también tiene enmarcada una foto en blanco y negro, tamaño 5 x 7 donde aparece con su uniforme de soldado, rifle en mano. Sus facciones fuertes, mirada penetrante y rostro serio, contrastan enormemente con el ser humano bondadoso, de facciones suaves y carácter afable que conversa tranquilamente con Diálogo.
Desde hace siete años Don Miguel asiste a la iglesia Adventista del Séptimo Día de Sabana Llana en San Juan. Su fe en Dios ha sido su refugio y su sostén durante este periodo.
No tuvo hijos, pero cuenta con una sobrina que está pendiente de sus necesidades. Su esposa murió hace 10 años. Desde entonces vive solo, en una casa inmaculada que limpia él mismo. “A veces uno trae personas y no limpian como uno quiere”, comenta por lo bajo.
Este valeroso veterano no se arrepiente de lo vivido en Corea y a sus 85 años confiesa que si tuviera la oportunidad volvería a participar en un conflicto bélico. “Me siento dispuesto, siempre con el mejor deseo de, si es posible, servir de nuevo. Si pudiera así lo haría, no importa lo costoso que fuese exponer la vida de nuevo”, afirma con determinación.
Habla del mote de Borinqueneer con mucho orgullo porque era lo que los distinguía de los demás y subrayaba su identidad borinqueña.
“Eso viene de la palabra Borinquen. Nos bautizó así un general de apellido Cordero. Le puso ese nombre al cristal del Jeep (donde se transportaban) y la estrella (La Cruz de Malta que los identificaba y los diferenciaba de las otras unidades)”.
-¿Qué sentía cuando veía ese nombre en los autos del ejército?
-Un orgullo, como que éramos de aquí, genuinos de Borinquen. Porque eso viene de algo patrio, que nosotros somos boricuas de pura cepa y eso lo lleva uno en el corazón, manifiesta.
Sobre el reconocimiento tardío dice: “Se dieron cuenta que nosotros sí aportamos defendiendo la democracia y a soldados americanos que sirvieron en batalla y que si no hubiera sido por el 65 (de Infantería) no hubieran salido de ese problema, porque estaban rodeados por el enemigo”, declara aludiendo a una misión en la que el 65 de Infantería rescató a una división de la Marina estadounidense que se encontraba atrapada en el interior de Corea del Norte.
Mientras conversábamos, Don Miguel contemplaba con un brillo único en su mirada las medallas que le otorgó el Congreso de Estados Unidos recientemente.
“Es un orgullo tener esas medallas y me siento muy satisfecho”, sostuvo.
-¿Valió la pena luchar en ese conflicto?, le preguntamos.
-Valió la pena. Se detuvo el comunismo y se defendió la democracia, expresa con firmeza.
-Mirando hacia atrás todo lo que afrontó durante esa guerra, ¿cómo se describiría?
-Como un buen soldado.