Hace muchos siglos un osado general inglés se dispuso tomar la isla de Puerto Rico, una estratégica posesión española en aquel entonces. Sus tropas desembarcaron en la isleta de San Juan y lograron sitiar la ciudad amurallada. Los soldados de la ciudad, mayormente criollos, hicieron frente en la playa para impedir que las tropas inglesas tomaran la capital. Continuaban sufriendo bajas y los refuerzos de otros cabildos no llegarían a tiempo. Todos los hombres hábiles que residían en la ciudad se habían unido valientemente a defenderla del asedio británico, pero se avecinaba una derrota inminente. El alcalde decidió emitir una orden de evacuación para los demás habitantes que se encontraban en la ciudad, en su mayoría mujeres y niños. Estos, sin embargo, rehusaban abandonar a aquellos padres, hijos y hermanos que aún se batían frente a la escuadra inglesa.
A un grupo de mujeres de la ciudad se les ocurrió un plan para apoyar a sus paisanos. Convencieron al obispo de que debía convocar una rogativa, que requeriría la participación de todos los habitantes. No obstante, esta procesión sería un poco diferente. Esa misma noche se reunieron todos los habitantes, portando cada cual una vela o antorcha. Marcharon, desplegándose por toda la muralla de la ciudad, de modo que cada luz fuera visible hacia el mar y la bahía. Al divisar desde lejos todo ese movimiento a lo largo de la ciudad, los ingleses pensaron que había llegado un enorme refuerzo de tropas españolas. Temiendo haber sido superados por mucho en número, decidieron comenzar el repliegue hasta que los valientes soldados criollos lograron finalmente repeler el asedio y provocar la retirada inglesa.
No recuerdo exactamente qué edad tenía, pero nunca olvido ese día en que caminaba con mi familia por El Morro, mientras mi padre nos contaba esta historia. Quedé fascinada con este relato, ya que según lo escuchaba mi paseo por las calles del Viejo San Juan se iba convirtiendo en una aventura. Esta simple leyenda, junto a otras anécdotas que compartían mis padres, tuvo un efecto muy profundo en esa mente tierna y en pleno desarrollo. Sin realmente estar consciente de ello, crecí con la idea de que los puertorriqueños son seres sumamente valientes, solidarios y esforzados. En ese corazón se había depositado desde temprana edad la semilla del amor por un pueblo que sabe defenderse hasta en las peores desventajas. Estaba impregnada del orgullo de pertenecer a una nación a la cual no había podido matar ni una doble dosis de veneno imperial. Yo, por supuesto, tenía que estar hecha de esa misma madera que, tallada por el tiempo, mostraría algún día todo ese esplendor.
Fue en la escuela donde todo comenzó a carecer de sentido. Los mismos que luego de un siglo de dominio estadounidense hablaban español y se llamaban a sí mismos boricuas, eran quienes me enseñaban la historia de un puertorriqueño débil, incapaz de sacar su tierra adelante por sí mismo. Aprendí hasta de la literatura que las mejores cualidades de Puerto Rico eran la belleza de sus paisajes y la amabilidad de su gente. Memoricé un himno nacional que, en resumen, dice que nuestra flora es bella, nuestro cielo es nítido y nuestras olas plácidas. Para colmo, el único ser humano que menciona ni siquiera es puertorriqueño. Más tarde, también aprendí que la leyenda de La Rogativa se trataba meramente de un pueblo ignorante que atribuyó a sus ruegos y oraciones una victoria que realmente lograron la milicia y la disentería. ¿Me habría mentido mi padre?
Afortunadamente, en la universidad tuve la oportunidad de exponerme a diferentes lecturas y discusiones. Aprendí que la baja autoestima y la concepción negativa propia que perforan nuestra identidad son exactamente las mismas que le han sido inculcadas a otros pueblos por parte de sus colonizadores. Poco a poco las cosas recuperaban su sentido. Tomé teoría política, sociología, historia, entre otras tantas materias que disfruté. De todas ellas aprendí la importancia de las epopeyas y los mitos fundacionales. Desde la leyenda de Rómulo y Remo en Roma, hasta los Padres Fundadores en Estados Unidos, toda nación necesita una narrativa que va más allá de su historia y transmite la grandeza de su pueblo de generación en generación.
Entonces comprendí que los puertorriqueños tenemos un serio problema. Hemos hecho y, peor aun, sostenemos las idealizaciones incorrectas. Siempre tenemos una falsa percepción de que hemos abierto los ojos, pero lo que realmente hemos hecho es resaltar nuestras realidades negativas, mientras mantenemos ciertas idealizaciones que sí nos urge eliminar. Perpetuamos el pensamiento pesimista —ni siquiera realista— de que no podemos tomar nuestras propias riendas, paralelamente con el pensamiento idealizado de que otros están cuidando de nosotros. Incurrimos en un revisionismo histórico autodestructivo y poco consecuente, que consiste en criticar a “los puertorriqueños” en general sin incluirse a uno mismo. ¿A caso cada uno de nosotros piensa que es superior al resto? Mientras cada puertorriqueño sea incapaz de pensar bien de sí mismo sin verse como una excepción, no podrá hallar esperanza en nadie más que en sí mismo. Desde una plataforma de total escepticismo, será imposible poner a funcionar el país como tanto anhelamos.
La validez de un mito fundacional no se basa necesariamente en su precisión fáctica, sino en los valores que presenta. Lo cierto es que los hechos reales se vuelven históricos por la valoración que le da quien decide contarlos, porque ciertas personas determinaron que son importantes. Más allá de un mero suceso, el mito es una ilustración que resume aquello que hace que una población sea un pueblo. Resume su esencia, su origen y le da un norte. Puede que el relato no sea real, o al menos no completamente real, pero ¿eso qué importa? Las metas y los sueños tampoco son reales, mas sin ellos es imposible dibujar planos para edificar realidades.
Por eso, lo que importa de un mito fundacional es lo que dice sobre nosotros. Cumple su función si nos brinda unos valores esenciales que trasciendan las barreras ideológicas. El desarraigo de nuestro país no hará más que perpetuar el estancamiento. No es cuestión de magia sino de lógica. Mientras no exista un mayor sentido de pertenencia, nuestro pueblo continuará aferrado a las mismas instituciones políticas de las cuales año tras año nos quejamos. Hay que reconocer que los partidos tradicionales han desarrollado mejores mitos fundacionales que el propio país que pretenden gobernar. Lo que importa aquí no es cuánto mientan, sino las emociones que aún logran provocar en nuestra gente. El creciente pesimismo, en especial de aquellos que dicen ser críticos, continuará nutriendo a estas entidades. ¿Cómo pretendemos que nuestro pueblo rechace unos ideales, si no le mostramos otros por los que verdaderamente valga la pena luchar?
Hace un tiempo comprendí que el relato más honesto que he escuchado, es esa simple historia que me contó mi padre. Ese cuento me dijo lo que soy y lo que tengo derecho a ser. Con el tiempo me di cuenta de que pertenecía a un pueblo al que le impusieron hasta cómo pensar de sí mismo. Es cierto que nos han coartado la libertad y nos han impedido todo mecanismo necesario para el desarrollo, pero lo peor que nos han vedado es el derecho a soñar. Estamos tan convencidos de nuestra incompetencia, que nos resulta ridículo soñar que podemos lograr algo como país. Si no se sueña, no se construye, porque es imposible hacer realidad algo que no se ha soñado. Con una simple narrativa, mi padre comenzó conmigo un nuevo ciclo. Me devolvió ese derecho a soñar que a tantas generaciones de puertorriqueños, incluyendo la suya, les había sido negado.
Tal vez es por esto que al recordar que Puerto Rico lleva siglos de vicisitudes esperando un cambio verdadero que no llega, no lo veo con pesimismo. Personas de otras nacionalidades pueden hablar de momentos históricos que enderezaron el rumbo de sus países y admirar héroes o incluso generaciones que lo hicieron posible. Nuestro caso, sin embargo, es como si Dios nos hubiera dado la oportunidad de ser los autores de esos cambios. Quiero que sea mi generación la que rompa los viejos ciclos y comience a escribir nuestra propia historia. Quiero ser parte de una generación que se atrevió a soñar y hacer realidad su propio sueño como puertorriqueños. Y por supuesto, quiero continuar el nuevo ciclo de enseñarle a mis hijos que son parte de un pueblo que tiene derecho a soñar.
Entre otras cosas, sueño que algún día todos los puertorriqueños dejemos de vernos como náufragos y comprendamos que realmente somos marineros. No puede vencernos la adversidad porque de ella nacimos. Fabricamos nuestro barco en medio del turbulento océano de la opresión, con lo poco que encontramos. Aprendimos a navegarlo y continuamos aprendiendo a enfrentar oleadas cada vez más imponentes. Al fin y al cabo, el agua que nos hunde no es la de afuera sino la de adentro. Hemos tenido que dominar el arte de hacer remiendos en medio de un mar embravecido, pero un día llegaremos a tierra firme y podremos reconstruir nuestro barco como se supone. Esto está en nuestra sangre y por eso somos compasivos, solidarios, alegres y trabajadores. Echamos una mano a quien sea porque sabemos lo duro que es salir adelante contra viento y marea. Aunque la espera desespera y tenemos discrepancias sobre dónde queda la tierra firme, lo cierto es que entre todos hemos mantenido este navío a flote.
Somos una raza única, cocida a fuego lento en sol y salitre. Venimos sufriendo embestidas de un océano que lleva más de cinco siglos sin darnos tregua. No hemos tenido siquiera dónde detenernos a descansar o pertrecharnos. La marea apenas ha arrastrado hasta nosotros remanentes de los leños de libertad de los cuales ya otros se sirvieron. Ahora bien, si con todo esto hemos logrado levantar nuestra embarcación, imaginemos de cuánto más seremos capaces cuando hallemos tierra firme.